Esta vez sí; casi no sobra ni una coma. Pero no podemos reproducirlo. Los del global-imperial se ponen como una moto, nos dicen de todo y nos amenazan con castigos e incendiarios tribunales. Dejo hablar a Natalia Junquera [NJ], la autora de «Jack vuela sobre el campo de batalla» [1]. En el artículo en papel, […]
Esta vez sí; casi no sobra ni una coma. Pero no podemos reproducirlo. Los del global-imperial se ponen como una moto, nos dicen de todo y nos amenazan con castigos e incendiarios tribunales.
Dejo hablar a Natalia Junquera [NJ], la autora de «Jack vuela sobre el campo de batalla» [1]. En el artículo en papel, dos fotografías que no deberíamos dejar de ver. Los pies de foto: 1. «Los hijos de Jack Edwards esparcen sus cenizas en el escenario de la batalla donde luchó junto a los republicanos». El pie de la segunda: «La familia de Edwards y un grupo de ingleses e irlandeses, frente a la colina del suicidio». Dos tricolores republicanas en sus manos; otra, al lado de una placa de recuerdo. In memoriam et ad homorem.
Jack Edwards «no tenía familia ni amigos en España. Nunca había empuñado un arma. Tenía un trabajo (de mecánico), una novia (Ivy) y toda la vida por delante». Con 22 años lo arriesgó todo por luchar en una guerra que, en principio, no era la suya, «en un país en el que no había puesto un pie, España».
Con otros jóvenes como él, algunos casi niños comenta NJ, abandonó Liverpool para unirse a las Brigadas Internacionales, «voluntarios extranjeros que apoyaron a los republicanos en la Guerra Civil».
Habla Pete, su hijo de 72 años (le acompañan sus hermanos, Margaret y Colin, y una nieta del brigadista, Rachel, además de unos 40 ingleses e irlandeses que han venido a Madrid por los actos por el 77 aniversario de la batalla) «en un autobús al valle del Jarama para cumplir el último deseo» de su padre: «que sus cenizas fueran esparcidas en el campo de batalla.» «Mi padre siempre decía que lo más importante que había hecho en su vida había sido luchar en España contra el fascismo»
La primera parada, comenta NJ, «es un modesto monumento en el valle, una placa con la bandera republicana en la que se lee: A Kit Conway y otros 200 internacionales del Batallón Británico caídos por la libertad.» Prosigue NJ: «Danny Payne, coordinador del grupo, da algunas claves de la batalla «Este pequeño valle se convirtió en una trampa mortal (…) Aquella es la colina que bautizaron como colina del suicidio» (…) No podían usar las metralletas porque toda la munición era equivocada, de otros calibres»….
Pete, Margaret, Colin y Rachel escuchan atentos el relato. Después, se apartan ligeramente del grupo (habla de nuevo NJ): «extraen dos urnas, primero la de su madre, y luego la de su padre, y hacen volar las cenizas de Jack e Ivy por el valle del Jarama entre un emocionante silencio. Los Edwards extienden entonces una bandera republicana mientras Manus O’Riordan canta su versión de The Galtee mountain boy, una canción de la Guerra de independencia de Irlanda adaptada para homenajear a los brigadistas «que lucharon por la libertad».
Ivy, la compañera que Edwards había dejado en Liverpool para luchar en la Guerra Civil, «recolectó dinero desde Inglaterra para los republicanos españoles y empezó a estudiar enfermería. Pete Edwards comenta: «El plan era reunirse con mi padre en la guerra y ayudar como enfermera, pero no le dio tiempo. Franco ganó antes». Jack, su padre, falleció en 2011, a los 97 años. Su madre murió antes, no pudo ver cómo en 2009 le dieron el pasaporte («¡la ley de memoria histórica concedió la nacionalidad a los brigadistas sin que tuvieran que renunciar a la suya!», 70 años después).
Pete de nuevo: «¡Mi padre estaba tan orgulloso de aquel pasaporte!. Fue una pena que mi madre se lo perdiera. Ella quería estar con él, y mi padre estar aquí, por eso les hemos traído. Estoy muy contento de haber venido. Ahora por fin puedo imaginarme a mi padre aquí. Había leído en libros sobre la colina del suicidio pero ahora la he pisado, sé como es, conozco el lugar donde luchó mi padre. Estoy muy orgulloso de él».
