Cronopiando Si fuera la primera proposición que Koldo es dominicano, y la segunda que Koldo es escritor, nada podría oponerse, aparentemente, a concluir el silogismo confirmando que Koldo es escritor dominicano, pero no es el caso. Los silogismos no siempre tienen la razón y este es un irrefutable ejemplo de lo equívoco que puede llegar […]
Si fuera la primera proposición que Koldo es dominicano, y la segunda que Koldo es escritor, nada podría oponerse, aparentemente, a concluir el silogismo confirmando que Koldo es escritor dominicano, pero no es el caso. Los silogismos no siempre tienen la razón y este es un irrefutable ejemplo de lo equívoco que puede llegar a ser el argumento.
Peor que ser numerario del club de los poetas muertos es ser cofrade de la hermandad de los escritores desaparecidos. A los primeros, al fin y al cabo, siempre les quedará la lápida en la que reconocerse y hasta flores una vez al año. A los escritores dominicanos desaparecidos no nos queda ni el amparo del nombre. Tampoco el clamor de ese taller literario al que nunca fuimos o el socorro de ese íntimo círculo de conjurados poetas para el intercambio de halagos, que nunca frecuentamos, o la pertenencia a un movimiento, a una generación, a una década, que nos identifique en el tiempo y en la historia. Menos aún el favor de las editoriales, de los bancos y de los gobiernos.
Nos queda, sí, el consuelo de la obra porque, a riesgo de que parezca un mal pretexto, estar muerto o desaparecido sigue siendo un eficaz remedio contra la biliosa mezquindad del medio y una imprescindible condición para hacer literatura.
Otros hay, menos afortunados, que para preservar gloria y apellidos, por ahí andan, todavía, rimando servicios con lisonjas y orquestando alardes y autobiografías. Son los habituales de todas las ferias, los que nunca faltan en las antologías, los delegados de todas las quermeses, los más y genuinos egos de puta del Parnaso de las letras criollas.