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Emigración y comunicación social

Fuentes: Rebelión

I. La historia de la humanidad es una sucesión ininterrumpida de movimientos migratorios, unos violentos y otros pacíficos. Como se sabe, los estados nacionales actuales son el resultado de numerosas inmigraciones, del incesante intercambio y mutuo enriquecimiento de poblaciones diversas. En este aspecto, el estado español no ha sido ninguna excepción. Desde los pobladores de […]

I.

La historia de la humanidad es una sucesión ininterrumpida de movimientos migratorios, unos violentos y otros pacíficos. Como se sabe, los estados nacionales actuales son el resultado de numerosas inmigraciones, del incesante intercambio y mutuo enriquecimiento de poblaciones diversas.

En este aspecto, el estado español no ha sido ninguna excepción. Desde los pobladores de Atapuerca hasta los últimos inmigrantes de Europa Oriental, Asia o Africa, se han asentado en la Península Ibérica toda una serie de pueblos que han marcado su historia y su cultura. Iberos, fenicios, griegos, romanos, germanos, árabes, beréberes, etc., contribuyeron a construir lo que hoy se denomina España.

Como es sabido, la riqueza de la cultura española se debe a la mezcla de judíos, moros y cristianos. Y la tan cacareada bonanza de nuestra economía se debe en gran parte al trabajo barato de los inmigrantes de estos últimos años, algo que apenas tienen en cuenta la mayoría de los economistas y políticos.

Hasta hace un par de decenios, España ha sido un país de emigración. Desde los segundones e hidalgos pobres que se embarcaron en las carabelas del XVI para hacer las Américas hasta los 5 millones de trabajadores que entre la década de 1960 y 1980 contribuyeron a levantar las economías de Alemania, Francia, Suiza, etc., pasando por los canarios que desarrollaron la industria tabacalera de Cuba, los pobres españoles no han dejado de buscarse una vida mejor allende los mares y las fronteras.

Desde siempre, la máxima del emigrante ha sido: me muevo, más por lo mal que me va aquí que por lo bien que me pueda ir allá.

La emigración no es un acto voluntario. El emigrante se ve obligado a abandonar su tierra y su hogar por alguna razón política, económica o de cualquier índole.

La tesis optimista de que la revolución informática inaugura una nueva época de liberación de los vínculos geográficos resulta tan dudosa como la afirmación de que el ser humano puede vivir en cualquier parte. La proclamada sociedad de la información sólo ha llegado a una minoría de países ricos y, dentro de ellos, a la minoría de ciudadanos que disponen del dinero y los conocimientos que les permiten el aprovechamiento de esas tecnologías.

Si se mira con cierto detenimiento, la emigración por razones económicas, religiosas o políticas ha conducido siempre al empobrecimiento del país de origen. Basta considerar las consecuencias que para la sociedad española tuvo la emigración de los 30.000 intelectuales y científicos que tuvieron que huir tras nuestra guerra civil.

Asimismo, la fuga de personas y la fuga de capitales suelen ir de la mano. Véanse los ejemplos de los países de América Latina, o de algunos africanos como el Zaire del asesino Mobutu Sese Seko o el de la Rusia postsoviética.

Por regla general no son los vagos y timoratos quienes emigran y se arriesgan a buscar un nuevo hogar. En la tradición cultural judeocristiana, y en la Biblia, el libro de los libros, se cuenta cómo Abraham, el abuelo de judíos, cristianos y musulmanes, emigra al rico Egipto para eludir el elevado coste de la vida en su patria natal. Este anciano de 75 años vive allí como extranjero y tiene dificultades con el faraón a causa de su mujer. La vuelta a Canaá y el asentamiento final en Hebrón vincula las promesas de fertilidad y abundancia con el cambio de lugar.

Después de esto no es de extrañar que la Biblia insista una y otra vez en respetar al forastero, en no oprimirlo ni ejercer violencia sobre él, sino en invitarlo a la mesa al séptimo día. El libro de los libros habla expresamente del forastero, del extranjero, y no del necesitado ni del correligionario.

