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La economía política del sacrificio (V)

El signo de la catástrofe

Fuentes: Rebelión

-I- Constatar la existencia de una sociedad escombrada, la perpetuación de una realidad histórica marcada por el signo de la catástrofe social y ecológica, no implica entregarse al desaliento. Puede ser punto de inicio de una lucha entusiasta por transformar lo que es producto de específicas intervenciones humanas, sin que eso se convierta en un […]

-I-

Constatar la existencia de una sociedad escombrada, la perpetuación de una realidad histórica marcada por el signo de la catástrofe social y ecológica, no implica entregarse al desaliento. Puede ser punto de inicio de una lucha entusiasta por transformar lo que es producto de específicas intervenciones humanas, sin que eso se convierta en un facilista «llamado a la acción», como si ésta fuera intrínsecamente superadora de lo que cuestiona. La elaboración de nuestras herramientas teóricas, en este sentido, tiene relevancia en la práctica política: constituye una dimensión central en la producción de nuestras luchas colectivas. Aunque grosso modo la crítica al capitalismo suscite adhesiones rápidas en el seno de la izquierda, las argumentaciones y categorías que sostienen esa crítica divergen en puntos significativos y no podría ser de otro modo cuando se trata de dar cuenta de las complejidades del presente. De ahí que una política de izquierdas que se sustraiga del debate teórico esté condenada a la ceguera, a no ver las líneas de fuerza de un desastre global inédito que las políticas neoconservadoras hegemónicas no hacen sino agravar.

Formulemos, en este debate abierto, una primera tesis de partida: la extraordinaria concentración de poder económico, político y cultural por parte de determinadas élites mundiales nos arroja a una situación drástica sin precedentes, en la que las coordenadas materiales más primarias de la existencia social están en riesgo. La destrucción irreversible del medio ambiente y la proliferación de desequilibrios ecológicos (contaminación, radioactividad, sustancias tóxicas, derrames de petróleo, accidentes nucleares, cambio climático, etc.), el creciente control privado de los alimentos básicos, la especulación sobre las materias primas, el riesgo sostenido de pandemias y hambrunas de largo alcance, el aumento de las desigualdades económicas y de la miseria, la proliferación de guerras «humanitarias» que implantan pseudo-democracias tuteladas con cientos de miles de desplazados y decenas de nuevos propietarios, por mencionar sólo algunos fenómenos actuales, ilustran ese estado de emergencia generalizado y permanente. No se trata de fatalidades ante las que sólo cabría la resignación o, a lo sumo, la buena disposición para la «ayuda humanitaria». Las catástrofes -con efectos imprevisibles a largo plazo- son la contracara necesaria del proceso de modernización tecno-económica y político-militar en el marco de la globalización capitalista. La catástrofe cuenta cada vez más como escenario ideal propicio para intervenciones neocolonizadoras, producto de una planificación estratégica en la que participan, en una alianza inconfesable pero evidente, tanto diferentes cúpulas del poder económico-financiero trasnacional como distintas autoridades gubernamentales a nivel mundial, convertidas en gerencias de la política como negociado.

La sociedad del sacrificio es una sociedad catastrófica. No es nada a futuro: ironizando sobre las «profecías apocalípticas» que atribuyen al pesimismo ecologista e izquierdista, el discurso hegemónico evita tener que dar cuenta de los cataclismos locales con efectos globales de largo alcance. El optimismo ilimitado de sus portavoces no sólo minimiza el desastre que están provocando de forma sistemática: tampoco dudan en sacrificar a los otros en nombre del «progreso». En un ejercicio cínico, insistirán con su retórica edificante de «sano sentido común»: negar que también lo que nos vemos nos afecta de forma dramática. No importa que las huellas de este crimen que se perpetra cada día proliferen: insistirán en que es parte de nuestro delirio. A esta acusación no tenemos más remedio que hacerla nuestra. Tras este «camino delirante», sin embargo, lo que encontramos es la verdad de lo increíble: un sistema que tiene como condición de reproducción la creación de catástrofes.

 

No es preciso llegar a la hipótesis maximalista de un «mega-proyecto de control» centralizado, dirigido por un Amo siniestro, para sostener que la catástrofe, demasiado a menudo, no constituye una consecuencia de fenómenos naturales independientes a nuestro control (un mero accidente que escapa al dominio humano) sino que está ligado, de forma compleja, a unas decisiones planificadas en función de diversos réditos políticos, económicos y culturales. Ello tiene al menos dos implicaciones teóricas diferentes y complementarias: en primer lugar, no hay ningún gran Otro que otorgue inteligibilidad última a una multiplicidad de intervenciones de alcance impredecible y, en segundo lugar, en tanto multiplicidad, nos permite concebir la posibilidad de incompatibilidades y conflictos entre estas intervenciones (lo que, de algún modo, abre determinadas grietas históricas sobre las que debería incidir una política de izquierdas). Este modo de operación descentrado crea mayor impredictibilidad: la incertidumbre objetiva que produce no puede ser resuelta apelando a un sujeto soberano -más o menos perverso- que conocería los planes desde el principio. «En la sociedad del riesgo «postmoderna» ya no hay «mano invisible» (…). No sólo desconocemos el sentido final de nuestros actos, sino que no existe ningún mecanismo global que regule nuestras interacciones (…)» (1).

