En una época en que la privatización se nos intenta colar hasta el aspecto más sagrado de nuestras vidas, ya no nos sorprende que el gobierno español apruebe un Proyecto de Ley de Costas con el objetivo último de privatizar lo poco que nos queda como pueblo, el litoral. La Ley 22/1988, una norma necesaria […]
En una época en que la privatización se nos intenta colar hasta el aspecto más sagrado de nuestras vidas, ya no nos sorprende que el gobierno español apruebe un Proyecto de Ley de Costas con el objetivo último de privatizar lo poco que nos queda como pueblo, el litoral.
La Ley 22/1988, una norma necesaria
Las últimas semanas, muchos han intentado analizar un documento -el presentado por el Gobierno en el Consejo de Ministros del pasado 13 de julio- que responde a las presiones de los propietarios y a la absoluta incapacidad de la administración en 24 años por aplicar una ley que se inspiraba en el derecho al goce del litoral, del mar, de los paisajes vírgenes, en definitiva, a la costa como bien público, concepto en peligro de extinción ahora mismo. Con alguna dificultad en su aplicación, la Ley de Costas de 1988 era clara, valiente y tenía una vocación decidida de intentar reconducir los abusos que durante los primeros años de democracia se habían hecho en pro del turismo de masas, de la construcción desaforada y del ocio destructivo. En este sentido, la norma intentaba poner un poco de cordura dado que en España la costa representa un 7% del territorio y la presión económica y social en un país que vive eminentemente del turismo amenazaban seriamente con destruir y privatizar el litoral en toda su longitud, hecho que empezaba a pedir medidas de contención. En este sentido, la norma no podía ser más explícita: la costa, todos los 7.880 kilómetros de litoral español, es un bien público. La motivación no podía ser más noble, por otra parte.
La incapacidad de aplicar la ley, no obstante, de manera efectiva y equitativa ha sido una de las causas que, históricamente, empezaron a debilitar la ley. El ciudadano estaba absolutamente a favor del espíritu de «proteger la costa de todos y asegurar su disfrute», pero no entendía, y es que no tiene explicación, como las excavadoras de Costas tiraban un pequeño chiringuito donde alguien guardaba un bote, y por otro lado consentían que un hotel entero dentro de dominio público viera como se le renovaba la concesión.
Es de todos conocido que los diferentes Gobiernos españoles han aplicado la norma de manera arbitraria respetando las grandes urbanizaciones y hoteles creando un agravio a los pequeños propietarios, más desfavorecidos. No solo eso sino que la enorme construcción de los últimos 30 años (140.000 metros cuadrados de construcción al día, según algunos cálculos), aunque las reglas que obligaban a retranquear las construcciones, respetando los pasos, y todo lo que estaba dentro de la zona de dominio público recibían presión constante de la Demarcación de Costas. Ahora bien, la lentitud y la indolencia con que se ha actuado han conducido a situaciones absurdas como por ejemplo 3.000 kilómetros de litoral sin hacer el deslinde el 2005 cuando la ley establecía que el plazo para delimitar el dominio público era el año 1993, 5 años después de su aprobación.
Todo esto fue generando un cierto desencanto, muy bien aprovechado por los propietarios y terratenientes, grandes y pequeños, que se han aglutinado en diferentes plataformas, frecuentemente manipuladores, que han reclamado una y otra vez su «derecho adquirido» a tener un trozo de costa con uso exclusivo. Estos dos factores han sido claves para que se haya impulsado la aprobación del anteproyecto que obvia el espíritu proteccionista de 1988.
La Ley de Costas, en contra de lo que se ha querido hacer ver por las partes interesadas permite el uso privativo de espacios del litoral, especialmente de aquellos existentes cuando entró en vigor. Sencillamente, la norma considera que debe establecerse un régimen de concesiones para que lo que hasta 1988 se había hecho sin ningún miramiento, se pueda regular, y al cabo de los años el uso privativo desaparezca y vuelva a los ciudadanos en general.
El espíritu de la Ley es que los negocios y actividades que se hacen en los primeros metros de la costa estén controlados y sometidos a un plazo. Y es que ocupar el litoral forma parte de la historia de la especie humana, porque en el mar se consigue el alimento, se encuentran oportunidades de recreo y, por tanto, de negocio. El legislador solo quería regular este uso y beneficio.
En muchos lugares del litoral Latinoamericano, como Costa Rica, diferentes comunidades se establecen en la costa. Con sus actividades, que son en sí mismas un impagable legado cultura, una puede comprobar como de respetuosa puede ser la relación entre el hombre y el litoral.
El temporal más grande llega ahora
En la norma que ahora muere se hizo famosa la frase del legislador para marcar donde quedaba la línea de protección a partir de la que se calculaban los 20 ó 100 metros de prohibición total de construcción (en función de la clasificación del suelo). Se decía que se tenía que tomar como referencia «donde había llegado el mar en el peor temporal conocido». Pues, paradójicamente, el peor temporal para la Ley de Costas estaba por llegar. En su nombre, el Partido Popular, estrecho por la crisis y la necesidad de vender nuevas salidas económicas, la encementada de la costa es un clásico del modelo económico español.
