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El significado político de la batalla plebiscitaria

Fuentes: Rebelion

¿Cuál es el significado profundo que reviste la batalla política en torno al plebiscito del próximo 4 de septiembre?

Esta pregunta ofrece no una sino varias respuestas posibles, dependiendo de los objetivos y perspectivas políticas desde las cuales se formule. Ello porque lo que en este escenario se juega no es exactamente lo mismo para las diferentes fuerzas políticas y sociales que intervienen en él. No obstante, se trata para todos los casos de una batalla política de gran importancia.

La operación de los poderes fácticos empresariales

En primer lugar tenemos los intereses del «bloque en el poder». El torrente de mentiras con que los diversos componentes de la clase dominante y sus más incondicionales o sumisos apoyos políticos e intelectuales se empeñan en mantener vigente el sistema político-institucional de la llamada «democracia protegida» –rebautizada luego como «democracia de los acuerdos»– busca ocultar lo que realmente constituye el centro de la disputa actualmente en curso y, por lo tanto, lo que en ella está de un modo más general en juego: nada más y nada menos que la cuestión de los grados efectivos de democracia con que operará en el próximo futuro el sistema político-institucional chileno.

Como se recordará, la situación que dio origen al proceso político en curso fue la rebelión popular de octubre-noviembre de 2019 que hizo saltar por los aires la idílica imagen de un país presuntamente próspero y pujante, que se encontraba a punto ya de cruzar el ansiado «umbral del desarrollo». Un «oasis» en medio de un continente convulsionado, como se le ocurrió decir a Piñera justo en vísperas de ese formidable estallido social. La rebelión popular de octubre de 2019 fue una muy expresiva manifestación del generalizado y explosivo descontento ciudadano ante la situación de profunda desigualdad, generalizada corrupción y constantes abusos a la que se ha visto cotidianamente enfrentada la inmensa mayoría de los chilenos y puso directamente en cuestión todo el entramado político-institucional vigente en el país. Por ello la casta política que lo administra al servicio de los grandes poderes fácticos empresariales se vio en la necesidad de buscar una salida que permitiese descomprimir esa situación.

De allí surge el acuerdo del 15 de noviembre que busca canalizar la indignación popular hacia una salida política negociada entre las cúpulas partidarias del duopolio, con el activo concurso también de una parte de las fuerzas políticas emergentes reunidas en el Frente Amplio. Se tornaba inevitable dar curso entonces a la conocida estrategia gatopardista de «cambiarlo todo para que nada cambie» y en este caso lo que había que sacrificar era la ilegítima y ya desprestigiada Constitución de Pinochet-Lagos. Pero había que hacerlo tomando los resguardos necesarios para impedir que las cosas se pudiesen salir demasiado de control. De allí todas las cortapisas que el llamado «acuerdo por la paz» estableció para evitar que en ese proceso se pudiese plasmar en todo su alcance una genuina expresión de la voluntad popular, en particular el cuórum supramayoritario de dos tercios para la aprobación de todas las normas de la nueva Constitución y la intangibilidad de los tratados internacionales.

Y si bien la derecha más cavernaria no logró obtener al tercio que necesitaba en la Convención para vetar por sí sola los cambios sustantivos que la nueva Constitución pudiese contener, la posibilidad de forjar ese dique de contención la pudo alcanzar con el activo concurso político de algunos sectores de convencionales procedentes de la ya fenecida y desprestigiada Concertación. Si a ello le sumamos el espíritu conciliador con que han actuado las corrientes del Frente Amplio y sus representantes, mal podría esperarse que de la Convención emergiera una propuesta de Constitución que esté realmente a la altura de los cambios que Chile necesita. El gran empresariado sabe que por ahora puede respirar tranquilo. Sin embargo, tampoco se puede perder de vista que, más allá de nuestros deseos, la composición política de la Convención es, querámoslo o no, una expresión del efectivo grado de madurez alcanzado por el pueblo en el contexto del descontento y lucha popular que hemos vivido, es decir, una expresión de la real correlación de fuerzas políticas plasmada en el momento de su elección.

