Si se trata de analizar el papel de Podemos en las recientes elecciones andaluzas conviene partir del sobrio realismo con el que, por ejemplo, un medio mainstream muy serio como Le Monde resume los resultados: «el partido de la izquierda radical obtiene el 15% de los sufragios: una escalada no desdeñable, pero lejos del tsunami […]
Si se trata de analizar el papel de Podemos en las recientes elecciones andaluzas conviene partir del sobrio realismo con el que, por ejemplo, un medio mainstream muy serio como Le Monde resume los resultados: «el partido de la izquierda radical obtiene el 15% de los sufragios: una escalada no desdeñable, pero lejos del tsunami político que algunos auguraban». Este es uno de esos casos en el que todo el mundo sabía lo que iba a pasar y en el que ese saber no sirve para neutralizar ningún efecto: porque todo el mundo sabía también que lo que no podía pasar iba a ser más determinante que lo que iba inevitablemente a pasar. Este bucle perfecto y fatal formaba parte, por supuesto, del acertadísimo cálculo de Susana Díaz cuando decidió anticipar los comicios. Podemos no podía ganar las elecciones andaluzas y tampoco -pese a las últimas y engañosas encuestas- acercarse al PP. En un reciente artículo, el siempre lúcido Manolo Monereo explicaba muy bien las razones, describiendo con gran elegancia lo que él llama el «régimen andaluz» del PSOE, una estructura de poder en la que lo subjetivo y lo objetivo se calzan -valvas cerradas de molusco- a través de un populismo hasta tal punto poderoso que Susana Díaz puede presentarse al mismo tiempo como gobierno y como oposición, como su propia continuidad y como su propio cambio, algo que muy pocos partidos -el PRI en México o el peronismo en Argentina- han logrado. Es desde este «régimen» interior, con sus votantes prevaricadores votando contra sus propios principios, desde donde el PSOE busca salvarse a sí mismo y salvar el «régimen» nacional del 78.
Pero si se sabía lo que iba a pasar, ¿por qué tanto la derecha como la izquierda hablan de «decepción» en relación con Podemos? Y sobre todo, ¿por qué esa «decepción» amenaza con introducir efectos más «reales» que los realmente buenos resultados obtenidos? Porque, por una paradoja inscrita en la propia consistencia sociológica del bipartidismo, Podemos sólo puede crecer de manera exponencial o «crematística», a contrapelo de la realidad, mediante un impulso directamente «subjetivo», en paralelo, si se quiere, a todas las expectativas. Podemos ha crecido así en el último año, acostumbrándonos a esperar lo inesperado, a confiar ciegamente en la sorpresa, mientras el régimen del 78 trabajaba para utilizar en su favor esta desmesura, consciente del fatalismo de la carrera podemita; es decir, consciente de que una victoria parcial o realista era ya una derrota, como para un banco o una empresa una menor ganancia es ya la ruina. Dentro y fuera de Podemos, con desánimo o con júbilo, se entiende que la «victoria parcial» en Andalucía, obtenida en las condiciones más adversas y en una campaña más marcada por la falta de tiempo que por la falta de talento, es un freno muy serio en las ambiciones transformadoras de la jovencísima y ya provecta fuerza política.
Podemos tenía que ser y no podía ser un tsunami en Andalucía. En el interior y en los aledaños de Podemos no se debería perder mucho tiempo en discutir sobre la responsabilidad de que no haya ocurrido lo que no podía ocurrir; es decir, sobre la responsabilidad de este excelente mal resultado. En la izquierda seguimos teniendo una fatal tendencia al monismo y, por lo tanto, a las oposiciones binarias. No me parece productivo gastar energías en averiguar -unos contra otros- si hubiesen cambiado los resultados con una candidatura y una campaña más o menos radical y «movimentista»; por muy importante que sea ese debate y cualquiera que haya podido ser la influencia de este factor en los electores, parece evidente que lo decisivo había ocurrido antes y fuera. Al populismo carnal del «régimen andaluz» se añadieron dos elementos erosivos vinculados a la raíz original de Podemos. Mientras que el «cansancio del bipartidismo» tiene un fundamento objetivo, o porque tiene un fundamente objetivo, la ruptura sólo puede apoyarse en una palanca desnuda -y apolíticamente- subjetiva. Nos puede parecer descorazonador que el no-caso Monedero y el no-caso Venezuela, a los que se respondió de manera lenta y torpe, haya hecho más daño a Podemos que el sí-caso de los ERE al PSOE; y nos puede parecer preocupante que Ciudadanos, un Podemos de derechas promovido desde el «régimen», venga a disputar a Podemos la «centralidad» del tablero. Pero entre las condiciones objetivas de las que Podemos partía se encontraba, como su peldaño mismo, la de su impulso y su vulnerabilidad subjetiva. Es muy fácil hacer mucho daño -o robarle espacio- a un proyecto que depende de manera muy directa del liderazgo mediático y del entusiasmo virginal de la gente. Sería inútil negar que Podemos ha sufrido un desgaste en estos dos terrenos, y el hecho de que este desgaste haya sido inducido -y hasta criminalmente inducido- por los medios de comunicación debería consolar muy poco. Este era otro dato con el que también se contaba desde el principio.
