Las elecciones presidenciales en EE.UU. siempre han despertado el interés mundial. Un nuevo gobierno, en esa poderosa nación, no solo ejecuta políticas internas, sino que lleva adelante una serie de políticas externas que, si bien tienen lineamientos geoestratégicos globales, también se diferencian de acuerdo con la región del mundo a las que se dirigen.
Con respecto a Nuestra América Latina, los EE.UU. permanentemente han mantenido una posición continentalista, cuyo antiguo fundamento se halla en la proclama atribuida al presidente James Monroe (1817-1825): “América para los americanos”, que en su época estuvo destinada a frenar los intentos de recolonización europea sobre las nacientes repúblicas hispanoamericanas independizadas. En adelante, el uso del “americanismo” se sujetó a las variantes estrategias de los EEUU para garantizar su seguridad interna, para potenciar su economía y, desde el siglo XX, para sostener su hegemonía internacional.
El carácter intervencionista de ese americanismo fue tempranamente denunciado en el Primer Congreso Internacional Americano que se realizó en México, en agosto de 1896, a iniciativa del caudillo liberal-radical ecuatoriano Eloy Alfaro. Boicoteado por los EEUU, al Congreso solo asistieron ocho delegados; pero allí se aprobó una contundente Declaración que, además de precisar una serie de acontecimientos históricos que demostraban el intervencionismo estadounidense en Latinoamérica y de señalar el uso que para ello se había hecho de la “doctrina Monroe”, pedía sujetar a ésta bajo un verdadero derecho público continentalmente acordado. Lastimosamente las conclusiones de aquel Congreso nunca se concretaron, y en el siglo XX continuaron las intervenciones norteamericanas directas o indirectas sobre los diversos países de América Latina, un tema recurrente en la amplia historiografía latinoamericana, que puede seguirse, desde distintos ángulos, en un reciente libro colectivo, titulado: Anatomía de un imperio: Estados Unidos y América Latina (2019).
Existe una herencia histórica norteamericana que mezcla americanismo e intervención. Al destaparse la guerra fría, la gran potencia incorporó un nuevo elemento: la lucha contra el “comunismo” en el continente, una política que se aceleró a raíz de la Revolución Cubana (1959). Para que sea efectiva, y al amparo del TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, 1947), los EEUU privilegiaron el apoyo, entrenamiento, capacitación e “ideologización” de las fuerzas armadas y policías de los países latinoamericanos en la lucha contra el “comunismo”. Bajo ese “espíritu”, de supuesta defensa de la democracia, las libertades y la propiedad privada, en la década de los sesenta se difundió la perniciosa doctrina militarista de la seguridad nacional. De acuerdo con ella, hay “enemigos internos” que justifican la “guerra interna”, para neutralizarlos e incluso aniquilarlos (siempre resultan ser exclusivamente los marxistas, las izquierdas, los sindicatos, las organizaciones sociales, los sectores populares, los intelectuales críticos, los ambientalistas y agrupaciones por derechos civiles). La terrorífica aplicación de semejante “doctrina” ha quedado históricamente expresada en las dictaduras del Cono Sur latinoamericano de las décadas de 1960 y 1970 (en Chile, la dictadura de Augusto Pinochet se extendió entre 1973 y 1990), que no tuvieron límites en la violación de los derechos humanos, a pesar de las políticas a favor de esos derechos impulsada por el presidente Jimmy Carter (1977-1981).
El derrumbe del socialismo de tipo soviético no frenó el espíritu de la guerra fría en América Latina, aunque los conceptos tuvieron que ser revisados. El bloqueo norteamericano contra Cuba persistió. Las políticas de los gobiernos “progresistas” no solo despertaron sospecha y desconfianza. Un bloqueo parecido al que sufre Cuba se ha venido aplicando a Venezuela. En la mira está Nicaragua. Los regímenes en Ecuador y Bolivia, con Rafael Correa (2007-2017) y Evo Morales (2006-2019) eran celosamente observados. Hay una extensa bibliografía sobre estos temas. No hay duda que los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador en México (2018-hoy), tanto como el de Alberto Fernández en Argentina (2019-hoy), rompieron con el predominio de los gobiernos conservadores en la región, que han sido los mejores aliados de los intereses norteamericanos. Reviste particular inquietud el triunfo de Luis Arce Catacora y el retorno del MAS en Bolivia; pero también inquieta el camino de Chile, otrora el ejemplo máximo del neoliberalismo, que desde los EEUU lo impulsó radicalmente Ronald Reagan (1981-1989).
De modo que la pregunta que suele hacerse sobre las repercusiones que tienen las elecciones presidenciales de los EEUU, merece ser respondida sobre las bases históricas anotadas.
