El Tribunal Constitucional, en una sentencia que no por esperada deja de sorprendernos, ha declarado, por seis votos contra cinco, la inconstitucionalidad del Decreto Ley del 14 marzo de 2020 por el que se declaró el estado de alarma en todo el territorio nacional ante una crisis sanitaria grave, de dimensiones desconocidas hasta ese momento, y que la Organización Mundial de la Salud ha elevado a la categoría de pandemia. No conozco el texto definitivo de la sentencia pero, por mucho que lo maticen, es difícil que encaje dentro de la razón jurídica que impone el respeto a la Constitución y a las leyes que la desarrollan.
Como es sabido, el artículo 108 de la Constitución, dentro del Título que regula las relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales, establece como principio general que el Gobierno responde solidariamente de su gestión política ante el Congreso de los Diputados. A su vez contempla, en su art. 116, la posibilidad de que concurran situaciones anómalas que puedan ser calificadas o encajadas dentro de los supuestos de los estados de alarma, de excepción y de sitio. Recuerda que una ley orgánica regulará también las competencias para acordarlos y las limitaciones correspondientes.
Según las referencias que se van conociendo, parece que la inconstitucionalidad afecta a la parte del Decreto-Ley que acordó el confinamiento domiciliario, no para hacer frente a una grave alteración del orden público, sino exclusivamente como medida aconsejada por la comunidad científica mundial, los organismos internacionales y los especialistas relacionados con las enfermedades contagiosas, para evitar, en lo posible, los contactos individuales o masificados que se consideran como la principal fuente de transmisión del virus de la covid-19.
Las leyes sanitarias (Ley General de Sanidad y la Ley Orgánica de medidas especiales en el caso de enfermedades contagiosas) establecen como medida científica eficaz el aislamiento de las personas para evitar la transmisión. La realidad a la que se enfrentaba el Gobierno de turno, prescindiendo de su ideología, en esos momentos, era dramática, con un número de contagios alarmante, ingresos en unidades de vigilancia intensiva y cientos de fallecimientos, sobre todo en residencias de mayores, por lo que cualquier medida, por muy drástica que pueda ser considerada, era aconsejada por las circunstancia y avalada por la Organización Mundial de la Salud y la Unión Europea.
En el Preámbulo del Decreto Ley de 14 de marzo de 2020 que declara el estado de alarma puede leerse: “La Organización Mundial de la Salud elevó el pasado 11 de marzo de 2020 la situación de emergencia de salud pública ocasionada por el COVID-19 a pandemia internacional. La rapidez en la evolución de los hechos, a escala nacional e internacional, requiere la adopción de medidas inmediatas y eficaces para hacer frente a esta coyuntura. Las circunstancias extraordinarias que concurren constituyen, sin duda, una crisis sanitaria sin precedentes y de enorme magnitud tanto por el muy elevado número de ciudadanos afectados como por el extraordinario riesgo para sus derechos”.
El confinamiento domiciliario fue una de las medidas que se acordaron en la mayor parte de los países de la Unión Europea y no conozco que ningún Tribunal Constitucional haya tumbado, sin ningún argumento sólido, una decisión basada en la lógica de las circunstancias. Me parece, además, que una sentencia, dictada a mucho más de un año de la publicación del Decreto Ley, solo va a servir para una petición política de responsabilidad e incluso me imagino que va a ser el fundamento de una próxima moción de censura, ya anunciada por el Grupo Parlamentario Vox, que había interpuesto el recurso de inconstitucionalidad con un propósito exclusivamente político y sin ningún deseo de contribuir a la mejora de la situación sanitaria.
O bien he perdido mi capacidad de realizar una lectura de los textos ajustada a los principios interpretativos que enseña el Derecho, o los jueces conservadores mayoritarios del Tribunal Constitucional andan profundamente desorientados, con un grave riesgo para el normal funcionamiento de las instituciones. Es cierto que para la suspensión de un derecho fundamental como el de la libre circulación, la Constitución dice que hay que declarar el estado de excepción, pero no es menos cierto que el estado de excepción solo puede declararse, según el texto de la Ley Reguladora, cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios públicos esenciales para la comunidad o cualquier otro aspecto del orden público, resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias fueran insuficientes para restablecerlo y mantenerlo. Por si quedaba alguna duda, la ley establece que esa grave alteración del orden público no procede de un virus, sino de actuaciones de personas que, al margen de la legalidad, provocan alteraciones de la normalidad pública con actuaciones que, en la mayor parte de los casos, pueden ser delictivas.
Por otro lado, la suspensión de derechos que acarrea, en cascada, la declaración del estado de excepción puede llevar a condiciones de absoluta imposibilidad de realizar actividades vitales para la supervivencia de las personas y para el orden económico. Si para corregir este aberrante efecto, se acuerda en pleno estado de excepción la posibilidad de adquirir alimentos, productos farmacéuticos y de primera necesidad, asistir a establecimientos sanitarios, efectuar prestaciones laborales o profesionales, la asistencia y cuidado de mayores o personas con discapacidad o cualquier otra actividad de análoga naturaleza, estaríamos ante una suspensión si no ante una limitación de derechos de la misma naturaleza que los que se contienen en el Decreto del Estado de alarma. Por lo tanto, en función de la eficacia de los fines que se persiguen no entendemos qué puede aportar el estado de excepción para la prevención, tratamiento o medidas para atajar un virus que en lo que yo conozco no es un sujeto o persona que altere gravemente con su conducta el orden público.
Como se dijo en su momento durante el estado de alarma y así lo han confirmado varios tribunales constitucionales de países de la Unión Europea, se pueden celebrar reuniones, manifestaciones y elecciones, cuestión que me parece absolutamente incompatible con la declaración de un estado de excepción. Por si los magistrados mayoritarios del Tribunal Constitucional tiene alguna duda, la despejarán con la lectura de la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, sobre regulación de las distintas modalidades de referéndum, que, en su artículo cuarto, dispone que no podrá celebrarse referéndum en ninguna de sus modalidades durante la vigencia de los estados de excepción y sitio en ninguno de los ámbitos territoriales en los que se realiza la consulta o en los noventa días posteriores a su levantamiento.
El Boletín Oficial del Estado de 8 de mayo de 2020, por el que se prorroga el estado de alarma, establece en su Disposición Adicional Séptima ante la previsión de elecciones autonómicas en Galicia y en el País Vasco: “La vigencia del estado de alarma no supondrá obstáculo alguno a la realización de las actuaciones electorales precisas para el desarrollo de elecciones convocadas a los parlamentos de Comunidades Autónomas”. Es evidente que esta realidad sería absolutamente imposible de conjugar con un estado de excepción.
Una vez más, los jueces, en este caso los del Tribunal Constitucional, han anulado, de manera injustificada e innecesaria, la labor legislativa refrendada por el Parlamento con una abrumadora mayoría favorable, en principio también la de Vox, y escasas abstenciones, olvidando que el Derecho no lo hacen los jueces. Su labor se limita a interpretarlo con arreglo a los principios generales del Derecho, que marcan la racionalidad que debe imperar en la función jurisdiccional de todos los jueces, también los del Constitucional. La resolución solo puede traer consecuencias perturbadoras. Los pesos y contrapesos que constituyen la esencia de la democracia y de la división de poderes se han desequilibrado de forma alarmante.
José Antonio Martín Pallín es abogado. Comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). Ha sido Fiscal y Magistrado del Tribunal Supremo.