¿Se agota ahí lo central de nuestro presente? Negada la Gran Conspiración, ¿deberíamos por ello privarnos de extraer las conclusiones radicales que conlleva la tendencia de las élites mundiales a construir centros integrados de poder, de manera de afrontar con mayor eficacia sus proyectos a escala global? Es claro que no. La tesis formulada por Marx referente a la tendencia monopólica del capital sugiere que es en esa dirección por donde tenemos que avanzar. Para formularlo en términos contemporáneos: ¿qué implicaciones teóricas y prácticas tiene la fagocitación de industrias locales por parte de grandes corporaciones trasnacionales, esto es, la llamada «integración de negocios» para aumentar el «valor agregado», la «sinergia» de capitales que participan en diversos sectores económicos con el objetivo de controlar la mayor parte de la «cadena de valor»? Como proceso que de facto se está produciendo a nivel mundial, ligado a la concentración de capitales y a la diversificación de sus inversiones, ¿no debería advertirnos sobre una creciente centralización de las decisiones en un número relativamente reducido de corporaciones? ¿Qué vínculo se plantea entre estos procesos y la producción científico-tecnológica patrocinada fundamentalmente por sectores privados? Y finalmente, ¿qué consecuencias políticas produce el hecho de que esas mismas corporaciones ejerzan presiones concretas sobre los grupos gobernantes para promover decisiones afines -en materia de leyes, inversiones de base, subvenciones, alianzas estratégicas, etc.- tanto a nivel nacional como internacional?

Dar una respuesta exhaustiva a tales preguntas excede estas reflexiones preliminares. Hay suficientes trabajos de investigación, incluyendo excelente material audiovisual (2), que permite responder de forma tentativa. Por mi parte, me limitaré a señalar que negar la capacidad de operación de esas élites económico-financieras es, sencillamente, desconocer la pronunciada acumulación de poder que a escala planetaria se ha producido en las últimas décadas. No por moverse en una zona de opacidad tales agentes económicos dejan de ser decisivos en la construcción del presente. Lo sabemos por los estragos materiales que las decisiones de estos grupos generan a nivel global: especulación financiera y evasión a gran escala, guerras a medida, engaños sistemáticos a la llamada «opinión pública», terrorismo estatal y paraestatal (incluyendo asesinatos selectivos y atentados de falsa bandera), tráfico de armamento y estupefacientes, redes de tráfico y trata de personas, monopolios en los mercados de materias primas, financiación legal e ilegal a los principales partidos políticos, escalada de proyectos militares no convencionales, restricción de principios constitucionales fundamentales, entre otros. Es claro que estos ejemplos no son exhaustivos, pero permiten dimensionar el alcance del (des)control al que estamos expuestos.

Por razones que debemos seguir indagando -entre las que cuentan las inéditas posibilidades de intervención tecnológica y los bloques concentrados y relativamente integrados de poder- nos enfrentamos a una situación histórica desconocida: la apertura de «nichos de mercado» globales que presuponen como condición de existencia las catástrofes. La expansión ilimitada del capital, en esta fase, podría incluir la devastación -que compromete la supervivencia misma de determinadas poblaciones- como posibilidad de enriquecimiento: un terremoto, una hambruna, una guerra, una inundación, una pandemia, un maremoto, un accidente nuclear, un desplome financiero, la quiebra de un estado pueden ser -y a menudo son- perfectamente rentables. Desde el prisma de la razón tecno-económica, son oportunidades de negocios, independientemente de los «costos humanos» más o menos elevados que provoca. De modo análogo, desde una perspectiva geopolítica imperial, esas catástrofes constituyen una inmejorable oportunidad de intervención político-militar, incluso bajo el paraguas de la asistencia «humanitaria» (como es el caso de Haití o Libia).

