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En torno a El siglo soviético, de Moshe Lewin

El sistema soviético, segunda aproximación (IV)

Fuentes: Rebelión

Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo «tal y como verdaderamente ha sido». Significa adueñarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de un peligro. De lo que se trata para el materialismo histórico es de atrapar una imagen del pasado tal y como ésta se le enfoca de repente al sujeto […]


Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo «tal y como verdaderamente ha sido». Significa adueñarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de un peligro. De lo que se trata para el materialismo histórico es de atrapar una imagen del pasado tal y como ésta se le enfoca de repente al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los receptores de la misma. Para ambos es uno y el mismo:el peligro de entregarse como instrumento de la clase dominante. En cada época es preciso hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo, que está siempre a punto de someterla. Pues el Mesías no viene sólo como Redentor, sino también como vencedor del Anticristo. Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer.

Walter Benjamin («Tesis sobre la filosofía de la historia», VI tesis, 1940)

 

Desde un profundo pozo de lecturas no muy numerosas y desde un mar anexo de dudas, no soy muy entusiasta de ninguna teoría filosófica general de la historia. Me apoyo en consideraciones, acaso mal interpretadas, del Marx tardío y de otros autores, de Manuel Sacristán (1925-1985) y Paco Fernández Buey (1943-1972) por ejemplo, dos de mis maestros. Más allá de afirmaciones muy generales que no suelen marcar perspectivas muy definidas (aunque, eso sí, abonen concretos e interesantes puntos de vista que iluminan determinados programas de estudio e investigación), lo esencial es el trabajo práctico, positivo, científico, conjetural en ocasiones, el esfuerzo de documentación y explicación de los historiadores… guiados ciertamente por algún o algunos puntos de vista.

Para rematar la situación tampoco capto bien del todo (es decir, no entiendo) algunas de las consideraciones-reflexiones de Walter Benjamin en sus tesis sobre la filosofía de la historia. Algunas de ellas las encuentro demasiado cargadas poética-metafóricamente, poco precisas -si se me permite la exageración- analíticamente hablando. Simple y llana incapacidad mía. Nada que pueda decirse documentadamente de la obra del gran filósofo antinazi.

Empero la sexta tesis, la que he usado para abrir esta nueva aproximación a la obra de Moshe Lewin, no es la única, me parece una extraordinaria muestra de lucidez filosófica, epistemológica y política. Del principio al fin y sin humo que distraiga. Articular históricamente lo pasado significa, puede significar, adueñarse de un recuerdo -sin que la aspiración gnoseológica, una especie de idea regulativa, a conocerlo «tal y como verdaderamente ha sido» sea despreciable-, tal como éste relumbra en «un instante de un peligro», diverso éste por su propia naturaleza temporal y por su propia entidad (los peligros, como casi todo, también se conjugan y dicen de muchas formas). Para el materialismo histórico, o como queramos llamarlo, para las disciplinas históricas e historiográficas que se inspiran, sin copiar y repetir como loros (un Marx sin ismos nos legó Francisco Fernández Buey), en la obra del padre de Tussy Marx y en la de otros y otras autores de la tradición (en Lenin, Rosa Luxemburgo o en Gramsci por ejemplo), se trata de atrapar una imagen del pasado -revisable, no fijada para siempre- «tal y como ésta se le enfoca de repente al sujeto histórico» en el instante del peligro.

El peligro, nos recuerda Benjamin con toda razón, amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los propios receptores, a las clases trabajadoras, a las clases subalternas -y a otros grupos sociales afines o colectivos caídos del poderoso caballo del dinero- de la misma tradición. Para ambos el peligro es uno y el mismo: entregarse, ser instrumento de la clase dominante, ser servidores, socialmente muy cómodos para las clases dominantes y hegemónicas. Convertirse en sus intelectuales orgánicos si llega la ocasión. Rafael Sánchez Ferlosio, Manuel Sánchez Mazas, Víctor Sánchez de Zavala y Manuel Sacristán (este último en una entrevista deslumbrante de Jordi Guiu y Antoni Munné, inédita hasta después de su fallecimiento, aunque también en sus aproximaciones a Joan Brossa: » Yo diría que la constante principal del trabajo de Brossa es la incorruptibilidad. Una incorruptibilidad popular, sin gestos grandilocuentes. La constante principal de la poesía de Brossa es la destrucción de falsedades. Pero es también característico de su poesía que la destrucción permita brotes de utopía, de felicidad» ) hablaron de este asunto esencial hace ya muchos años: no ser funcionales ni cómodos al poder hegemónico.