De allí que, desde una perspectiva revolucionaria, el texto que surge de ella deja bastante que desear, aunque la derecha y los próceres de la Concertación no cesen de motejarla de «partisana». No solo retrocede en algunos aspectos claves, como el de la propiedad y gestión de los recursos mineros, sino que además acepta ser sometido en su totalidad, y sin que nada lo obligase a ello, a su revisión y eventual desmantelamiento por parte del sistema político que hoy existe en base a la actual Constitución de Pinochet-Lagos. En efecto, el Parlamento, que se mantendrá en funciones al menos por cuatro años más y que por la composición de sus miembros recién electos otorga un poder de decisión clave al viejo y desprestigiado duopolio, podrá hacer cuanto le plazca con el texto aprobado por la Convención. De ese modo, y salvo que un resurgimiento de la movilización social se lo logre impedir, las representaciones políticas más directamente identificadas con los intereses de la clase dominante están logrando sacar las castañas del fuego con la mano del gato.

El significado de la batalla política para los sectores populares

Sin embargo, más allá del escenario político-institucional plagado de espejismos y de trampas en que discurre este proceso, el mismo tiene para los actores sociales y políticos que intervienen la actual coyuntura un significado y una importancia simbólica que excede en mucho lo que se diga o no se diga en el texto constitucional sometido ahora a plebiscito. Como bien reza una vieja consigna, y como lo prueba fehacientemente la experiencia histórica, «la lucha da lo que la ley niega». En su gran mayoría los chilenos seguirán demandando ser respetados en sus intereses, derechos y aspiraciones, y tratarán de no dejarse engañar fácilmente por los dulces cantos de sirena y las siniestras campañas de terror orquestadas por la clase dominante. Por lo tanto, aun cuando el texto de la nueva Constitución no vaya todo lo lejos que debiera en la promoción de los cambios que el país necesita, ni aún en la defensa de los que efectivamente promueve, es claro que la batalla política y comunicacional desatada en torno a su aprobación tiene un significado que lo trasciende ampliamente.

Es por ello que, aun estando muy lejos de poner directamente en cuestión el poder fáctico de la clase dominante, lo que principalmente inquieta a ésta y a la mayor parte de la vieja y corrupta casta política es que la Constitución propuesta por la Convención alienta las expectativas del pueblo trabajador y busca correr, en alguna medida, el cerco con que la actual normativa institucional ha logrado poner en interdicción a la mayoría de la población y mantener a raya sus demandas durante las últimas tres décadas. Por tímida que sea en ese propósito, abre brechas que debilitan o pueden llegar a debilitar sustantivamente su control sobre lo que acontece en el escenario político-institucional. De modo que la sola posibilidad de que en el próximo futuro esas demandas logren irrumpir con renovada fuerza y que ello le vaya a resultar ahora más difícil de contener es más que suficiente para generar en ella una genuina y profunda inquietud.

Así lo hacen ver sin ambages algunos de los más connotados personajes tanto de la clase dominante como de la casta política. Todos ellos claman por «una Constitución que suscite consenso» y en la que «todos se sientan representados». Todos ellos denuncian cínicamente que la nueva Constitución «compromete la paz, el desarrollo y la prosperidad» del país al demandar un mayor nivel de derechos políticos y sociales para su población. Lo que en buen romance todo esto significa es aspirar a que la normativa político-institucional vigente continue haciendo la vista gorda ante las abismales desigualdades sociales existentes en el país. Dicha pretensión supone admitir que se pueda seguir pasando completamente por alto las profundas divisiones y conflictos reales que actualmente fracturan a la sociedad chilena, aceptando como legítimas sus rígidas y  jerarquizadas estructuras de poder, así como los mecanismos institucionales antidemocráticos en que estas se sustentan.

Para ellos, se trata de impedir que el sistema político pueda llegar a ser una genuina expresión de la voluntad mayoritaria de la ciudadanía ya que por esa vía se puede llegar a poner en riesgo los privilegios y la capacidad de extorsión que posee esa ínfima minoría que hoy detenta el poder real en la sociedad. Así por ejemplo, les parece inadmisible que la Constitución aprobada por la Convención proponga eliminar la señorial institución del Senado y concentrar el poder de decisión política parlamentaria en un Congreso de diputadas y diputados con integrantes electos en base a un democrático criterio de proporcionalidad. Para ellos, el peligro que esto conlleva consiste, precisamente, que ello ofrecería mayores posibilidades de que las leyes lleguen a ser entonces lo que siempre debiesen ser: una genuina expresión de la voluntad popular.

De allí que con su habitual hipocresía pongan el grito en el cielo con el absurdo argumento de que la propuesta de Constitución emanada de la Convención no resguarda los «contrapesos» institucionales que «protegen a la democracia». ¿Pero de qué contrapesos se trata? ¿De los de la clásica y muy liberal división de poderes? Ella se encuentra tan claramente presente en la propuesta de la Convención que no les queda más remedio que reconocer que el verdadero problema es otro: la amenaza que para sus intereses supone el «populismo» que pudiese conllevar la voluntad de una «mayoría circunstancial».