Hablar de «sociedad del riesgo» sería todavía aceptar el confinamiento de lo impredecible a los efectos descontrolados de la ciencia y la tecnología en la sociedad industrial, sin controles públicos mínimamente creíbles (3). Sin embargo, semejante confinamiento no considera la dimensión planificada del desastre a la que estamos haciendo referencia. Para reformular la tesis de partida: el capitalismo tardío, propio de la segunda modernidad, produce una «sociedad de la catástrofe» en la que la dinámica de las decisiones fundamentales que afectan nuestra existencia social se caracteriza por ser, simultáneamente, descentralizada y concentrada por un número relativamente reducido de agentes económicos. La producción y gestión del desastre es omnipresente en el capitalismo financiarizado: una máquina que aunque no sea inmune ante los efectos nocivos que provoca, busca asegurarse contra esos «riesgos» que se cuentan en vidas. En esta lógica paradójica, la bancarrota de las mayorías se convierte en beneficio minoritario. Y si bien sostener que esas catástrofes son invariablemente producidas por intervenciones humanas deliberadas sería excesivo, es innegable que hay responsabilidades concretas incluso en las llamadas «catástrofes naturales». Por poner solamente un ejemplo: es absurdo construir centrales atómicas y luego no admitir responsabilidad alguna ante un accidente nuclear. En términos lógicos, la condición de posibilidad de semejante desastre es la creación de una planta nuclear que no excluye de hecho la amenaza de accidente, por más «baja» que se considere su probabilidad. ¿Qué cabría decir con respecto a hechos nada accidentales como por ejemplo la producción de un conflicto bélico o el encarecimiento especulativo de alimentos básicos?

-II-

Ante este umbral histórico, la crítica al neoconservadurismo es tan necesaria como insuficiente si no se articula a una crítica más general. Limitarse a cuestionar las políticas de ajuste sin cuestionar la configuración que las produce es tan corto de miras como limitarse a demandar «empleo» o mejoras puntuales a nivel local sin cuestionar de raíz la estructura que soporta esos síntomas. Mantiene la expectativa ilusoria de que todavía podría restituirse el «bienestar» precedente sin grandes alteraciones sistémicas. Antes que insistir en ese mito de retorno, hay que propiciar más bien un replanteamiento radical de lo que significa «bienestar» y de las estructuras que históricamente lo instituyeron como un privilegio desigualmente distribuido a nivel mundial. Si esto es cierto, el discurso socialdemócrata es estructuralmente incapaz de dar cuenta de la dimensión devastadora del «crecimiento» concebido en términos capitalistas. Su deseo de restaurar un «sistema de bienestar» está condenado a fracasar en la medida en que ni siquiera pone en cuestión el dogma de la «economía de mercado» a la que ese discurso es tan propenso. Pero incluso si llamaran a nuevas regulaciones del estado sobre la economía, el expolio al que están siendo sometidas las clases trabajadoras no puede ser revertido con una mera política gradual de «mejoras salariales» o una «política tributaria» más progresiva. Del mismo modo que la precarización universal no puede ser resuelta con una nueva «reforma laboral» -más o menos «progresista»-, el desastre no puede ser revertido sólo ni principalmente con un nuevo marco regulatorio (indispensable por otra parte). Si los diques de contención que esa misma política socialdemócrata institucionalizó en Europa están siendo dinamitados, uno a uno, abriendo la compuerta para la sobreproducción de sujetos indigentes y marginados, del mismo modo las políticas ecológicas son completamente insuficientes para evitar esta repetición de catástrofes de magnitud variable.

Lo que está en juego, entonces, no es solamente la posibilidad de acceso a determinados mercados de trabajo, sino ante todo, la posibilidad de una existencia social autónoma e igualitaria. Es imperativo, por tanto, desplazarse de problemática: tomar el «paro» o la «pobreza» no como el causal del malestar presente, sino más bien como síntomas socio-económicos específicos, parte de una irresolución global mucho más decisiva, ligada a la creciente marginación sistémica de cientos de millones de vidas expuestas a un devenir catastrófico (4). La producción masiva de miseria forma parte de una economía política que plantea a determinadas masas poblacionales como un «excedente» indeseable, esto es, un «sobrante estructural» con el que hay que lidiar. Resulta claro que no hay ninguna probabilidad de inclusión satisfactoria para este «sobrante», no digamos ya en términos laborales, sino sanitarios, escolares, habitacionales, cívicos…: son los desempleados, los enfermos, los analfabetos, los desahuciados, los irregulares. La lista se extiende y se podría extender a otros sujetos colectivos. Cualquiera puede formar parte de este inventario interminable, damnificados por una sociedad del sacrificio -esa especie de máquina rota que tiene como condición de funcionamiento partir en mil pedazos las añoranzas colectivas-.