En cada época vuelvo a Benjamin, es preciso, es necesario, «hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo, que está siempre a punto de someterla». Conformismo es aceptación de lo dado como inexorable, realismo-pragmatismo muy mal entendido, incorporarse al sistema (no hay otra), transformismo sin límites y sin apenas principios. Se trata de un proceso, el apuntado por Benjamin (al que también Sacristán tradujo), sin fin, casi sin descanso, ininterrumpido, permanente. Lucha de clases en la teoría y en la práctica si queremos formularlo así y si el lenguaje usado no está muy gastado. Encender en el pasado la chispa de la esperanza, el esperancismo del que también nos habló Guillevic (y Eduardo Galeano: «Dejemos el pesimismo para tiempos mejores»), concluye el gran filósofo muerto en Port Bou -la estación de tren a la que solía llevarme mi padre ferroviario, sacando lo mejor de sí mismo, lleno de emoción, y sin saber lo ocurrido con Benjamin-, «es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer».

Benjamin escribía en 1940 y el enemigo, con retrocesos en algunos momentos, no ha dejado ciertamente de vencer. Los muertos, nuestros muertos, no están a salvo. Y menos cuando sus enemigos son lo que son: gentes con poca alma y menos escrúpulos, con mucho que ocultar y con mucho poder-dinero a su alcance. Algunos se atreven a condenarlos, incluso quieren prohibir su mención o arrojarles a la cuneta de la historia (el caso de Lukács en Hungría por ejemplo), para que en ellos habite un olvido definitivo, por ser, dicen y nos repiten, partidarios cegados y combatientes de totalitarismos asesinos, ellos (ellas también, nos solemos olvidar de estas últimas), que tuvieron siempre como lema, de vida y acción, la emancipación y la fraternidad de los pueblos y ciudadanos. El recuerdo de Miguel Hernández y Josefina Manresa se impone en estas fechas.

Moshe Lewin no está, desde luego que no, por esa línea de ignominia, traición y revisión. Es un historiador que está compenetrado con la tarea señalada por Benjamin.

Sólo hay una referencia al filósofo alemán en El siglo soviético, en la página 83 de la edición castellana de Crítica. Es esta: «Muchos fueron los visitantes que lo advirtieron y que observaron a finales de los años veinte hasta qué punto «el campo y la ciudad juegan al escondite», como dijo Walter Benjamin a propósito de la ciudades, incluida Moscú». Sin embargo, conjeturo sin mucho riesgo de error, que «el sentido y la referencia» de esta tesis VI benjaminiana sobre filosofía de la historia ha estado muy presente en la investigación y en la perspectiva del autor de El siglo soviético.

Volvamos a la obra. Seguimos en el apartado dedicado a caracterizar el sistema soviético.

Nos habíamos quedado en la idea leninista final: el problema al que se enfrentaban realmente, más allá de ensoñaciones y deseos, era conseguir que el funcionario público prerrevolucionario trabajara mejor. «N o había manera de impedir el continuismo con las prácticas y las tradiciones del pasado, sobre todo porque las decenas de miles de trabajadores y las tradiciones en las instituciones del Estado estaban sumamente arraigadas». Las nuevas autoridades no sabían cómo reformarlas. De hecho, «no les quedaba más alternativa que abrazar dichas instituciones, modificar algunos detalles y dejar que siguieran funcionando como hasta la fecha».

Ni que decir tiene que el cambio de perspectiva era brutal, un giro (anti) copernicano de 180 grados: de tomar el viejo Estado en sus manos, destruirlo y crear una nueva institución al alcance de cocineros, cocineras, campesinos y trabajadores no expertos a intentar -¡intentar!- conseguir que los funcionarios del régimen zarista lo hicieran un poco menor. Los cielos quedaban muy lejos por el momento; asaltarlos era imposible.

