El trabajo garantizado no es sólo una propuesta económica provista de una importante base científica, sino también un instrumento reconocido internacionalmente para combatir y erradicar el desempleo ocasionado por la crisis del capitalismo. Una vez analizado el marco institucional que haría posible su implantación en España, conviene abordar el fundamento constitucional que sustenta la adopción […]
El trabajo garantizado no es sólo una propuesta económica provista de una importante base científica, sino también un instrumento reconocido internacionalmente para combatir y erradicar el desempleo ocasionado por la crisis del capitalismo. Una vez analizado el marco institucional que haría posible su implantación en España, conviene abordar el fundamento constitucional que sustenta la adopción de esta política pública. Nuestra reflexión debe partir del artículo 35.1 de la Constitución Española (CE), cuyo tenor literal no deja lugar a dudas: todos los españoles tienen «derecho al trabajo». Nótese que el legislador evita deliberadamente el recurso a fórmulas ambiguas o indeterminadas, considerando el trabajo como un derecho de los ciudadanos que puede ser invocado ante los poderes públicos, con los matices que posteriormente comentaremos. Por decirlo claramente y sin ambages: al reconocer de modo expreso el «derecho al trabajo», nuestra Carta Magna trasciende el ámbito de lo meramente programático y define una obligación correlativa del Estado encaminada a la efectiva satisfacción del derecho, que no puede ser obviada por los poderes públicos.
Así se desprende, por lo demás, de la estratégica ubicación del precepto en la Sección segunda del Capítulo segundo, Título I, de la Constitución, que otorga un nivel de protección básico a los derechos allí contemplados. De acuerdo con el artículo 53.1 CE, estas facultades o prerrogativas vinculan a los poderes públicos y sus leyes de desarrollo deben respetar su contenido esencial, lo cual se garantiza a través del recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional. Por otra parte, el derecho al trabajo reconocido en el artículo 35.1 CE debe complementarse con la declaración contenida en el artículo 40.1 del mismo texto legal, que, de forma también inequívoca, impone a los poderes públicos la obligación de realizar «una política orientada al pleno empleo». Recordemos que, de acuerdo con el artículo 53.3 CE, este importante mandato informará «la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos», lo que permite afirmar su valor como criterio interpretativo tanto de la Constitución como del resto del ordenamiento jurídico.
Partiendo de esta base, el Tribunal Constitucional ha efectuado una cuidadosa labor de interpretación sobre el contenido y alcance del precepto comentado. En conexión con el artículo 40.1 CE, implica un mandato claro y terminante para los poderes públicos, que devienen obligados a crear y promover las condiciones necesarias para dotarlo de contenido. El Alto Tribunal lo ha expresado con singular acierto en su Sentencia de 8 de julio de 1981, donde señala que la dimensión colectiva del derecho al trabajo supone «un mandato a los poderes públicos para que lleven a cabo una política de pleno empleo, pues en otro caso el ejercicio del derecho al trabajo por una parte de la población lleva consigo la negación de ese mismo derecho para otra parte de la ciudadanía». O, por expresar la idea con otras palabras, el derecho al trabajo posee un amplio contenido normativo que exige una intervención estatal orientada hacia el pleno empleo, como medio que permite dotar de virtualidad jurídica al derecho consagrado en el artículo 35.1 CE, especialmente en el caso de todas aquellas personas que, pudiendo y queriendo trabajar, se ven imposibilitadas para obtener un empleo.
Pues bien, a la vista de estos datos, cabe razonablemente concluir que la política de trabajo garantizado encontraría amparo y justificación en los artículos 35.1 y 40.1 CE, puesto que contribuye a alcanzar el objetivo constitucionalmente atribuido a la política de empleo: proporcionar una oportunidad de trabajo a los trabajadores en paro. Es más, en su apoyo podría también argüirse el artículo 9.2 CE, que acoge una idea de enorme importancia para la cuestión que nos preocupa: corresponde a los poderes públicos «remover los obstáculos» a la auténtica y sustancial igualdad y promover la participación de todos en la vida productiva del país. Siendo el desempleo un impedimento grave para el libre desarrollo de la personalidad y un motivo muy frecuente de exclusión social, es posible convenir que la idea de garantizar un puesto de trabajo a las personas desempleadas que así lo deseen entronca directamente con la letra y el espíritu de la norma constitucional.
En nuestra opinión, esta posibilidad no contradice lo dispuesto en el artículo 38 CE, que proclama «la libertad de empresa, en el marco de una economía de mercado». Recordemos que la finalidad del trabajo garantizado no es sustituir el empleo proporcionado por el sector privado, sino complementarlo, ofreciendo un puesto de trabajo a todas aquellas personas que no han obtenido un empleo a pesar de que desean y se encuentran en disposición de trabajar. Por este motivo, el trabajo garantizado se limita a satisfacer aquellas necesidades económicas y sociales que el mercado no considera rentables y que, por tanto, no está interesado en proporcionar, como el cuidado del medio ambiente, la restauración de infraestructuras públicas o la mejora de los servicios sociales. La reserva de empleo público garantizado se reduce durante la fase de expansión económica y aumenta en los períodos de recesión, complementando la demanda de trabajo procedente del sector privado, pero sin llegar a perjudicarla.
En todo caso, conviene tener presente que el reconocimiento constitucional de la libertad de empresa resulta atemperado por el acusado sentido social que nuestra Constitución otorga a sus principios y derechos. Recordemos que los poderes públicos garantizan y protegen el ejercicio de la libre empresa, «de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación» (artículo 38 CE, in fine); y que «toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general» (artículo 128.1 CE). La misma expresión «Estado social y democrático de Derecho» (artículo 1.1 CE), que sirve de pórtico a la Ley Fundamental, es tributaria de las corrientes intervencionistas que desplazaron al liberalismo ortodoxo tras la II Guerra Mundial. En este contexto, el trabajo garantizado constituye un instrumento para combatir el desempleo y posibilitar la incorporación de todos a la vida productiva, enlazando con las previsiones constitucionales más directamente encaminadas a preservar y construir el Estado social, sin menoscabo de otros derechos que también gozan de protección constitucional, como es el caso de la libertad de empresa.
Cuestión distinta, pero en absoluto contrapuesta a la anterior, es que la consagración del Estado como empleador de última instancia convertiría el derecho al trabajo en un auténtico derecho subjetivo susceptible de encuadrarse entre las libertades públicas que nuestra Constitución sitúa en la cúspide del ordenamiento jurídico. La apertura de un proceso constituyente en España, que parece cada día más cercana, abriría la puerta a la ampliación del todavía limitado elenco de derechos sociales fundamentales, otorgando el máximo rango normativo a demandas democráticas como el derecho a la vivienda, el derecho a la salud y, por qué no, el derecho al trabajo, que sería inmediatamente exigible por su titular e indisponible para los poderes públicos. Este reconocimiento permitiría superar la tradicional distinción, más ideológica que jurídica, entre los derechos civiles y políticos, investidos de eficacia normativa general, y los siempre postergados derechos sociales, a los que se asigna un valor meramente programático. O dicho más claramente, permitiría abordar la elaboración de un nuevo contrato social que traiga a primer plano las expectativas e intereses de la mayoría de la sociedad, elevando los derechos sociales al mismo plano jerárquico que las demás libertades públicas.
Héctor Illueca Ballester. Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social
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