Los nuevos miserables ni siquiera cuentan como «ejército de reserva»: forman parte estructural de la «periferia interior» del capitalismo. Es el punto muerto de una economía del excedente que desecha como «no-reciclable» una creciente masa marginal. Para nuestros amos todo debe afrontarse con la misma risa cínica, con idéntico gesto indiferente -otra forma del desprecio infinito que despiertan las masas para la misma cultura masiva (ávida de distinciones)-. Y, en algún sentido, la política económica del nuevo orden mundial podría ser risible si no se tratara de una broma pesada que algunos tecnócratas pseudo-liberales formulan sin inmutarse: seguir repitiendo los mismos recetarios neoconservadores que hundieron en el desastre a América Latina, comenzando por las dictaduras latinoamericanas de Pinochet y Videla. (Queda por escribir la historia de la infamia contemporánea, en la que debería ocupar un lugar prominente ese ejército de especialistas del ajuste fabricados por la escuela de Chicago). Nuestra risa, sin embargo, es de incredulidad ante esta nueva ofensiva de una derecha hegemónica que hace de la crisis una oportunidad de reestructuración de la riqueza social y del poder político.

Es suma, no cuentan sólo las contrarreformas regresivas de un estado oligárquico y el ensanchamiento de la desigualdad (esto es, la universalización del precariado), sino la posibilidad permanente de la catástrofe. Ante esta absoluta indefensión en la que nos hallamos, la pregunta acerca de si hemos de interpretar esta posibilidad permanente como un nuevo giro de las «políticas del shock» o como un efecto indeseado de lo que podríamos considerar una mayor «entropía sistémica» quizás sea ineludible. Sin embargo, no hay nada semejante a una disyuntiva. La voluntad de control, a partir de la inoculación masiva de miedo, genera efectos de creciente desorganización tanto en los ecosistemas como en las sociedades. Ni siquiera hay garantías últimas de que esos efectos no terminen afectando a los mismos agentes que los provocan, incluso si tercerizan los riesgos y se resguardan en «exurbios» (rodeados de cordones de miseria en los que «estar a salvo» es imposible). Quizás ahí resida su (relativa) ceguera ideológica: creer que pueden controlar plenamente dichos efectos, esto es, que pueden dirigir contra otros determinadas catástrofes sin que vuelvan sobre ellos. En pocas palabras: la creencia de que pueden todavía respirar una bocanada de aire fresco en una «reserva verde» protegida de la asfixia de un mundo cada vez más irrespirable, siempre al borde de la amenaza de convertirse en un gran cementerio.

Ahora bien, ¿qué es la catástrofe sino el acontecimiento de lo excepcional que se repite en la historia? ¿Qué medidas cabría esperar que no sean también excepcionales (incluso si esa excepcionalidad fuera, por así decirlo, recurrente)? Más en general, ¿qué relación hay entre catástrofe y estado de excepción, instituido como permanente, más allá de aquello que es invocado como su fundamento originario? La paradoja de esta situación podría formularse así: si por un lado, la apuesta de esta voluntad de control es encapsular los efectos negativos de sus intervenciones, por otro lado, no puede evitar lo imprevisible, esto es, una dimensión aleatoria e incontrolable de los peligros que produce. En el núcleo del control, así, irrumpe el descontrol; en el seno del saber técnico, un no saber que amenaza con arruinarlo todo, incluso a ellos mismos. Ante esta ceguera, quizás lo único cierto sea nuestro desamparo vital, el riesgo más o menos difuso pero constante de muerte que forma parte de nuestras vidas. El pánico moral ante la posibilidad permanente de un desastre se hace funcional a la aceptación del (des)orden existente. Si una elevada tasa de paro disciplina, ¿qué podríamos esperar de una sociedad sometida a la repetición de cataclismos? La lucha contra el Terror constituye un buen ejemplo: la agitación periódica de la «amenaza terrorista» (incluyendo el presunto peligro inminente del «ciberterrorismo», antesala para nuevas regulaciones de carácter restrictivo en Internet) permite crear las condiciones sociales de aceptación para un férreo control estatal (y, mediante su cobertura, también corporativo). La política de diseminación del miedo promete seguridad a cambio de la drástica reducción de las libertades individuales y colectivas.

Que esa promesa securitaria implique la intervención de fuerzas descontroladas sobre la ciudadanía es el «costo» que los estrategas del miedo exigen. Ni siquiera cuenta que los que agitan esa amenaza, plagada de engaños crónicos, pongan en práctica métodos terroristas hacia aquellos grupos (y por extensión, hacia el conjunto de las poblaciones) que convierte en blanco de una persecución permanente. A nivel interno, el «Terror» se convierte en amenaza de «Caos» atribuido a los movimientos antisistémicos: la disidencia es criminalizada en tanto supuesta amenaza al orden público, dando lugar tanto a una estrategia de desmovilización (o mejor dicho, a una «movilización controlada») como a la policialización de antagonismos radicalmente políticos. No es difícil advertir el objetivo central subyacente de estos discursos sobre el «terror» y el «caos»: crear las condiciones ideológicas colectivas para la admisión de asesinatos selectivos, de «operaciones especiales» y guerras discrecionales, así como el hostigamiento hacia quienes no aceptan que este mundo es el mejor de los posibles (incluso si para ello necesitan blindar jurídicamente la violencia institucional y policial).