Su hermano Colin, comenta NJ, «que lleva una camiseta en la que se lee ¡No pasarán!, mira alrededor, emocionado. Imaginándose a su padre en aquellas colinas, mal armado, mal preparado, pero decidido a arriesgarlo todo para defender un país que no correspondió a su gesto hasta que en 2009 le entregó un pasaporte». Es Margaret quien habla ahora: «El corazón de mi padre siempre ha estado aquí, en España. Aquí, en el valle del Jarama fue herido de bala, en un pie. Lo evacuaron al hospital, pero no quiso volver a casa aún».
Edwards tuvo suerte. Sobrevivió. «Pero vio morir a su lado a su mejor amigo y a otros muchos compatriotas. El primer día de combate del batallón británico, el 12 de febrero de 1937, de cerca de 600 quedaron menos de 200 vivos. El segundo día se unieron a ellos jóvenes españoles. La mayoría, calzados con alpargatas». Como si fueran ratas. «Se enfrentaban a un ejército profesional, para el que la guerra era un oficio, mejor armado y superior en número, y lo hacían con solo una taza de café bailándoles en el estómago».
Tras abandonar el hospital, Edwards perdió el rastro de los brigadistas. No cesó. Se enroló en una unidad republicana en Valencia. Fue el último brigadista británico (no prisionero) en abandonar España, recuerda NJ. En marzo de 1939. Pete comenta de nuevo: «Cruzó a pie, solo, los Pirineos. Vivía de lo que iba encontrando y de lo que la gente le daba. Los españoles tenían muy poco, pero lo compartían. Muchos le daban sangre frita de oveja. ¡Decía que le encantaba!. En París fue a la embajada británica, pero no le recibieron precisamente con los brazos abiertos… Para él, aquello [formar parte de la RAF británica en la II Guerra mundial] fue la continuación de la Guerra Civil. España era el primer escenario de esa gran guerra contra el fascismo».
Pete confiesa que su padre, como tantos otros brigadistas, estaba decepcionado con la España neofranquista. «Le entristecía lo poco que se había hecho por las víctimas [del franquismo], por buscar a los desaparecidos, y el hecho de que no se enseñara en las escuelas. Supongo que aquí todo es más difícil porque la guerra dividió a las familias y no es fácil olvidar. Todavía se ve mucha oposición y muchos monumentos a los falangistas. Pero ya es hora de que esto se hable y se solucione».
Por la colina del suicidio suben 77 años después, señala NJ, «cuarenta irlandeses e ingleses, algunos de más de 70 años, haciendo un descomunal esfuerzo solo para ponerse en la piel de los que más admiran, sus compatriotas brigadistas». «Vienen todos los años. Son sus héroes y no quieren renunciar a ellos. En España, lo más parecido a ese sentimiento lo encarnarían los poetas, como Miguel Hernández», explica Óscar Rodríguez (Asociación de Amigos de los Brigadas Internacionales AABI). Severiano Montero, también de la AABI, explica cómo sucedió todo. «Quedó tanta metralla en este lugar que durante 10 años alimentó a un montón de familias, que la vendían».
Bajo las colinas, comenta Natalia Junquera, yacen aún los restos de decenas de hombres que habían decidido obedecer la orden del mando: «Resistid a toda costa»». A toda costa. Incluso a costa de sus vidas.
¿Todo es uno y lo mismo? ¿El internacionalismo fue un cuento? ¿Los revolucionarios internacionalistas fueron unos simples, engañados e irresponsables aventureros? ¿El fascismo y el comunismo son dos formas de totalitarismo sin apenas diferencias? ¡Venga ya! (¡Recordemos «1936» de Luis Cernuda).
Este mismo martes, parece increíble pero es cierto, el global publica otro artículo que también merece nuestra atención. En el fondo también el internacionalismo es el tema o una de las temáticas. «La Europa mohosa» es el título [2]; Jordi Soler su autor.