El sistema soviético acabó erigiendo un Estado burocrático relativamente «clásico», gobernado por una jerarquía piramidal, en opinión de Lewin. Más aún, señala, «después de superar la fase de fervor revolucionario, no había una necesidad real de distanciarse de los viejos modelos, excepto, tal vez, en el caso de las instituciones que no existían durante el zarismo». Para cada nueva agencia que había que crear «se nombraba una comisión especial que supervisaba su organización». Acabó siendo habitual, es decir, norma seguida, » pedir a un académico experto en la materia o a un burócrata experimentado que estudiara el funcionamiento de la institución homóloga en tiempos de la Rusia zarista». Cuando no había precedentes, se consultaban los modelos occidentales. No había otra, cuanto menos eso se creía, con todo lo que ello podía comportar de mimetismo cultural, laboral y productivo, y de introducción de ideas y cosmovisiones que se deseaba superar.

El recurso a los precedentes históricos es algo natural en todas partes, nos recuerda ML, pero en el caso soviético estaba especialmente arraigado. En la práctica, señala nuestro autor con toda rotundidad, «la Rusia de Stalin adoptó los principios ideológicos del Estado zarista casi de un modo oficial». Después de la muerte del dictador, el término es de ML, «se abandonó la práctica específicamente estalinista de exhibir viejos símbolos nacionalistas, el modelo burocrático soviético retuvo no pocos de los rasgos de su predecesor, incluso el envoltorio ideológico». Tal vez, en este caso, la afirmación sobre los principios ideológicos zaristas incorporados no debería generalizarse ni negar tampoco la existencia de otros principios también asumidos, acaso muy superficialmente en algunos casos.

La tradición, prosigue ML, aún reinante definía la esencia misma del sistema: «un absolutismo que representaba a la jerarquía burocrática en el que se basaba». Más aún: «incluso la supuestamente nueva postura del secretario general tenía en común mucho más de lo que parecía a primera vista con la imagen del «zar, señor de la tierra»». Aunque habían variado los símbolos y los escenarios de las manifestaciones de poder, estamos ante una de las tesis fuerte del autor, «las imponentes ceremonias organizadas por los regímenes zarista y soviético eran hijas de una misma cultura, en la que los iconos ocupan un lugar preeminente, y buscaban proyectar una imagen de invencibilidad, lo que en ocasiones no era sino un modo de ocultar, exorcizar o distraer la atención sobre la fragilidad interna».

Una cultura de poder, por lo demás, muy extendida. Pensando en imágenes usamericanas o europeas más o menos recientes es difícil ver una diferencia marcada y sustantiva en esta arista, Pero los sucesores del zar, así se expresa ML, «eran plenamente conscientes, especialmente en la etapa crepuscular del régimen, de que la crisis y el derrumbe del sistema también formaban parte del repertorio histórico» (volveremos sobre este punto en otras aproximaciones).

Comoquiera que, a partir de finales de los años veinte del siglo pasado «su prioridad fue la construcción de un Estado fuerte, se planteó entonces la cuestión de cómo etiquetarlo. Al final, se adoptó abiertamente la vieja palabra zarista derzhava, tan apreciada en los círculos conservadores inmovilistas y entre los miembros de los cuerpos de seguridad pública y del estamento militar». En tiempos de Lenin, recuerda ML, «derzhavnik era un término peyorativo para referirse a los partidarios de un chovinismo brutal y opresivo. El origen de derzhava, por su parte, está relacionado con otros dos términos que se empleaban para definir la esencia del poder zarista: samoderzhets, que aludía al líder absoluto (el autócrata) y samoderzhavie, la palabra que definía el régimen como «autocracia»».

A ML le parece evidente que la hoz y el martillo sustituyeron a la esfera dorada culminada por una cruz, el símbolo del poder imperial, «pero no eran nada más que las reliquias del pasado revolucionario para diversión de los círculos burocráticos». ¿Fueron eso tan sólo? ¿Reliquias del pasado heroico para diversión de los círculos del poder, de las nuevas capas hegemónicas? Dejémoslo en este punto.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.