El riesgo es doble. En primer lugar, la globalización de un régimen de carencias estructurales, sistemáticamente incentivado por una cultura hegemónica que intensifica el deseo de consumo. La puerta de entrada a una suerte de bienestar vallado es, por así decirlo, aceptar la sacrificabilidad de los demás; en el mejor de los casos, un llamado a la resignación ante la producción de «ciudadanías periféricas», inscriptas en un orden jerárquico que regula el acceso desigual a determinados derechos, oportunidades y condiciones. En segundo lugar, las nuevas formas de afrontar la resultante de ese régimen conllevan el riesgo de una salida fascista: un «excedente» humano que resulta indiferente -cuando no una amenaza latente- a los centros hegemónicos de poder. La paradoja de la globalización capitalista es que en su aspiración de expandir por todos los medios el consumo a nivel mundial produce una masa creciente de no-consumidores, construyendo una membrana entre los que todavía tienen valor en su contabilidad y aquellos que, definitivamente, considera como «pasivo» (incluyendo, desde luego, una parte relevante de la «población activa»).

En la encrucijada actual el clásico dilema político entre socialismo o barbarie podría ser reformulado como el antagonismo entre un proyecto de autonomía colectiva (que compromete la inclusión universal de los otros en igualdad de condiciones de poder) y un proyecto autoritario de consolidación de las estratificaciones sociales (que plantea la inclusión selectiva y jerárquica de aquellos susceptibles de ser «rescatados» ante la catástrofe mundializada y los que, como contrapartida, no cuentan sino como «parias»). La creciente obstaculización en el acceso a estándares de vida mínimamente aceptables para la mayoría de los seres humanos, en este sentido, forma parte de un experimento social planetario, en condiciones sólo parcialmente controlables.

-III-

Desde un prisma ideológico tecnocrático, el «problema» queda restringido a un asunto técnico de gestión: ¿qué hacer con ese sobrante? La encerrona para estos ideólogos parece ser la siguiente: el reciclaje de «residuos humanos» es costoso, pero no hacerlo -al menos de forma selectiva- también podría implicar algunos riesgos no menos onerosos. De ahí el carácter perentorio de la definición misma del «problema» y de los términos en que se articula. El planteamiento discursivo de estas cuestiones políticas de primer orden como asuntos técnicos y económicos, cuando no directamente policiales y militares, ya indica la dirección global en que se prefiguran las soluciones planteadas: como asunto técnico, la posibilidad democrática y la cultura política que históricamente le ha dado sentido quedan al margen.

De ahí la pertinencia de reflexionar sobre la configuración cultural que produce y legitima estas «definiciones», así como las implicaciones profundas que conlleva en las prácticas sociales. En este sentido, no podría existir nada semejante a un «capitalismo del desastre» sin subjetividades e instituciones que lo produzcan de manera activa o, dicho en otros términos, sin una producción cultural hegemónica que legitime esta separación fundamental (e inestable) entre «ellos» y «nosotros», grupos dominantes y subalternos, élites y clases populares. Este principio de separación, lejos de ser más o menos accidental, es fundante de la sociedad de clases: el racismo, la xenofobia, el clasismo, el individualismo, el sexismo, la homofobia, etc., no son prácticas aisladas que corromperían un sistema que podría funcionar correctamente con independencia a éstas, sino parte constitutiva del mismo. Son condiciones culturales centrales en la (re)producción de las desigualdades sociales y la división entre grupos sociales. Si bien tales orientaciones históricamente rebasan la formación capitalista, sin la articulación singular de estos elementos propiciada por esta formación no sería posible nada parecido a la formidable acumulación económico-financiera (inédita en cuanto a su magnitud) actual. Dicho de otro modo: sería impensable que esta máquina devastadora pudiera operar sin formas de subjetividad dispuestas objetivamente al sacrificio, formas que no están ligadas a ninguna mitología trágica de la «naturaleza humana» sino a específicos modelos de subjetivación que las industrias culturales masivas se encargan de promover y apuntalar de forma inmejorable.

Desde luego, en este proceso histórico se configuran diversos antagonismos sociales que desafían el orden hegemónico y que probablemente tenderán a intensificarse en las próximas décadas. Si la posibilidad de reproducción sistémica reside en mantener las luchas sociales dentro de ciertos límites (esto es, que sus objetivos y demandas puedan ser resueltos dentro del orden instituido), no sin ambigüedades en nuestro presente se están produciendo fisuras cada vez más visibles de ese orden. El cuestionamiento radical al capitalismo actual es quizás minoritario pero también creciente. La emergencia y consolidación de algunos movimientos altermundistas y anticapitalistas constituyen un síntoma de debilitamiento de la hegemonía del actual bloque histórico, en particular, su capacidad de asimilación institucional. Es este debilitamiento lo que permite explicar de forma plausible el giro policial de los estados centrales -orientado a la represión de esos movimientos, al encauzamiento de las protestas sociales y a una grave restricción de los derechos fundamentales-.