Si no le gusta la ley, no se preocupe, tengo otra
El sistema judicial ha actuado de garante, salvo algunas excepciones, salvaguardando el concepto de bien público que recogía la ley del 88 y que, a menudo, los gobiernos locales y autonómicos han ignorado deliberadamente. Los resultados casi siempre han dado la razón a los que defendían el interés general (normalmente los procedimientos se han seguido a instancias de ONGs ambientalistas o de particulares indignados por la ocupación de la costa. Nunca administraciones locales o autonómicas han denunciado judicialmente las tropelías en el litoral.
Son numerosas las sentencias que han demostrado que los principales delincuentes urbanísticos son las administraciones locales. El Ayuntamiento de Carboneras (Almería) ha protagonizado el caso más famoso, modificando su planeamiento para acoger el impactante hotel El Algarrobico . El Tribunal Supremos cerró este año la polémica, confirmando que la construcción no respeta los 100 metros de protección que marca la Ley de Costas, en todos esos suelos que no eran urbanos cuando entró en vigor la norma el 1988.
Lo mismo ha sucedido en Ses Covetes , Campos, Mallorca. El Ayuntamiento concedió una licencia imposible para hacer 67 apartamentos que fueron denunciados por los ecologistas del GOB. Más de 14 sentencias en diferentes procedimientos han dado la razón a los conservacionistas. Los terrenos no eran urbanos cuando entró en vigor la Ley de Costas y, por tanto, la franja de protección es de 100 metros (en caso de ser terrenos urbanos, la protección es solo de 20). Aun y así, los terroríficos 67 apartamentos semi construidos siguen todavía en pie al lado de la mítica playa de Es Trenc sin que la autoridad local, cómplice de los promotores durante más de una década, haya sido capaz de iniciar su derribo.
Aun y todo, el lobby neoliberal ha embestido con fuerza suficiente para conseguir el apoyo de la opinión pública mayoritaria e identificar Ley de Costas con invasión de la propiedad privada. En un país en que la consciencia colectiva ha quedado reducida a la nada a cambio de poder hacer cuatro duros, no es extraño que el Gobierno de Rajoy no haya tenido ningún problema para presentar el anteproyecto sin la más mínima contestación, más allá de los colectivos ecologistas.
¿Qué implica la nueva ley?
Además de un proceso de recentralización – el Delegado del Gobierno puede suspender los actos y acuerdos que adopten los Ayuntamientos y Diputaciones que afecten la integridad del dominio público -, el texto presentado por el Gobierno español recoge cambios importantes, sobretodo, en el régimen de concesiones, que pasan a ser de 35 años. Se alarga espectacularmente el derecho de los particulares a ocupar un trozo de costa en detrimento de su recuperación. El bien público pasa a segundo lugar y el derecho de los que han comprado un trozo de litoral, prevalece. Se alarga substancialmente el derecho de quedar allí: 30 años más de regalo y, por tanto, inseguridad jurídica. Por si fuera poco, en la zona de servidumbre de protección, los particulares podrán hacer obres siempre que no implique aumento de volumen, altura ni superficie.
¿Dónde está el espíritu proteccionista? ¿Cuáles son las medidas que se adoptan para proteger lo poco que queda y para enderezar prácticas abusivas? En ningún sitio, no existen. A la privatización de la costa se suma la arbitrariedad: se excluyen las dunas muertas de la zona de servidumbre de protección y, entre otras perlas, se amnistían diferentes ilegalidades urbanísticas. En definitiva, una vez más, arbitrariedad y subjetividad en forma de ley por parte de aquellos que dicen defender la seguridad jurídica como argumento para modificar la ley existente. Si no le gusta la ley que tenemos, no se preocupe, que la cambiamos. Lo que garantizaba más la seguridad jurídica era cumplir la ley que ya existía, pero no les gustaba. Por contra, se legisla a medida de los intereses particulares y, como argumentan las organizaciones ambientalistas , se renuncia a recuperar el litoral como bien público.
¿Y cómo pretende el Gobierno español revisar todos los deslindes hechos hasta el momento? ¿No es eso, precisamente, generar inseguridad jurídica? Y en una época de recortes inmorales, ¿cuánto le costará todo eso al ciudadano?
Esta reforma jurídica proviene de la presión de los propietarios de casas, negocios y ocupaciones de todo tipo del litoral español, e incorpora también el viejo axioma que desregular, activa la economía. En el caso que nos ocupa, el cemento en la costa, ya hemos visto donde nos ha llevado como modelo económico.
La masificación no solo no se controla, sino que se fomenta
No podemos olvidar que España es un país que vive de su costa, ya que el turismo es una de las principales industrias y, por tanto, legalizar y consentir barbaridades o alargarlas en el tiempo solo consolida la destrucción y provoca pérdida de atractivo.
Mercè Pinya es periodista y colaboradora de Alba Sud.
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