II

Cuando una persona emigra pierde el conjunto de relaciones con el medio físico y espiritual que constituyen su tierra y su hogar.

Como se sabe, todo ser vivo es producto del proceso de intercambio, de acción y experiencia, entre él y su medio ambiente, entre su organismo y lo que le circunda. De ahí que la esencia de la vida la constituya esa acción recíproca entre medio ambiente y ser humano. Como ser vivo, el hom­bre íntegro interactúa con su medio ambiente humano, la sociedad. Las culturas y sus elementos componentes son, por consiguiente, estrictamente comparables a las adaptaciones al medio.

Ahora bien, el medio humano, la sociedad, ofrece una gran diversidad de estímulos y de posibilidades de acción se­gún la cultura en que se desarrolle el ser humano. Es posible incluso que a lo largo de la vida de algunas personas se suce­dan varios medios, vinculaciones sociales diferentes, que dan lugar a una renovación de la experiencia. La sociedad evo­luciona tan rápidamente que muchos individuos se ven obli­gados a lo largo de sus vidas a desarrollar una capacidad creciente de adaptación, de acción y experiencia.

El desarrollo de la acción y la experiencia se explica en términos del medio. De ahí que para comprender al ser humano e influir racionalmente sobre él haya que actuar sobre su medio. El medio que determina la acción humana está consti­tuido por la compleja red de relaciones de unos hombres con otros. El ser humano se distingue de los demás animales por el hecho de que toda su experiencia está organizada continua­mente en pensamiento, en experiencia comunicable. Y vice­versa, todo ser humano adquiere la mayor parte de su experien­cia en forma de palabra, esto es, organizada por otros hom­bres. El resto, aunque se recoja mediante los órganos de los sentidos y la actividad muscular, también es experiencia de un entorno organizado, salvo raras excepciones, por la acti­vidad social humana. Puede decirse que el medio de cada ser humsano está estructurado por otros seres humanos. Durante años, el niño sólo conoce la realidad a través de la interpretación que le ofrecen los adultos. En suma, el medio humano ha sido siempre modelado por los hombres para dirigirlo me­diante experiencia comunicable, mediante pensamiento. Di­cho en otros términos, el medio humano es la realidad es­tructurada en conocimiento comunicable e integrable en el conocimiento de otros hombres; o, si se quiere, la sociedad humana estructurada por la palabra.

Ahora bien, esa experiencia esencialmente comunicable, esa experiencia social, sólo puede surgir de una intensa coo­peración. Si en un principio es siempre la acción, puede afirmarse que la cooperación para fines comunes es lo que dio origen al ser humano.

La decisión humana de cada acción necesita contar con el asentimiento y la cooperación de otros hombres. De este modo, la acción y experiencia comunicable entre hombres estructura la realidad en torno elevándola a medio humano. El medio humano se distingue del medio animal en que el primero forma a la persona en la solidaridad y el segundo forma al animal en la lucha por la existencia. Las manifes­taciones de egoísmo e insolidaridad no hacen sino revelar la primigenia naturaleza animal del hombre. Pero es indudable que lo que conviene al progreso humano es resolver los conflictos en colaboración. El egoísmo bien entendido es la solidaridad.

El entorno más inmediato del hombre es el hogar. Como las cosas se entienden mejor por su génesis, conviene dete­nerse un momento en el origen y significación del concepto de hogar.

El término castellano hogar procede del latín fo­caris, esto es, lugar donde se hace la lumbre para calentarse y cocinar. Por extensión, y en sentido figurado, significa también vivienda, casa domicilio, residencia de una familia. En inglés y en alemán se utilizan dos palabras, Hearth – home y Herd – Heim, y sólo en poesía se habla de «Heim und Herd».

