No deja de despertar preocupación que siga el asesinato de líder sociales en el país, sin que haya poder humano que lo detenga
Venancio siempre cuestionó el nombre con el que lo bautizaron. Se mantenía mortificado. Sus padres se defendían atribuyéndolo a una decisión del párroco municipal que, simplemente, consultó el santoral del día. Así escogió, de buenas a primeras.
“Fue con buenas intenciones”, le decía su padre. “Sí, pero gracias a esas buenas intenciones, todos en el colegio saben quién soy yo.”, se defendía él, cansado del matoneo. Cursaba el último año de secundaria y ya andaba preconizando ideas libertarias.
El día en que lo mataron, lo último que recordó fue su nombre. “Venancio”, gritaron a viva voz. Cuando él volvió a mirar, escuchó tres ruidos ensordecedores y sintió los impactos que le quemaban el cuerpo.
En esos brevísimos segundos lamentó la discusión absurda que sostuvo con sus progenitores por largo tiempo, por su nombre.
Luego se fue desplomando como en cámara lenta, la vista se le nubló y no pudo disfrutar del azul precioso de aquella mañana, como solía hacerlo cuando era adolescente.
Unos dicen que lo mataron por defender los derechos humanos, otros que por las cosas que escribía en el periódico del pueblo y, otros, por su participación activa en el estallido social.
“Siempre le dije que no se metiera en esas cosas”, se lamentaba la madre, que no se despegó por tres días del féretro de Venancio Caicedo. Repetía que no acabaron con su segundo hijo, sino que le partieron el corazón.
“Hubiera preferido que me asesinaran a mí”, repetía el padre que, desde entonces, no ha querido volver al cultivo. Todo perdió su sentido, ya nada le interesa. Cuentan en ese recóndito espacio que lo ven siempre, al caer la tarde, sentado en el alerón de su finca mirando en la distancia. No disfruta las degradaciones del amarillo con el que el sol pinta las nubes antes de esconderse tras las montañas. Él espera el regreso de su hijo. En memoria de los líderes sociales asesinados.
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