En realidad, lo que en el interesado alegato de los dinosaurios de la casta política se denomina eufemísticamente «contrapesos», corresponde a lo que históricamente ha constituido el blindaje institucional que representa la llamada cámara alta frente a las demandas de la ciudadanía. En efecto, la principal función política de esa institución, tanto por su modo de generación como por las potestades de que está investida, no es otra que la de operar como un efectivo y permanente dique de contención de aquellas temidas «mayorías circunstanciales». Es por eso que prefieren que se mantenga el sistema político actual de “democracia protegida”, aun cuando varios de los candados ideados por quienes lo impusieron han sido ya rotos. Así lo acreditan los fuertes mecanismos de protección de los intereses de aquellos que detentan el poder real en la sociedad que se mantienen vigentes, y que hacen de ella una democracia puramente cosmética, que opera como mero ritual de legitimación del orden establecido.

Es por ello muy elocuente y significativo que consideren como un candado antidemocrático la exigencia de plebiscitar eventuales reformas a futuro, es decir la consulta a la ciudadanía. Ello pone de relieve el real significado de su desvirtuado concepto de democracia. Porque en una genuina democracia, como por lo demás el propio término lo denota (demos = pueblo, kratos = poder), el único soberano y fuente real de legitimidad es el propio pueblo. En cambio, por el significado que le asignan, el concepto de democracia que esgrimen los poderes fácticos empresariales y su bien remunerada burocracia política corresponde, en realidad, al de plutocracia (ploutos = riqueza, kratos = poder) y está muy lejos de sintonizar siquiera con la bien conocida y ya clásica definición liberal que le diera Lincoln en su discurso de Gettysburg: «el poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». Es por ello que poco después de la guerra civil de 1891 uno de los más conspicuos exponentes de la oligarquía no tuvo el menor empacho en declarar: «Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo: lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio».

La disyuntiva política de la izquierda anticapitalista

Como ya hemos señalado, es evidente que la Constitución emanada de la Convención no apunta a establecer en el país un sistema económico que acabe con la explotación de los trabajadores, promueva en forma vigorosa la igualdad social y resguarde los intereses de los pueblos que habitan el territorio chileno en sus relaciones con el mundo. Es decir, no es una Constitución socialista y es innecesario abundar en ello. Pero también es evidente que se hace eco y recoge en alguna medida la aspiración a establecer un sistema político-institucional con menos cortapisas autoritarias y que al reconocer un conjunto de derechos sociales apunta a erosionar los intereses de la clase dominante, alcanzando con ello una mayor sintonía con las demandas de la población. De allí el gran temor de la clase dominante de que pudiese abrir las compuertas al fantasma del «populismo» llevado en brazos de alguna eventual «mayoría circunstancial». Así vistas las cosas, la disyuntiva que enfrentamos bien puede ser colocada en términos de un «mal mayor», representado por la mantención de la Constitución de Pinochet, y un «mal menor», representado por el proyecto aprobado por la Convención. Esto incluso a pesar de que el propio texto propuesto deje abierta la posibilidad de que los poderes actualmente constituidos echen completamente abajo los tímidos avances democratizadores en él contenidos.

Hay quienes invocan este hecho para negarse a intervenir en el escenario político-institucional, arguyendo que el único efecto de ello sería contribuir a legitimar el sistema y que toda acción contrahegemónica debería realizarse entonces exclusivamente por cauces extrainstitucionales. La pregunta que esto plantea de inmediato es sobre cuál es el criterio apropiado para definir ante cada coyuntura de la lucha de clases una posición consistente con el objetivo de avanzar en la perspectiva de liquidar el capitalismo. Una perspectiva que, como sabemos, exige la creación de una voluntad colectiva contrahegemónica que, apoyada en el gran descontento acumulado por las condiciones de vida a que el pueblo trabajador se ve cotidianamente sometido bajo este sistema de explotación, sea finalmente capaz de movilizar a las amplias masas del pueblo en dirección a ese objetivo. Por lo tanto, se trata de determinar qué alternativa es la que puede ayudar en mayor medida a acrecentar la confianza del pueblo en su fuerza y su interés por mantenerse movilizado con la expectativa de ver realizados sus sueños de conquistar una vida mejor. ¿Un triunfo de sus más reconocidos enemigos? ¿O de aquellos que, al menos en principio, se hacen eco de sus más sentidas aspiraciones?

