Una cantante británica, Victoria Adams, casada con un futbolista, declaró no hace mucho que detestaba España donde todo olía a ajo. Dicha señora, que no se caracteriza por su inteligencia, también manifestó que nunca ha leído un libro. Una cosa va con la otra. Algunos indiscretos periodistas han afirmado que la Reina de Inglaterra tiene […]
Una cantante británica, Victoria Adams, casada con un futbolista, declaró no hace mucho que detestaba España donde todo olía a ajo. Dicha señora, que no se caracteriza por su inteligencia, también manifestó que nunca ha leído un libro. Una cosa va con la otra. Algunos indiscretos periodistas han afirmado que la Reina de Inglaterra tiene prohibido el ajo en su cocina
Dichoso país España, donde todo -según la cantante–, huele a ajo. Porque el ajo es la esencia de la buena cocina, de las sazones suntuosas, de los platos suculentos, de los pucheros apetitosos. Sin el ajo no hay delicia culinaria y es sabido por todos que los ingleses poseen uno de los repertorios gastronómicos más raquíticos e insípidos del orbe.
Sólo en tiempos modernos el ajo ha sido vuelto a utilizar como ingrediente culinario porque en la Edad Media era tenido como un producto medicinal, óptimo para combatir infecciones. Ahora se ha descubierto que la causa de esa propiedad es que contiene un antibiótico natural. Se le utilizaba adicionalmente como un elemento mágico para repeler a los vampiros, según cuentan las leyendas de Drácula. El ajo es además un excelente expectorante y antiespasmódico.
En la época de la Gracia clásica el pueblo ingería la mayor parte de sus alimentos secos y salados, o acidulados, que era la mejor manera de preservarlos contra la corrupción. Solamente los ricos y poderosos podían costearse ciertas hierbas y especias que venían del Oriente. Marco Polo anotó, en el siglo XIII, que los chinos comían sus carnes tras haberlas sumido, durante días, en un zumo de ajos.
En tiempos de Isabel I se formó la East India Company para el comercio con el Oriente y una tonelada de pimienta, comprada en Sumatra, al precio de seis peniques por libra, podía dejar a su feliz propietario, al ser vendida en Londres, una ganancia de más de treinta y cinco mi libras esterlinas dejándolo opulento para el resto de su vida.
Aristófanes relataba en sus obras que los atletas comían ajo para sostener sus esfuerzos en las arduas competencias olímpicas y Virgilio refrendaba esto afirmando que el ajo era óptimo para vigorizar a los agricultores. Para Hipócrates el ajo contenía propiedades laxantes y diuréticas.
El ajo posee un efluvio intenso, que emana de la piel de aquellos que lo ingieren excesivamente. Por ello algunas damas refinadas rehusaban su consumo. De ello nos dio cuenta Bernardino de Saint Pierre al decir que las señoritas delicadas no lo consumían pese a que sus vapores eran excelentes para el «mal de nervios» y las neurastenias que las consumían.
Escoffier, uno de los grandes cocineros del siglo XIX, servidor de emperadores y potentados, afirmó que desde que el ser humano se alimentaba con raíces y pedazos de carne cruda de animales, que recién había sacrificado a golpes de hacha de piedra, hasta la época presente, la historia de la gastronomía ha marchado paralela a la acumulación civilizadora. El ajo ha sido un fiel acompañante de la historia.
Ortega y Gasset decía que el arte nació cuando alguien unió dos elementos extraños entre sí para lograr una combinación feliz. Es decir, el salvaje que se puso una flor en la cabeza para adornarse creo una nueva figuración con su fantasía. De igual manera André Malraux afirmaba que un crucifijo romano nunca fue, de entrada, una escultura sino un símbolo religioso. Luego se convirtió, gracias a la imaginación de los artistas, en un objeto de arte. Recuerdo a Alejo Carpentier afirmando, en una conversación, que la inteligencia era la capacidad de enlazar elementos dispares, de establecer los nexos comunes y la relación orgánica que podía existir entre lo aparentemente disímil.
De igual manera la gastronomía es el resultado de muchos años de experimentación, de añadidos, de importaciones y mezclas afortunadas. Todo rechazo, toda exclusión, empobrece. ¿Qué sería de las catedrales góticas sin sus lápidas, vírgenes congeladas en expresivo mármol, mártires yacentes, sagrarios, sillerías talladas, ábsides como encaje de piedra? Es decir ¿que sería sin sus suplementos ornamentales? De igual manera podemos preguntarnos ¿qué sería del gusto sin el ajo?
El ajo fue un importante elemento enriquecedor del paladar humano. Censurarlo es un acto de incultura, una infracción iconoclasta de una rusticidad censurable. Alabemos el ajo y consagraremos, con ello, el perfeccionamiento de nuestras percepciones. La cultura se realiza con añadidos, tributos, composiciones, amalgamas y anexiones. Toda suma aumenta el patrimonio civilizador, toda sustracción lo desangra.