El término hogar remite, pues, a las ideas de refugio, abrigo, a la comida como acto social, en suma a la organiza­ción de la vida cotidiana. El hogar es el punto de contacto más directo del cuerpo con el medio natural y social. Señala asimismo una relación íntima con las cosas, una relación que crea en el ser humano la sensación placentera de seguridad. De otro modo no se entendería el apego que sienten los seres humanos por hogares realmente incómodos y miserables.

Puede decirse en pocas palabras que el hogar es, entre otros cosas:

1) el lugar del contacto elemental humano, donde se ha­cen y adquieren las experiencias primarias;

2) una forma de cocinar y de comer;

3) una forma de percibir, vivir y expresar la realidad;

4) un modo de actuación y adaptación al medio;

5) una manera de relacionarse y comunicarse;

6) el núcleo de la socialización;

7) una forma de la personalidad, esto es, del ser social.

Es evidente que todas estas formas de hogar varían mu­cho según el medio en que se desenvuelva la vida humana. El trato material con las cosas produce una vivencia determina­da de la realidad, reflejada en las distintas maneras de expre­sarla. La producción material no sólo condiciona la situación económica del hombre sino que también determina el nivel y las formas de su espiritualidad.

III

En la multiplicidad de relaciones con su terruño se pueden dar tres tipos: el patriotismo, el nacionalismo y el chuavinismo. El patriotismo es la vinculación consciente con la tierra, su lengua, sus traiciones espirituales, etc. El nacionalismo suele surgir cuando un pueblo ve amenazada su existencia, es oprimido o fragmentado, Se trata de una manifestación enfermiza, pero natural. El chauvinismo en cambio, es antinatural, una degradación del patriotismo y del nacionalismo, edificada sobre el odio y el desprecio a otros pueblos.

El internacionalismo no se contradice con la vinculación a la tierra donde uno ha nacido y se ha criado. Pensar y sentir internacional no significa ser antinacional, sino buscar relaciones inter (entre) naciones. Nadie tiene que abandonar su «yo» para, consciente de su dignidad humana, reconocerse en el «nosotros» de una comunidad mayor.

Las representaciones y juicios colectivos son difíciles de superar porque suelen nacer de una realidad compleja, de una necesidad efectiva. Entre la amenaza a la identidad nacional no sólo se cuentan las guerras y conquistas, la opresión directa, sino también las crisis internas, las repercusiones políticas, económicas, espirituales y, sobre todo, la influencia de los medios de comunicación de masas. Ahora bien, como se sabe, estos medios ni son de las masas ni éstas se comunican a través de ellos. Se trata, más bien, de la producción masiva e interesada de unos pocos para los muchos. Y, como tal, se trata de una comunicación simplificada, estereotipada.

Las vivencias personales hechas en el extranjero suelen llevar también a nocivas conclusiones globales, estereotipos, al encono, a un mayor extrañamiento y, por ende, a prejuicios nacionalistas. Algunos son tan contagiosos y dañinos como la peste.Tasl es el caso de las ideas de la superioridad de unos pueblos o culturas sobre otros, o la discriminación por el color de la piel o el credo religioso.

Los valores están ordenados verticalmente, de arriba abajo. En cada cultura, todos se derivan de un valor supremo, Dios, por ejemplo, hasta el más bajo o antivalor, el demonio, pongamos por caso. En cuanto convenciones sociales son arbitrarios. La realidad de la coexistencia humana, en cambio, es la horizontalidad. Los pueblos y las culturas viven unos al lado de otros. Los medios de comunicación de masas, sin embargo, hablan de pueblos y culturas superiores e inferiores, de civilizados y bárbaros, de sabios e ignorantes, de buenos (arriba) y malos (abajo), y así sucesivamente. Como si los unos caminasen sobre la chepa de otros.

Difunden la idea de que el color de la piel, el origen étnico o el credo son los criterios más importantes, si no los únicos, para la valoración moral de los otros. Como se consideran condición fundamental de los derechos civiles y humanos, también creen que deben regir para el derecho a la existencia.