Hace exactamente 75 años, febrero de 1939, recuerda JS, «había 100.000 ciudadanos españoles prisioneros en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer». Estaban encerrados en un enorme cuadrángulo «demarcado por una alambrada, que ocupaba una hectárea de arena en la playa». Aquellas 100.000 personas, escribe JS (él usa el término «desgraciados»), «eran personas como usted y como yo, con un oficio, una casa y una familia que los esperaba en España». Para tener la perspectiva completa de aquel episodio, «habría que sumar, a los prisioneros del campo de Argelès-sur-Mer, el resto de españoles que estaban encerrados en otros campos de concentración como Bram, Gurs o Saint Cyprien». Constituían un total de 550.000 personas (la tercera parte de la población de Barcelona). Aquella multitud, como es sabido, «había cruzado la frontera huyendo de la represión del Ejército franquista que, además de haber ganado la guerra, buscaba erradicar de España cualquier brote republicano o rojo, judío o masón, es decir, a cualquier persona que no se ajustara a los estrechos lineamientos del nacionalcatolicismo».
Los 100.000 prisioneros del campo llegaron a la playa francesa en un mes febrero especialmente frío, «en el que la temperatura por la noche descendía, de acuerdo con el registro meteorológico de la época, hasta -10 grados centígrados. En el campo no había ninguna infraestructura, no había nada, ni barracas, ni letrinas, ni un rincón en el cual refugiarse». Los prisioneros tenían que dormir «por turnos, a la intemperie, en un agujero cavado con las manos en la arena, mientras uno de sus compañeros hacía guardia para despertarlos cada 10 minutos, y así evitar que alguno se quedara dormido mucho tiempo y muriera congelado.»
Tampoco había leña para hacer fogatas. «Algunos, para paliar el frío atroz, hacían hogueras con sus pertenencias, quemaban sus botas, sus gorras, sus cinturones, sus macutos». En estas condiciones «aquellos paisanos nuestros pasaron semanas, meses y algunos hasta años, encerrados en ese gran corral a la intemperie que estaba custodiado por spahis, soldados marroquíes del Ejército colonial francés, que llevaban una vistosa capa roja, montaban unos caballos bajitos de Argelia y tenían la orden de disparar contra cualquier español que tratara de brincarse la alambrada.»
Las opciones para conseguir la libertad no eran muchas. «Podía irse el que encontrara una familia francesa que pudiera hacerse cargo de él, quien se inscribiera en el Ejército francés para pelear en la II Guerra Mundial que ya empezaba, o el que estuviera dispuesto a regresar a España y asumir la penalización que le esperaba». La tercera no era una opción real. «El resto se quedaba ahí, a sobrevivir como podía, a sortear las enfermedades que se expandían por el campo, neumonía, disentería, tifoidea, tuberculosis, tiña, sarna, lepra, todo complicado con las úlceras que producía en la piel el contacto ininterrumpido durante meses con la arena».
Setenta y cinco años después, porque este episodio ha sido extirpado de la historia oficial, hay todavía muy poca información de lo que pasó en aquel campo de concentración, comenta JS. «Lo que hay son testimonios de la gente que estuvo ahí y que se ha animado a contarlo. Pongo aquí un testimonio que tengo a mano, una imagen sumamente ilustrativa que escribió mi abuelo, que estuvo prisionero ahí: después de un temporal, con grandes olas, que inundó toda la superficie del campo, la playa amaneció llena de cadáveres. Sobre esa arena, de esa playa que hoy es un importante lugar de veraneo para las familias francesas, murieron cientos, probablemente miles, de españoles de frío, de hambre, de enfermedades desatendidas». Cuando empezó la II Guerra Mundial, a los republicanos españoles que seguían ahí prisioneros «se sumaron vagabundos, gitanos y judíos en tránsito hacia los campos nazis de exterminio».
A 75 años de distancia cuesta concebir el trato que dio el Gobierno de la República francesa a los exiliados españoles. «Aquellos campos de concentración constituyen una página oscura de la historia de Francia que ha sido… extirpada de la historia oficial; de la misma manera que en España ha sido extirpada la infame represión franquista». Qué hacían Europa y las democracias occidentales, pregunta JS, «mientras aquellos cientos de miles de españoles agonizaban, despojados de su nacionalidad, en los campos de concentración». Miraban, con gran cinismo, para otra parte. ¿Todos? No, todos. «Todos excepto México, que no sólo denunció lo que estaba sucediendo, sino que implementó un operativo diplomático para socorrer a los republicanos y, en muchos casos, ayudarlos a salir de Francia y ofrecerles una nueva vida en aquel país».