No creo que la discusión deba centrarse, pues, en si debemos ir más despacio o sólo se puede ganar de un salto o al asalto (si guerra de posiciones o de movimientos, por recordar la terminología gramsciana popularizada por Podemos). Si nos obligan a ir más despacio habrá que ir más despacio, aún a riesgo de convertirse en una nueva IU con unos pocos más votos y bastante menos discurso. Pero ni debemos desdeñar los peligros ni resignarnos a este destino. De las elecciones andaluzas Podemos sale debilitado en el frente mediático, con un Pablo Iglesias frágil y descentrado, y en su élan popular, deprimido por los ataques mediáticos y la paradójica «decepción» del buen resultado electoral. Como decía en un artículo anterior, se pueden hacer las cosas mal y salir bien y también al revés; la alianza entre el bipartidismo y los medios ha llevado ahora a Podemos a una situación en la que ni hacer las cosas bien garantiza el resultado. Pero nada está perdido. La propia velocidad de los cortísimos ciclos políticos y electorales, que redistribuye sin parar a todos los actores en una relación de fuerzas muy cambiante, así como la pugna intrarrégimen, abre posibilidades -quizás cada vez más estrechas, pero no nulas- de intervención. Si se trata de recuperar el paso mediático y la ilusión explosiva de la gente, es probable que el inevitable enfrentamiento PP-Ciudadanos y el desplazamiento de la atención mediática hacia nuestros candidatos autonómicos y municipales (en Madrid excelentes) conceda un respiro a Podemos. Pero si se trata de recuperar el paso mediático y la ilusión de la gente (evitando convertirse en un nuevo IU incapaz de transformaciones decisivas) Podemos debería aprovechar el nuevo ciclo electoral y el previsible respiro mediático para introducir más discurso, no menos, y más definido, no más ambiguo. No sólo la propia coherencia y el agotamiento mediático del tema de la «casta» y la corrupción (que empieza a volverse dolosamente contra los podemitas), también la irrupción de Ciudadanos, un Podemos de derechas que se asienta mimético en la «centralidad del tablero», obliga a Podemos a hacer propuestas concretas y claras, transversales y de fuerte contenido social, como única forma de reenganchar al mismo tiempo con el medio televisivo y con el «sentido común» de la gente.
En la España roída por la crisis y sacudida por Podemos no hay nada definitivo; vivimos en un país ciclotímico y cuánticamente inestable. Las elecciones andaluzas son sólo el umbral de una nueva incertidumbre y en los dos próximos meses la espina dorsal subjetiva del electorado, tan vulnerable para bien y para mal, puede cambiar muchas veces de contenido e inclinación. No se trata de si conviene ganar despacio o deprisa; se trata de que tanto despacio como deprisa podemos -y sólo podemos- ganarlo todo o perderlo todo. Para Podemos, con todas sus energías concentradas hasta ahora en el proceso de constitución interna (tan democrático que no se ha hecho otra cosa que preparar y votar primarias), es el momento de replantearse la estrategia comunicativa, de afinar y concretar los programas y de trabajar en la calle para espumar ese entusiasmo que sigue ahí, más acechante que dormido, dispuesto a verterse en cualquier molde real de cambio: real en el sentido de que pueda ganar, pero real asimismo porque pueda ganar de otra manera y en otra dirección. Votantes largamente resignados a prevaricar en favor del PSOE o del PP sólo votarán a una opción de cambio ganadora. Pero tiene que ser «de cambio». Si somos lo mismo, despacio o deprisa llegaremos al mismo sitio; y para eso la gente preferirá seguir prevaricando en favor del PSOE o votar a Ciudadanos, que ofrece al menos el pequeño cambio -respecto del PP- de no llamarse PP.
Las elecciones andaluzas no son el final de nada. Lo malo es que ha ocurrido exactamente lo que hace dos meses se consideraba bueno. Exactamente lo que quería el bipartidismo dominante: que la desmesura Podemos se fijara en un molde institucional realista. Lo bueno es justamente que Podemos, gracias a su excelente mal resultado, ya está dentro del tablero institucional; y que el bipartidismo -en contra de lo que el régimen andaluz puede hacer creer- es tan frágil como un barquillo. A partir de ahí, recordémoslo, el año del cambio no ha hecho más que comenzar.
Santaigo Alba Rico es filósofo y columnista.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2015/03/28/podemos-en-andalucia-el-sinsabor-de-lo-esperado/7020