La coerción directa y jurídica, sin embargo, demasiado a menudo potencia lo que persigue. La represión generalizada en regímenes pretendidamente «democráticos» plantea serias incongruencias y corre el riesgo de generar revueltas de alcance impredecible. No parece descabellado suponer que, en el contexto actual de internacionalización de las protestas colectivas, una «política de la catástrofe» podría estar introduciendo una nueva modulación disciplinaria: la preparación de un «escenario» en el que la restauración autoritaria del orden sea socialmente aceptada y, correlativamente, las oportunidades de negocios reaseguradas. Quizás sobre ese transfondo podamos pensar en el nuevo papel que juegan las industrias farmacéuticas, las industrias de seguridad (complementarias al negocio de la guerra), las industrias de producción transgénica de alimentos, por mencionar tres dimensiones centrales en nuestras vidas, ligadas a la salud, la protección y la alimentación. De la misma forma, también necesitamos indagar en asuntos espinosos habitualmente descalificados como parte del «pensamiento conspiranoico» (5): me refiero a las nuevas formas de control que el capitalismo está produciendo, como es el caso de los proyectos de geoingeniería a nivel global que están en curso (desde los cada vez más rutinarios chemstrails hasta el proyecto H.A.A.R.P.) o el desarrollo de nanotecnología militar. No hay que ser especialmente perspicaces para llegar, tras estos proyectos estatalmente financiados, al accionar de algunas corporaciones trasnacionales, beneficiarias de contratos millonarios y ganancias estratosféricas.

Lo anterior nos sitúa ante lo siniestro. El imperativo sistémico actual podría resumirse, quizás, en lo siguiente: hay que reducir los costes de la «gestión de residuos» como sea. Si una política de las poblaciones que administre la sustentabilidad del sistema forma parte de ese imperativo, lo que es interpretado como «sobrepoblación mundial» no deja de resultar un escollo relevante. La preocupación oficial ante lo que juzga como «elevado crecimiento demográfico» en los países periféricos no es secreta. Descartados en buena medida como consumidores (y no digamos ya como productores), esos millones no entran en la «visión de negocios» al uso, esto es, en el autismo corporativo que rige la economía mundial. A la luz de lo dicho, no es descabellado suponer que para esta ideología higienista (nada novedosa por lo demás) esos millones constituyen un obstáculo. ¿Y si la atrocidad del capitalismo global fuera haber redescubierto que dichos «costes» podrían reducirse de forma exponencial si el volumen mismo de los «residuos» fuera menor, esto es, si la cantidad de «basura» fuera reducida de forma acelerada y drástica?

En la actual encrucijada, la renovación del fascismo no es algo que deba descartarse, incluso si la vía imaginada fuera menos la eliminación abierta que la creación de nuevas catástrofes, de forma complementaria a la expansión de espacios de encierro a escala mundial, entre los que cuentan campos de refugiados, los centros de internamiento de extranjeros, centros de detención como Guantánamo y dispositivos de reclusión de gran magnitud (como es el caso del proyecto F.E.M.A.). Cuando el recurso a los golpes de estado o a los golpes de mercado ya no bastan siempre se puede echar mano a la «catástrofe». El planeta como «campo de operaciones» recuerda lo que decía Hannah Arendt hace décadas: el totalitarismo es esa realidad en la que todo es posible a plena luz del día.

La «inversión» del reciclaje, en esta ecuación técnica, no debe ser más elevada que el costo de desechar. La «gestión de la catástrofe» significa ante todo la instauración de nuevas formas de control, incluyendo la reducción y confinamiento de un excedente humano declarado «técnicamente prescindible». Los parias del mundo no son solamente abandonados. Son incluidos como parte de la masa peligrosa que hay que neutralizar. La alianza neoconservadora entre economía de mercado, estado policial y cultura de masas en la era del capitalismo global reconstituye las mil caras del fascismo: conecta globalización y totalitarismo, más allá de cualquier «soberanía nacional».

-IV-

Siguiendo la distinción de Rancière (6), la omnipresente gestión experta de la vida social nos instala ante la primacía de lo policial por sobre lo político: una práctica gubernamental que se plantea como asunto técnico, «post-político», sustraído del debate público. La insistente retórica de lo inexorable no es más que política denegatoria, es decir, una política que se niega a sí misma. En este orden policial, entonces, la producción del desastre es presentado como efecto ineludible de una gestión neutral. Dicho con una fórmula: es una catástrofe, pero no hay otro camino.

