No seré yo quien vaya a negar la evidencia. Que bastantes personas que se decían de izquierdas, e incluso revolucionarias, en la década de los sesenta o los setenta, se han hecho luego de derechas es un hecho. Se suele hablar de los casos más llamativos en el ámbito político, el de aquellas personas que […]
No seré yo quien vaya a negar la evidencia. Que bastantes personas que se decían de izquierdas, e incluso revolucionarias, en la década de los sesenta o los setenta, se han hecho luego de derechas es un hecho. Se suele hablar de los casos más llamativos en el ámbito político, el de aquellas personas que un día fueron la izquierda de la izquierda y hoy son la derecha de la derecha. Pero el proceso es más amplio y más profundo. Afecta también a intelectuales de lo que un día fue la izquierda moderada o «socialdemócrata», como solía decirse. Para hacerse una idea basta con comparar a este respecto lo que decía el entonces «compañero Miguel», en la Escuela de Verano del PSOE de 1976, con lo que suele decir Miguel Boyer en los últimos tiempos: de propugnar la nacionalización de la banca, las eléctricas y la siderurgia, a la FAES de Aznar.
El fenómeno no es nuevo. El transformismo de los intelectuales es algo tan antiguo y tan repetido que volver sobre el asunto resultaría tedioso si no fuera porque en ese paso hay implicadas algunas tragedias que a veces se olvidan. Sólo recordaré una: la conversión de Benito Mussolini, paladín del socialismo maximalista italiano y fundador luego del partido fascista. Tragedias aparte, la cosa es tan aburrida que los intelectuales europeos que se mantuvieron leales a la izquierda siempre escribieron sobre el transformismo de los otros con ironía o sarcasmo. Recuerdo tres casos, pero hay más. El de Gramsci, definiendo a Marinetti y a los futuristas italianos como niños que se han divertido coqueteando con los proletarios para acabar volviendo al redil de la propia clase cuando pintan bastos. El de Brecht, redactando el libro de los tuis para distinguir entre intelectuales e intelectualines en la crisis. Y el de Lukács, ironizando sobre la falta de columna vertebral de los intelectuales tránsfugas como una ventaja fisiológica que permite al susodicho agusanarse ante el Poder.
Así que, por ahí, nada nuevo bajo el sol. Vamos con las novedades. En España hay dos que subrayar. Una es la práctica consistente en agrandar el propio pasado revolucionario para luego, bajo la apariencia de estar haciendo razonable autocrítica, poner a caldo, por antiguos, a los colegas que sí fueron de izquierdas y siguen siéndolo. La operación suele dar buenos dividendos en la sociedad del espectáculo. Pues las personas jóvenes, que no tienen por qué saber lo de izquierdas que el agrandado fue en su juventud, reciben el mensaje y piensan: los intelectuales que resisten son dogmáticos. En suma, el viejo truco de la autocrítica que en el fondo es sólo retórica para criticar a la izquierda real, a la izquierda socialmente coherente.
La otra particularidad recurrente en la sociedad mediática de la España actual consiste en llamar intelectual a cualquier cosa. En esto, los medios de intoxicación de masas de la derecha política vienen jugando un papel preponderante. Primero desprestigian a los pocos intelectuales serios que hay y luego elevan a la categoría de intelectual al tránsfuga que en el pasado fue, a lo sumo, un politicastro o un escribidor de catecismos. Elevado el tal a los altares de la intelectualidad, lo colocan a continuación en la lista de los objetos consumibles. Y así se hincha la nómina de los supuestos intelectuales que fueron rojos y ahora son azules.
Una de las consecuencias perversas de estas dos cosas es que al final, y el final es ahora, el amable lector acaba creyéndose lo que dice el intelectual que dice que fue de izquierdas y lo que dicen los medios de la derecha del politicastro convertido en intelectual por arte de birlibirloque. La otra prensa, los otros medios que no se quieren de derechas, suelen hacer eco. Y así vamos perdiendo cualquier concepto serio de las palabras «intelectual» e «izquierda». Para no gastar papel lo diré drásticamente, en dos frases. Una: no he conocido a ningún intelectual de verdad, que fuera de izquierdas de verdad, y que al mismo tiempo dijera de sí mismo que era un «intelectual» y «de izquierdas». Les bastaba con ser «rojos» y con tener pensamiento propio. Por algo será. Dos: la nómina habitual de los intelectuales de izquierda que se pasan a la derecha en este país está hinchadísima, pues se tiende a llamar intelectuales a muchos que no lo son y se tiende a considerar de izquierdas a otros tantos que sólo lo fueron en su imaginación de ahora.
Paralelamente se recorta (a veces hasta el doloroso olvido) la lista de quienes, con los distingos de rigor, se han mantenido leales a los valores de la izquierda que defendieron en el pasado. La visión periodística de la historia, el presentismo y la tendencia a convertirlo todo en espectáculo, en titular o en publicidad tienen mucha culpa en esto. Y es ya evidente para cualquier lector habitual de periódicos y semanarios culturales que la culpa de la hinchazón de aquella nómina y del ninguneo de los otros no corresponde sólo a lo que se viene llamando «la caverna». También EL PAÍS, entre otros, tiene su parte de culpa.
Me pregunto, y pregunto a los que leen, si en vez de seguir hinchando el globo de los tuis y de los politicastros que se pasan a la derecha, no sería mejor hacer algo, ahora que estamos en lo de la memoria que se quiere histórica, para honrar a los intelectuales de izquierdas que se han mantenido leales. Sobre todo a aquellos que han seguido trabajando, escribiendo y actuando a favor de los de abajo sin mayor impacto mediático. Lo que queda de izquierda digna de ese nombre debe mucho a éstos, varones y mujeres. Son los intelectuales que han enlazado los ideales social-comunistas o libertarios de la izquierda de ayer con las luchas de hoy en favor de la democracia participativa, de la diversidad en la igualdad, de la economía social ecológicamente fundamentada, de los anhelos de los anónimos a los que un día llamamos pueblo. Honremos, pues, lo que éstos han hecho como intelectuales de verdad y el valor de su resistencia ético-política. Y dejemos ya de hinchar el globo del transformismo. A lo mejor así se invierte la tendencia.
Francisco Fernández Buey es catedrático de Filosofía de la Universidad Pompeu Fabra.