En consecuencia, salvo que se afirme que una alternativa de boicot tiene alguna posibilidad de éxito y además es políticamente conducente, abstenerse de intervenir en la disputa política real que tiene lugar sobre los cauces institucionales equivale a ignorar la enorme importancia que reviste la lucha política y la acción comunicativa que tiene lugar en ese escenario y de sus inevitables impactos sobre la conciencia del grueso de la población, convertida en el blanco de la constante campaña de mentiras que la clase dominante necesita internalizar en ella para preservar su poder. Es decir, equivale a sostener como políticamente conveniente mantener una actitud abstencionista. Lo que habría que clarificar entonces es cómo podemos incidir en la disputa en curso, a fin de potenciar una voluntad política de transformación social, sin utilizar audaz y asertivamente todas las oportunidades que ocasionalmente abre a las corrientes contrahegemónicas una batalla de este tipo, dado el interés que concitan en la mayor parte de la población políticamente motivada. Esto es algo que no se puede escamotear si de verdad se quiere hacer progresar la lucha revolucionaria.

Y no se puede escamotear porque la legitimidad de la acción política es un asunto clave de su eficacia para el logro de los fines que se propone alcanzar. Una legitimidad que descansa en que las razones que la justifican logren ser debidamente comprendidas, aceptadas y en lo posible asumidas como propias por la inmensa mayoría. Desprovista de ese argumento de legitimidad toda acción política se torna estéril en su gran objetivo de convocar y movilizar a la mayoría. Más aun cuando dicha acción no pasa de ser una cruda expresión de la rabia y frustración acumuladas, como suele ocurrir con las manifestaciones de violencia que han protagonizado en los últimos años algunos sectores de la juventud.

En un escenario político que invoca a su favor la voluntad popular expresada en las urnas el gran objetivo de toda fuerza transformadora no puede ser otro que la de crear una gran voluntad colectiva, cada vez mayor, favorable a los cambios. De lo contrario su accionar se torna inconducente, estéril. Evidentemente distinta es la situación cuando lo que se tiene al frente es a un régimen totalitario, sostenido principalmente en la fuerza coercitiva ejercida discrecionalmente como puntal de un poder político autoimpuesto, autocrático, y por lo tanto carente de toda legitimidad.

En consecuencia, las preguntas clave que es necesario contestar para definir una posición coherente con el objetivo de impulsar una lucha contrahegemónica en una perspectiva revolucionaria, es decir anticapitalista, son del siguiente tenor: ¿Da exactamente lo mismo para el impulso ulterior de la lucha, es decir para el esfuerzo que necesitamos desplegar para elevar los niveles de conciencia, organización y movilización popular, cual sea el resultado del plebiscito? ¿Acaso un triunfo de los sectores más reaccionarios fortalecerá la confianza de las amplias masas populares en sus propias fuerzas y elevará su moral de combate? ¿No es acaso evidente que, por el contrario, fortalecerá precisamente en esos aspectos claves a las fuerzas más reaccionarias?

No sacamos nada con lamentarnos de lo mezquino de la disyuntiva política que enfrentamos en ese plebiscito. Ante ello lo que debemos preguntarnos por qué las cosas no han podido hasta ahora ir más lejos y que es lo que necesitamos hacer para lograrlo. Es un grave error suponer que el grueso de la población ha estado efectivamente dispuesta a mantenerse en un estado de movilización más radical y que solo la traición y la cobardía de las elites políticas se lo han impedido. Sin duda que la gente está cansada de los abusos y atropellos de que es cotidianamente víctima, pero mayoritariamente está aún lejos de tener suficientemente claro cómo podemos salir de esta situación. Por ello se ilusiona fácilmente y suele caer presa de los engaños de los lobos vestidos con piel de ovejas y también de aquellas ovejas que, temiendo ser devoradas por los lobos, han optado por someterse dócilmente a ellos.

Lo que necesitamos hacer entonces es persistir en el empeño por construir una fuerza social y política que sea fiel y clara expresión de una gran voluntad de cambios, unificando las múltiples aspiraciones y demandas populares en torno a un proyecto histórico revolucionario, hasta que esta fuerza logre alcanzar la envergadura necesaria para hacerlo realidad. Y eso solo lo podremos hacer fijando una posición clara e interviniendo activamente en todas las batallas políticas en curso.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.