En condiciones históricas semejantes, cualquier repliegue de la izquierda radical es inadmisible. Forma parte de la derrota ideológica de la que no terminamos de sobreponernos, incluso si se hace de la derrota una bandera metafísica. Claro que podríamos -y deberíamos- insistir en que el verdadero problema ético-político de nuestro presente radica en plantear millones de vidas humanas como desperdicios del sistema. Esa forma de concebir al otro no sólo es inaceptable en términos morales: institucionaliza el desprecio absoluto hacia los demás.

Puesto que esta escalada globalitaria resultaría imposible sin una estrategia discursiva que haga invisibles los escombros sobre los que se alza la riqueza privada, no deberíamos perder de vista la confrontación discursiva (y más específicamente argumental) como una dimensión de nuestras luchas políticas. En esa confrontación, la recuperación crítica de lo subalterno resulta crucial, tanto en lo que contiene de resistencia activa ante la cultura hegemónica como en los elementos significativos que permiten concebir (y definir) de modo divergente las problemáticas del presente, abriendo camino a otras soluciones. Nuestras estrategias críticas requieren, así, la inclusión efectiva de los otros como fuente de alteridad, lugar de constitución de alternativas políticas emancipatorias.

La eficacia simbólica de nuestras argumentaciones filosóficas y políticas, sin embargo, seguirá siendo reducida mientras no desafiemos mediante prácticas políticas articuladas los centros hegemónicos de poder. A nuestra apuesta de inclusión democrática ellos replicarán con una carcajada. No tendrán excesivos reparos en retomar nuestros argumentos -deshaciéndose de todo lo que pudiera incomodarles- y seguir con su aséptica práctica del saqueo. Por tanto, intentar detener esta escalada supone desplazarse del plano exclusivamente argumental hacia el terreno de las decisiones efectivas. En la «era del cinismo» -por tomar una expresión de Deleuze y Guattari- no basta abrir los ojos y llamar a una rectificación de errores imprevistos, reducidos falazmente a «consecuencias secundarias indeseadas».

Ante la irracionalidad que subyace tras esta poderosa racionalización económica, revestida del aura del progreso científico-tecnológico, el llamado a la «razón» es un gesto tan vacío como impotente, que seguirá colisionando contra el muro del deseo colectivo. La condición de transformación de nuestro presente implica subvertir esos agenciamientos hegemónicos que sitúan en la (sobre)producción de incitaciones al consumo la clave de aceptación de la catástrofe. La reproducción del capitalismo supone, primariamente, esas formas de subjetivación y cualquier cambio político que no contemple esta dimensión está destinado a repetir lo que repudia.

Ahora bien, transformar esos agenciamientos supone, ante todo, un trabajo articulatorio, esto es, la construcción política de «equivalencias» entre posiciones diferenciadas, para decirlo en términos de Laclau. En pocas palabras: la creación de un proyecto político de izquierdas con vocación contrahegemónica. Puesto que nada de ello está dado ni asegurado de forma espontánea en la multitud, dicha creación depende de instancias colectivas (deliberativas y resolutivas) concretas, esto es, de unas prácticas específicas de comunicación que articulen un horizonte de sentido políticamente subversivo. Nuestro desafío implica rebasar la pura particularidad de las luchas sociales, para dar lugar a un frente de contrapoder que impida la asimilación sistémica de nuestras demandas colectivas.

Semejante frente, sin embargo, implica desplazarse de una cierta perplejidad política imperante. El inmovilismo es suicida en el contexto de un capitalismo que instituye nuestras vidas como piezas sacrificables de un casino planetario. Es un «hacer-nada» que nada tiene de revolucionario, muy distinto al que propone dar reflexividad a un cierto activismo espontaneísta, centrado en problemas locales pero no en la estructura global que los sostiene. En ese sentido, no es preciso sostener la «primacía de lo económico» (como una «última instancia» cuasi-metafísica) para compartir con Zîzêk la necesidad de replicar a la «economización de la política» con una «politización de la economía». Esa politización, con todo, resultaría insuficiente si no formara parte de una economía más general: la politización radical de la existencia social que debe incluir (como he procurado argumentar) la dimensión cultural y comunicacional de nuestra formación social.