El episodio de los campos de concentración, prosigue JS, «ha sido extirpado de la historia oficial». No el fermento social que lo originó, el que hizo que «los españoles fueran maltratados de esa forma, ese fermento que el escritor Philippe Sollers ha identificado como «la Francia mohosa», ese grupo numeroso de gente muy conservadora, de derecha católica, aparentemente apacible pero en guardia permanente, que es percibida como gente normal, de orden y de familia, pero que odia, y todo el tiempo lo hace saber, a los extranjeros, a los musulmanes, a los judíos y a los chinos, a los artistas y a los homosexuales, y a todo lo que no sea fiel reflejo de ellos mismos».
No deberíamos perder de vista en estos momentos, sostiene JS, «lo que pasó en Argelès-sur-Mer, porque el fenómeno de la Francia mohosa está extendido por todo el continente formando una Europa mohosa, que repele a todo el que no ha nacido dentro del espacio Schengen». Desde luego, sostiene Soler, «que aquí tenemos también nuestra España mohosa, y tanto moho es la evidencia de que, de aquello que pasó hace apenas 75 años, no hemos aprendido nada, que aquel capítulo negro en la historia de Europa, en el que las víctimas fueron nuestros padres y nuestros abuelos, no ha dejado ninguna huella ni ha provocado ninguna reflexión».
Europa, el continente de los derechos humanos, como en aquellos tiempos, «da un trato inhumano a los inmigrantes, ahí están esas imágenes escalofriantes, hace unos meses, de los cadáveres en la playa de Lampedusa, o hace unos días aquí mismo, en la valla de Ceuta». Parece, prosigue el autor, «que en el trato al inmigrante opera una siniestra simetría: tratamos al inmigrante con la misma crueldad con la que nos trataron a nosotros, en febrero de 1939. Los cadáveres moviéndose con el vaivén de las olas en la playa de Lampedusa son el eco nefasto de aquellos cadáveres que estaban, no hace mucho, sobre la playa de Argelès-sur-Mer.»
Que un país como España trate con tanta crueldad a los inmigrantes es, realmente, «casi un sarcasmo». España se debe a sus emigrantes, a los ciudadanos que se fueron de aquí y que diseminaron sus lenguas y sus culturas en América. Gracias a ellos, las lenguas y las culturas españolas «tienen una importancia capital en el mundo».
En el siglo XXI, comenta finalmente JS, el hijo de un prisionero del campo de concentración de Argelès que, por un giro glorioso del destino, «se convirtió en alcalde de la ciudad, puso un discreto monumento, una suerte de lápida en homenaje a los 100.000 españoles que estuvieron ahí en 1939». Al final de la inscripción de este monumento dice de los republicanos: «Su desgracia (que no fue propiamente una desgracia): haber luchado para defender la Democracia y la República contra el fascismo en España de 1936 a 1939. Hombre libre, acuérdate».
Ahí está la clave, en opinión de Jordi Soler, en la palabra «acuérdate». «Tendríamos que tener ese campo de concentración permanentemente en la memoria, como referente, tenerlo siempre a la vista como a la estrella polar.»
Sea así y no olvidemos el internacionalismo de la República mexicana ni de su ciudadanía.
Eduard Rodríguez Farré, nuestro gran científico franco-barcelonés, nació en 1940 en Argelès. Su padre, Eduardo Rodríguez, un médico republicano madrileño que también tuvo que exiliarse, fue uno de los responsables médicos del campo. Murió años después, en Barcelona. El franquismo no tuvo piedad con él. La madre de Eduard, en aquel entonces una joven enfermera barcelonesa, vive aún. En la ciudad de Lluís Companys, de Teresa Pàmies, de López Raimundo, de Giulia Adinolfi, de Salvat Papasseit, de Josep Bel y de tantos y tantos republicanos antifascistas internacionalistas.
Notas:
[1] http://politica.elpais.com/politica/2014/02/24/actualidad/1393264511_393757.html
[2] http://elpais.com/elpais/2014/02/19/opinion/1392813673_303657.html