IV

La xenofobia es fácil de generar. El respeto y consideración por el extranjero, en cambio, requiere la hospitalidad que Kant entendía como condición para la paz. No caer por debajo del nivel humanitario es un trabajo de Sísifo . Ese esfuerzo es lo que se denomina cultura .

La marginación económica implica también la marginación social, esto es, la existencia marginal de personas y grupos humanos. La marginalidad social es el resultado de la desigualdad social.

Cuando el encuentro es desigual, como es el caso de los inmigrantes, cuando el uno actúa con la intención de explotar al otro, el encuentro se traduce en su contrario, en choque, en enfrentamiento, o sea, afrentar, humillar, agraviar. Cuando el que se considera superior no entiende el comportamiento del inferior, deduce quen su actitud s debe a la vileza y ruindad de su carácter.

De ahí que, como cultura dominante, el eurocentrismo haya menospreciado has otras culturas y destruido experiencias humanas ajenas. Así, por ejemplo, en relación con América y con África partir del siglo XVI, o con la conquista actual del Medio Oriente por el imperialismo «occidental» y por el sionismo israelí en Palestina, la violencia material y simbólica de los invasores y conquistadores se tradujo en la destrucción del imaginario autóctono, de sus mitologías, sus culturas, sus templos, sus formas de organización social, etc. Y todo ello para el más efectivo dominio y la más efectiva explotación de sus riquezas naturales. En esto, los conquistadores europeos, como los yanquis ahora en Irak, se comportaron como los que se suele entender por barbarie: destrucción de libros y monumentos a fin de erradicar el recuerdo, la memoria histórica, y rescribir la historia a a su manera. En el caso de Bagdad, para mayor sarcasmo, se ha llevado a cabo la destrucción de la cuna de la civilización.

Los conquistadores necesitan justificar, tanto para sí mismos como para su ordenamiento sociopolítico, la explotación y servidumbre de los conquistados o más pobre. La argumentación discurre siempre en torno a la superioridad de los dominadores y la inferioridad de los dominados. Como se sabe, la tesis de la superioridad de un grupo étnico sobre otro s apoya en la mitología. Aristóteles, por no mencionar a los espartanos, decía ya en su Metafísica que el mito es para convencer al vulgo y para fines legislativos y utilitarios. Los dominadores de hoy trazan también una analogía entre pueblos bárbaros y esclavos. Y eso es así, aducen, porque son diferentes, opuestos. Se razona y se comprende para tomar y destruir. La diferencia se degrada en desigualdad.

V

A primera vista se trata de cantidad, no de seres humanos. Con los parados que hay), problema éste que no ha solucionado ni puede solucionar el gobierno mientras se mantenga la actual formación socioeconómica, la afluencia de extranjeros puede sentirse como inoportuna. Para los países industrializados de «Occidente», que actualmente no necesitan fuerzas adicionales de trabajo sino que piensan en reducirlas por las nuevas tecnologías, esta afluencia podría inducir el temor de que pueda poner en peligro el estado de bienestar.

Pero no se trata sólo de cantidades, sino de seres humanos, hechos a imagen y semejanza de Dios, como nos contaban en la escuela.

El ejemplo que tenemos más a mano es el de los inmigrantes subsaharianos y magrebíes. Un día sí y otro también aparecen en las páginas de los periódicos, especialmente cuando perecen en nuestras playas en su intento por alcanzar el «paraíso», y también cuando alguno de ellos comete algún delito. El problema de los musulmanes ocupa el primer plano de periódicos e informativos de radio y televisión no sólo por ser la comunidad mayoritaria de inmigrantes. Sino muy especialmente por los terribles y criminales atentados cometidos por el fanatismo de unos terroristas islámicos en Madrid el 11 de marzo.

Mas, por dolorosos que sean estos acontecimientos, la única manera de ser feliz estriba, como decía nuestro entrañable Faustino Cordón, en entender la realidad para dominarla y ponerla al servicio de los muchos y no de unos pocos depredadores.