 

La perplejidad, incluso, puede manifestarse pero, en la medida en que no articule un proyecto contrahegemónico, seguirá siendo una respuesta reactiva y previsible, exenta de «peligro». El ejemplo de las movilizaciones de los sindicatos mayoritarios en España no podría ser mejor: frente a su acción domesticada (carente de fuerza transformadora) el sistema está inmunizado. Incluso si cada tanto tienen que desplegar algunas consignas y pancartas para justificar su propia existencia, desde hace décadas esta clase de sindicalismo ha aceptado hacer algo para no cambiar nada. Algo distinto se insinúa en movimientos sociales estructurados de forma horizontal y democrática, como ocurre con el movimiento de «indignados» o con los movimientos antisistémicos y altermundistas. La repolitización radical que estos movimientos han propiciado abre la promesa de una sociedad que no se contente con sobrevivir en las ruinas del capitalismo (7). Su réplica al estado policial podría ser: puesto que es una catástrofe, debe haber otro camino. Y si no lo hay, nuestro camino es construirlo; crear una salida a la aporía del presente. El devenir revolucionario de estos movimientos, sin embargo, está ligado a la posibilidad misma de una internacionalización de la revuelta tan incierta como necesaria. De esa configuración de contrapoder internacional depende que la catástrofe no se convierta en el signo manifiesto de lo irrevocable.

Notas:

 

(1) Zîzêk, Slavoj (2009): En defensa de la intolerancia, Sequitur, Madrid, págs. 78-79.

(2) Al respecto, en la última década, se han producido distintos documentales que ahondan en estas complejas relaciones entre poder económico y poder político. Entre otros, cabe destacar La corporación de Mark Achbar y Jennifer Abbott, La estrategia del shock de Michael Winterbottom y Mat Whitecross, Inside Job de Charles H. Ferguson, El mundo según Monsanto de Marie-Monique Robin, Deudocracia y Catastroika, ambos dirigidos por de Katerina Kitidi y Aris Chatzistefanou.

(3) Aunque en este contexto no puedo detenerme en un análisis crítico del relevante trabajo de Ulrich Beck, La sociedad del riesgo (Paidós, Barcelona, 2006), en líneas generales la crítica de Zîzêk a esta teoría me parece pertinente: la teoría de la sociedad del riesgo no indaga de forma suficiente en las condiciones socio-económicas de producción de esos riesgos ni especifica otro tipo de riesgos no menos fundamentales contenidos en la estructura del capitalismo (véase op. cit., pp. 71-91 y 107-113), incluidos aquellos de carácter no accidental. Siguiendo con el argumento de Beck, el solapamiento relativo entre «sociedad de clases» y «sociedad del riesgo» significa que a la vez que se produce un «reparto desigual del riesgo a nivel social», dicho riesgo podría afectar virtualmente a cualquiera. La producción de riquezas, en la modernidad reflexiva, sería inseparable de la producción de riesgos, pero el riesgo podría volverse contra la primera como un boomerang. Ahora bien, ¿y si la sociedad de la catástrofe estuviera ligada ya no a «efectos secundarios» sino a objetivos primarios de producción de control de determinados sujetos colectivos? La liquidación conceptual del concepto de «clase», a mi entender, pasa factura a Beck negando una distribución no azarosa de los riesgos según la posición social de los grupos. Hace imposible la siguiente pregunta: ¿y si la catástrofe de la historia pudiera ser modulada de forma selectiva y parcial como campo propicio de intervención? Insistir en la ceguera de las elites, no resta un ápice de realidad a sus políticas de control mediante la producción (semi)controlada de catástrofes.

(4) He desarrollado esta cuestión en «Más allá del problema del paro: capitalismo y marginación sistémica», http://www.rebelion.org/noticia.php?id=146838.

(5) La coartada es evidente: todo aquello que no encaja con el actual orden mundial es rechazado: la denuncia contra decisiones sustraídas al control público se patologiza. Cualquier plan gubernamental o corporativo desconocido es planteado, ipso facto, como producto de una teoría conspirativa, pero más gravemente como una cuestión de enfermedad mental: la manía paranoica de leer conspiraciones en todas partes. La magia ideológica es altamente efectiva: por un golpe de gracia, los proyectos que escapan al dominio colectivo son declarados «inexistentes» y la opacidad creciente de nuestra realidad histórica conmutada en un presunto orden social transparente. ¿Deberíamos insistir en que aquello que descalifican como «conspiranoico» coincide a menudo con el despliegue de específicos «planes de negocios» integrados, respaldados por algunos estados, acorde a lo que Weber llamó «acción racional con arreglo a fines»? La «paranoia» sólo surge cuando se salta de estos agentes poderosos pero limitados a una suerte de gran Otro al que se le atribuye una omnipotencia esencial. Sin embargo, que el gran Otro no exista no tiene nada de tranquilizador. Lo verdaderamente inquietante es, precisamente, que tras estos planes no hay un Sujeto pleno de saber, una suerte de Genio Maligno omnisciente, sino una pluralidad de decisiones que crean efectos imprevisibles, virtualmente catastróficos.

(6) Rancière, Jacques (2006): Política, policía, democracia¸ trad. M. E. Tijoux, Lom, Santiago de Chile.

(7) Para una reflexión al respecto puede consultarse «La revuelta como porvenir» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=139162).

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