Las posiciones de Donald Trump son conocidas: no solo revivió el “monroísmo” tradicional junto al amenazante intervencionismo, sino que agudizó las estrategias continentalistas, incluso para fortalecer la cortina económica contra Rusia y particularmente contra China; reforzó el bloqueo a Cuba, desmontando lo que avanzó Barack Obama (2009-2017); no disminuyó las amenazas sobre Venezuela, e igualmente contra Nicaragua; en Centroamérica contó con varios gobiernos “aliados” y la preocupación esencial fue detener la migración “ilegal”, incluso amenazando con la construcción de un muro fronterizo con México, que, por cierto, empezó a construirse tiempo atrás. En Sudamérica, Brasil y Colombia pasaron a tener prioridad estratégica (fronteras con Venezuela); y pudo contar con los gobiernos “amigos” de Ecuador y Perú, sin descartar Uruguay, donde se interrumpió el camino del progresismo.
Joe Biden, por su parte, tiene algunos antecedentes inmediatos frente a Latinoamérica: alentó las sanciones económicas para frenar la inmigración descontrolada, tanto como el flujo de drogas; apoyó el programa de paz en Colombia; en su campaña condenó la “dictadura” de Nicolás Maduro en Venezuela (Juan Guaidó era un personaje de Trump). De otra parte, tuvo la ventaja de pertenecer al Partido Demócrata, en el cual, sin embargo, fue el precandidato Bernie Sanders quien destacó por sus avanzados conceptos sociales, de los cuales Biden se apartó prudentemente. Contó con Kamala Harris como la primera mujer en la historia candidata a la vicepresidencia, lo cual le dio otra indudable ventaja política (Biden ganó el voto femenino). Pero también hizo varios pronunciamientos: utilizar un trato más cordial con América Latina, para sembrar buenas relaciones; otorgar ayuda económica a Centroamérica; flexibilizar las acciones contra Cuba (probablemente sin retornar al nivel que llegó Obama) e incluso afrontar el calentamiento global, cuestionando la deforestación en Brasil, lo que provocó una airada reacción del presidente Jair Bolsonaro.
El triunfo de Biden fue recibido con alivio en el mundo, por lo que había significado Trump. El titular de la nota central del The New York Times (7 de noviembre) es de enorme significado: “Biden gana la presidencia y pone fin a cuatro años turbulentos de Trump”; y la nota agrega: “La victoria de Biden equivalió al repudio de millones de votantes exhaustos con la conducta divisoria y el gobierno caótico de Trump y la hizo posible una alianza improbable de mujeres, personas de color, votantes jóvenes y mayores y una tajada de republicanos marginados. Trump es el primer titular en perder la reelección en más de un cuarto de siglo.” (https://nyti.ms/3ezouMz).
Sin embargo, más allá de esa acertada visión, lo que es preciso analizar en América Latina no es solo la política exterior que llevarán los EEUU frente a la región con un nuevo gobierno, sino comprender qué tipo de gobiernos tiene o elige Latinoamérica, para fijar posiciones y comportamientos ante los EEUU. Como la historia de la región lo ha demostrado, el americanismo de tinte imperialista -que tarde o temprano podría aparecer con mayor o menor fuerza-, se instala fácilmente con gobernantes que ceden, en forma subordinada, a los intereses de los EEUU; pero se complica con aquellos que anteponen la visión nacional y los intereses latinoamericanos. En Ecuador, al poder económico y político le daba lo mismo que gane Trump o que gane Biden (desde luego, preferían al primero), porque a la elite empresarial y conservadora, que ha logrado la hegemonía de sus intereses en el Estado, le basta conseguir un tratado de libre comercio y hacer buenos negocios con los EEUU. Por eso, lo que le inquieta es lo que suceda al interior del país en las elecciones de febrero de 2021, ante la posibilidad de que triunfe una candidatura con apoyo popular, que recupere el rumbo de la economía social, liquide el neoliberalismo, restaure las capacidades del Estado y su institucionalidad, imponga los intereses nacionales sobre los intereses privados y restituya los principios constitucionales, así como los de la soberanía y el latinoamericanismo.
En América Latina, las experiencias de la vía progresista en México y Argentina, así como las revoluciones democráticas en Bolivia y Chile, han comenzado a definir una época en la que retoma fuerzas la tendencia del ascenso de los sectores de nueva izquierda, progresistas y demócratas, precisamente por la vía de la democracia representativa. Esto ha provocado que las derechas económicas y políticas pasen ahora a renegar de la democracia, cuestionen las elecciones, criminalicen a los movimientos sociales y hagan todo lo posible por impedir el triunfo de quienes ofrecen los proyectos de cambio. En Bolivia, aún antes de la toma presidencial, ya se produjo un atentado contra la vida de Luis Arce. Y resultó paradójico que, en los EEUU, Trump haya acudido a fórmulas típicas de esas derechas latinoamericanas antidemocráticas, para vociferar contra el “fraude electoral” supuestamente ejecutado a favor de Biden, a quien el expresidente acusó de “comunista” y de estar al servicio de China, al mismo tiempo que advirtió que los EEUU corrían el riesgo de ser como Cuba o Venezuela.
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