El uso de la memoria La corrupción raras veces comienza por el pueblo Montesquieu Vivimos en un país sin memoria condenado al silencio de las cunetas. Un país que ha pasado del miedo y el garrote vil al agitado universo del consumo y las grandes superficies -el último refugio de las intimidades compartidas- con la […]
Montesquieu
Vivimos en un país sin memoria condenado al silencio de las cunetas. Un país que ha pasado del miedo y el garrote vil al agitado universo del consumo y las grandes superficies -el último refugio de las intimidades compartidas- con la misma facilidad que las clases medias cambian de régimen. Gracias a la Transición y sus carencias nos encontramos, treinta años después, con una sociedad desarticulada, carente de proyecto político, que camina impulsada por sensaciones (la nueva forma de expresión del pensamiento), el narcisismo propio del neoliberalismo (con la reinvención de la subjetividad como valor ciudadano) y el desarrollo -hasta el extremo- de cualquier tendencia social detectada por los estudios de mercado (desde la retirada de las tropas de Iraq tras las manifestaciones espontáneas organizadas por los aparatos de comunicación afines al PSOE a las medidas contra el tabaco o la regulación legal del matrimonio homosexual). Un espacio público dominado por la mercadotecnia -el armazón ideológico de la modernidad- donde resulta imposible reconstruir cualquier estructura, por incipiente que sea, de relación social o laboral. La desertización, siendo nosotros los bárbaros, ha invadido el territorio. Muchos son los ejemplos que de esta dulce apatía, promovida por partidos políticos y sindicatos mayoritarios de servicios, se pueden encontrar. Sin embargo, como es sabido, resulta imprescindible mantener cierta tensión social -aunque sea falsa- para que el electorado, aburrido, no quiera cambiar de partido gobernante. Este es el papel que está jugando la «recuperación de la memoria histórica» en la estrategia actual del partido socialista.
Situado el PP en un lugar incómodo, ajeno a los intereses e inquietudes de sus votantes (de origen sociológico tardofranquista), el PSOE lleva tiempo a vueltas -desde una perspectiva ética- con el pasado reciente. En realidad, y por decirlo con exactitud, lleva una temporada simulando que revisa la historia con el fin de reconocer el sufrimiento de las víctimas del politicidio -quizá la expresión más correcta para definir la masacre de opositores, la lucha de clases, que supuso la guerra civil- con la intención de cohesionar una fracción de sus propios votantes, algo más escorados a la izquierda. Tras años de indiferencia -frente a las reivindicaciones de algunas organizaciones- y probado que la «memoria histórica» ha calado como objeto de consumo (basta ver el éxito de algunos libros relativos al asunto, la cantidad de información aparecida o las películas que analizan aspectos olvidados), los estrategas del gobierno decidieron proponer una ley que abordara esta cuestión. El hecho de legislar -con la única oposición del rancio PP- sobre esta controvertida materia, institucionalizar un punto de vista, ha significado cerrar para siempre la posibilidad real de que la reivindicación sobre la memoria pudiera suponer un salto cualitativo, político. Tras la breve polémica causada por esta ley, con protestas tanto por parte de la derecha como por una parte de la izquierda (una situación magnífica para el socialismo centrista que justifica así su equilibrio), la exagerada proliferación de colectivos y las subvenciones -una de las formas más convencionales de control social- se han adueñado de este incipiente movimiento popular. Nada que esté contemplado en los presupuestos puede ser peligroso. Mientras el PSOE avanza creando bolsas de votos, reductos de electores fieles ganados por razones diversas, las víctimas de 1936-1975, con su ley en el bolsillo, seguirán vagando por los desmontes. Si el partido socialista del 82 ignoró el asunto, pese a las reivindicaciones, apelando a la modernización, el actual -adaptado a las inflexibles reglas del mercado- ha entendido que potenciar una revisión descontextualizada facilita la afonía eterna. Los muertos, por ahora, no votan.