Hablar sobre los silencios puede parecer una contradicción de términos. Verbalizar lo que no se escucha y analizar lo no dicho puede parecer un exceso. Quizás esto se deba a que el silencio se piensa normalmente como ausencia. Vacío. Lugar en blanco de todo acto comunicativo. Suponemos, entonces, que nada podemos hacer con lo que no se nos dice y lo que no se nos cuenta. Sin embargo, en las migraciones hay demasiados silencios como para dejarlos pasar así, sin más.
Éste es el caso, entre otros, de las miles de mujeres que llegan a la frontera norte de México desde los lugares y países más variados. A pesar de esa heterogeneidad de experiencias y paisajes, existe un marco común a todas ellas: sus vidas y sus trayectorias están atravesadas por violencias múltiples, encadenadas unas a otras, en un continuo que hace difícil, para quien analiza, no atender las dimensiones en las que se presentan dentro del contexto de las actuales migraciones.
Cuando las mujeres llegan a la frontera con Estados Unidos, a pesar de esas experiencias violentas, se encuentran con un denso sistema de leyes y de control migratorio que busca detenerlas, expulsarlas y devolverlas a sus lugares de origen. Es entonces cuando muchas de ellas, con la ayuda de activistas y defensoras, comienzan a preparar sus casos para que sea en las cortes de Estados Unidos donde se decida si son, con sus historias y testimonios, merecedoras o no de la protección internacional que puede ofrecer el asilo y el refugio.
Los Estados, de esta manera, en cada decisión jurídica que toman frente a estas demandantes de asilo, refuerzan una y otra vez su poder soberano. Así, logran su único fin, que es reproducirse a sí mismos, como decía el filósofo francés Michel Foucault. En esta lógica, el asilo se debe merecer y es el soberano, es decir, el Estado, quien lo otorga. En ello, las mujeres deben tener un caso convincente y bien probado. Pero ellas no siempre quieren hablar.
Como lo han reportado muchos informes y testimonios de activistas, un sinnúmero de mujeres migrantes no quieren o no pueden nombrar las agresiones vividas: están inmersas en un entorno donde las violencias económicas se entremezclan con las criminales, ambientales, laborales y, principalmente, de género. No mencionan ciertos abusos, normalizan otros y permanecen en silencio cuando se les piden más detalles para completar su solicitud de protección internacional. Esto dificulta la obtención de papeles y de un estatus legal. Algunas abogadas defensoras me han dicho que las migrantes “tienen tan naturalizada la violencia que no dicen nada”. Otras activistas mencionan que “hablar de derechos con ellas es difícil porque primero hay que convencerlas que tienen derechos”.
Y es que su proyecto migratorio es más importante. Están dispuestas a autoexplotarse al límite y a aceptar temporalmente todo tipo de abusos en búsqueda de cambiar sus vidas —y las de sus hijxs— de una vez y para siempre. Hay una dimensión redentora y utópica en cada acto migratorio que emprenden.
Es en este punto donde los silencios cobran una importancia capital. Como he dicho, ellas no pueden verbalizar todo aquello que experimentaron. Por otra parte, las abogadas les piden datos e información para construir un relato creíble que debe ajustarse al discurso jurídico que la autoridad quiere escuchar. Y frente a ellas, están las cortes y los jueces que buscan por todos los medios demostrar que las demandantes de protección son, en realidad, “falsas refugiadas”. Ellos quieren insistir en que las mujeres están orientadas sólo por la búsqueda de una mejora económica. Sus violencias, cuando no son puestas en duda, se minimizan al punto de conformar un círculo vicioso que se repite en latitudes y fronteras del mundo. De este modo, el silencio de las mujeres se combina con el discurso acotado de la ley y la violencia institucional y legal de las autoridades. El escenario parece perfecto para expulsarlas.
La naturalización de la violencia por parte de las mujeres migrantes, que es propiciada y reforzada por los Estados, es una actuación permanente y sistemática que termina por hacer que la violencia gane terreno en nuestra cultura política. Que nos acostumbremos a ella y que, como consecuencia, se expanda y extienda en medio de la sociedad al punto de no ser cuestionada.
Los estudios demuestran que el 20 % de quienes se desplazan son mujeres. De ellas, el 60 o 70 % manifiesta haber experimentado algún tipo de violencia, a sabiendas de que muchas no denuncian ante el miedo a recibir represalias por parte de las mismas autoridades, a riesgo de ser revictimizadas y violentadas nuevamente.
Ahora bien, como académicxs sensibles a todo esto, nos podemos preguntar legítimamente cómo pensar en estos silencios. ¿Es posible imaginar una antropología de los silencios? ¿Cómo interpretar lo que no se ha expresado todavía? ¿Cómo concebir el silencio más allá del silencio mismo? ¿Cómo extraer pistas desde estos silencios para construir argumentos y aspirar a su teorización?
En mi comprensión, las migraciones, las violencias y los silencios constituyen una tríada difícil de resolver y siempre presente en nuestro trabajo colaborativo. Esto nos obliga a valorar la antropología como una ciencia de la escucha, de la observación y la interacción social con sentido.
Hace años Alain Badiou mencionó que los sin papeles (como se les llamó a lxs migrantes indocumentadxs en Europa) eran inaudibles para nosotros, hacen un ruido, pero no sabemos qué nos están diciendo. Para mí éste es un desafío mayor.
Esto supone partir por considerar que el silencio sólo se puede entender al interior del lenguaje. El silencio forma parte de las palabras y comunica con fuerza. El silencio son datos densos al interior de la descripción densa a la que aspiramos en etnografía. El silencio es, finalmente, una fuerte presencia comunicativa con valor de combate.
En lugar de verlo como nada, el silencio nos evoca tantas cosas. El silencio son las violencias estatales y económicas. El silencio es la precariedad y los abusos. El silencio nos transporta directamente a los abusos de autoridades, a las violencias de hombres y de criminales. Todos ellos y en conjunto.
Y el silencio, además, puede reflejar una estrategia de defensa y de seguridad de muchas mujeres que lo utilizan y, hasta cierto punto, demuestra que el silencio se politiza.
En las migraciones, muchas mujeres imaginan que todos los hombres, incluyendo los compañeros de ruta, son potenciales agresores. Esto hace parte de la economía política de los silencios. Pero a pesar de que todo esto domestica nuestra mirada y favorece la naturalización de las violencias, las mujeres no tienen una sola experiencia unificada de dominación. Muchas resisten y se agrupan. Establecen círculos de palabra y se ayudan a resanar. Muchas priorizan el autocuidado como una política femenina y feminista clave. Por eso quizás no todo está perdido, hay mucho qué retrabajar en esta sociedad herida.
fuente:
https://revistacomun.com/blog/el-silencio-de-las-migraciones/