El autor denuncia la falta de libertades, tanto laborales como sociales, que caracterizan en los últimos años la situación de las universidades.
Actualmente, la Universidad presenta unas pautas de funcionamiento que pueden considerarse como contradictorias con algunos de los principios democráticos más elementales. De hecho, iniciativas como la Plataforma contra el Acoso Laboral y por la Democracia en la Universidad de Sevilla o la Plataforma contra la Corrupción y el Acoso en la Universidad Pública, que en octubre de 2008 celebrará ya su tercer congreso, deben ser interpretadas como reacciones a algunas de las manifestaciones de este proceso. Los cada vez más numerosos casos de acoso laboral, abonados por una estructura de funcionamiento que confunde la autonomía de los departamentos universitarios con la impunidad para cometer casi cualquier arbitrariedad, se han convertido en un síntoma inequívoco del autoritarismo que rige una parte importante de la vida universitaria.
Es cierto que la Universidad ha arrastrado por mucho tiempo algunos de los tics autoritarios del régimen franquista. Es más, no debe olvidarse que su proceso de adaptación a la democracia fue incluso más tibio que el experimentado por otras instituciones del Estado. Pero han pasado ya casi 33 años desde la muerte del dictador y resultaría demasiado reduccionista continuar explicando la existencia de determinados problemas sólo por la pervivencia de los usos y costumbres de la dictadura.
Las sucesivas reformas no han hecho nada sustancial para impedir que este tipo de comportamientos se extiendan y sean integrados como aceptables. Es también en ese contexto en el que deben ser entendidos los episodios de persecución laboral, tan frecuentes en los procesos de selección de personal docente e investigador.
No alejados en su filosofía antidemocrática de los ejemplos anteriores, la puesta en práctica en varias universidades de los controles anónimos para comprobar la asistencia a las aulas del profesorado, suponen otra vuelta de tuerca más. Estos controles, que por su carácter anónimo, dejan a los docentes en una total indefensión ante posibles abusos, han sido incluso realizados por estudiantes voluntarios, convertidos así en vigilantes a los que, además, se premia con créditos por su trabajo policial.
Pero la merma de libertades afecta muy directamente a los estudiantes. En mayo el gerente de la Universidad de Alicante, bajo la excusa de una infracción imaginaria de la Ley de Protección de Datos por parte de de seis estudiantes de Sociología, paralizaba un trabajo de curso sobre la precariedad laboral del personal docente e investigador de dicha Universidad. Los estudiantes fueron instados a firmar un documento que les comprometía a no seguir con el estudio. Simultáneamente, los profesores de la asignatura recibían una carta en la que se les conminaba a delatar a los estudiantes.
Éstas y otras acciones instalan el miedo entre los estudiantes, recordando de paso que hay ciertos objetos de investigación que en la nueva universidad no proceden. Si situaciones como las descritas se dan ya ahora en diversas universidades españolas, ¿qué sucederá cuando la influencia del sector privado y, en especial, de las grandes empresas, sea determinante en el gobierno y financiación de las universidades públicas ? Seguramente estemos ante el adiós definitivo a lo que durante tantos años se llamó libertad de cátedra.
El sueño de una «comunidad bajo control total», la aspiración a gobernar unos campus convertidos en una suerte de barrios cerrados, parecen haberse hecho fuertes en las mentes de algunos responsables universitarios. La instalación de sistemas de video-vigilancia o el papel creciente otorgado a las empresas de seguridad privada en los campus, acompañan un proceso de disciplinarización completado con medidas como algunos de los sistemas de complementos salariales, que dejan en manos de los directores de Departamento un poder real para castigar arbitrariamente a los trabajadores que no sean de su gusto. Las nuevas directrices de funcionamiento se traducen con frecuencia en una maraña burocrática que encorseta, homogeneiza y restringe la actividad docente e investigadora. En realidad, no son sino una más de las manifestaciones del proceso de reforma, disfrazado convenientemente con un discurso aparentemente progresista. Enfrentados a esta moda modernizadora, excelentes docentes de la vieja facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM como Jesús Ibáñez o Luis Martín Santos, habrían resultado evaluados negativamente y, con toda seguridad, llamados a someterse al nuevo orden homogeneizador. Pero también es seguro que estos docentes no habrían abrazado con pasividad el nuevo panóptico universitario, no se habrían quedado cruzados de brazos esperando unos tiempos mejores que, con toda seguridad, no llegarán de la mano del silencio y la obediencia.
La implantación del EEES no mejorará la situación
Soplan vientos de reforma en la Universidad. El tiempo para la adaptación definitiva al Espacio Europeo de Enseñanza Superior (EEES) se acorta y cada vez se decanta con mayor claridad el nuevo modelo de Universidad. El proyecto europeo para la enseñanza universitaria, como la aprobación de la jornada laboral de 65 horas semanales o la reacción frente a los resultados del reciente referéndum en Irlanda, es un síntoma más de la deriva neoliberal que desde hace años gobierna la Unión Europea. Pero este proceso de reforma no implica ni mucho menos una ruptura con la evolución seguida por la Universidad, al menos en la última década. En realidad, el llamado Proceso de Bolonia, iniciado en 1999, ha venido a ordenar una serie de tendencias ya en marcha, proyectándolas a los 48 países que se han sumado hasta la fecha. Así, en muchas de nuestras universidades no resulta demasiado complicado identificar desde hace tiempo las consecuencias de esta orientación modernizadora. Y de entre ellas, la erosión democrática es una de las más preocupantes.
Fernando Díaz Orueta, Profesor de sociología de la Universidad de Alicante