En estos días, los principales medios de comunicación no dejan de bombardearnos con noticias que vinculan de manera directa el procés catalán con la catástrofe económica que se estaría generando a partir del mismo. Es una especia de tormenta perfecta en la que cada día se anuncia que más y más empresas han decidido «salir» […]
En estos días, los principales medios de comunicación no dejan de bombardearnos con noticias que vinculan de manera directa el procés catalán con la catástrofe económica que se estaría generando a partir del mismo. Es una especia de tormenta perfecta en la que cada día se anuncia que más y más empresas han decidido «salir» de Catalunya -esto es, cambiar su domicilio social a otras ciudades españolas- ante la incertidumbre política generada; entre ellas, grandes corporaciones del Ibex-35 como Caixabank, Gas Natural, Abertis o el Banco Sabadell. A la vez, el gobierno central reduce la estimación del crecimiento económico del Estado español en tres décimas del PIB para el presente año por ese mismo motivo. Incluso, avisa de las funestas consecuencias financieras y presupuestarias que tendría una declaración de independencia en firme, vía salida de la Unión Europea y corte de la financiación mediante la compra de deuda de las instituciones catalanas por el Banco Central Europeo (BCE).
Esta avalancha de información de carácter catastrofista, que hasta el 1 de octubre no había sido utilizada como un argumento de peso con tanta intensidad, parece abrir un nuevo frente económico contra el procés, ante las grietas más que evidentes en el frente político. Y es que las lamentables imágenes de la represión desatada el día del referéndum, el encarcelamiento de líderes sociales independentistas que han abogado de manera explícita por acciones pacíficas y democráticas, o el intento de confrontar internamente al pueblo catalán, no han tenido el éxito esperado -o sí, si este era el de reforzar a la extrema derecha y de posicionar un nacionalismo español excluyente y violento-, e incluso han suscitado una cierta reprobación internacional. De ahí que se haya abierto un frente económico, para complementar a un frente político en horas bajas y dentro de una ofensiva del todo vale en la que se mezclan mentiras y amenazas.
Mentiras, para empezar, porque los anunciados cambios de domicilio de muchas empresas en ningún caso tienen que significar alteraciones en las lógicas fiscales, de inversión y empleo de ninguna de ellas. Como afirma Carlos Cruzado, presidente de los técnicos del ministerio de Hacienda (GESTHA), el domicilio social (sede administrativa de la empresa), el domicilio fiscal (lugar de referencia para Hacienda) y la sede operativa (allí donde se concentra el centro corporativo de operaciones) no tienen por qué coincidir. Además, el cambio del primero no conlleva, al menos por ahora, ninguna alteración de las otras tipologías de sede y se mantiene la misma dinámica corporativa. Esta diversidad societaria, de hecho, es muy habitual en las grandes empresas, que suelen recurrir a la deslocalización de sus sedes y filiales para tratar de eludir y evadir impuestos, así como para aprovechar las mayores ayudas públicas posibles, sin que eso signifique nada de cara a su política real de inversiones.
«El cambio de sede social no implica que estas compañías se vayan a llevar sus negocios de Catalunya, con la pérdida de puestos de trabajo que conllevaría», afirma Cruzado, «sino que han asentado su sede fuera de allí, casi con toda seguridad, a la espera del desenlace del conflicto catalán». Se trata, por tanto, de una lógica que puede responder a la habitual aversión a la incertidumbre política de las empresas, sin descartar a su vez presiones gubernamentales para generar confusión y miedo. Es lo que habitualmente se denomina «inseguridad jurídica» y, en realidad, solo responde a la defensa de los intereses privados de las grandes empresas. En todo caso, se trata de una medida sin efectos reales, seguramente de carácter temporal, y que en ningún caso parece que vaya a suponer alteraciones en la inversión y el empleo, que se mueven por otras motivaciones y variables ajenas a las que supuestamente provocan la «salida en falso» de estas corporaciones.
Si la mentira se ha convertido en un argumento, no lo es menos la amenaza y la imposición económico-financiera frente a cualquier proceso democrático. Algo parecido ocurrió en 2015 en otro país del Sur de Europa como Grecia, donde el poder corporativo -esa alianza de grandes transnacionales, Estados y organismos multilaterales y regionales como el FMI o el BCE- hizo imposible que pudiera llevarse a efecto el mandato popular democrático de no aceptación del memorándum de pago de una deuda considerada ilegal, ilegítima, odiosa e insostenible. Y se utilizó toda una artillería de medidas, que iban desde los cortes en la financiación por parte del BCE a los bancos griegos hasta el empeoramiento de las condiciones de aprobación de nuevos memorándum. Todo ello, para presentar la claudicación del gobierno griego como un aviso a navegantes.
Esta maquinaria todavía no se ha puesto en marcha en el caso catalán, pero no hay que descartar que lo haga si la situación se desboca para el gobierno español. El reino de España es hoy en día una pieza necesaria y estratégica para una Europa en crisis, en la que su peso específico en términos económicos y su docilidad en la aplicación de las políticas de austeridad y displicinamiento del Sur de Europa le convierten en un aliado fundamental para el proyecto ultraliberal europeo. Si fuera el caso, tal y como ha escrito Isidro López al analizar su papel como dictador de Europa, el BCE podría amenazar con cortar el proceso de compra de deuda de las instituciones catalanas -no así del propio Estado español o del resto de comunidades autónomas, claro-, con el objetivo de ahogarlas y doblegar el procés si este declara en firme la independencia en firme. Aunque, incluso, eso pudiera conllevar una crisis política y un problema para la estabilidad del euro.
Por el momento, con esta estrategia como comodín para ser utilizado en caso de ser necesario, se insiste en presentar ciertas decisiones empresariales muy simbólicas como argumento político, frente a la posibilidad de que el pueblo catalán en su conjunto pueda decidir sobre su presente y futuro. Por encima del mandato popular se sitúa la amenaza de Abertis, una empresa que ha generado un importante agujero al erario público con sus autopistas que se sabían deficitarias. O la de Gas Natural, una de las compañías eléctricas que más denuncias ha recibido por los abusos cometidos con sus actividades en América Latina y el Caribe, además de ser responsable directa del avance de la pobreza energética en el Estado español. Y qué decir de la amenaza de grandes entidades financieras como Sabadell y Caixabank, actor central del sector que más ayudas ha recibido tras la crisis y que más se ha lucrado en las últimas décadas a costa del bienestar de las mayorías sociales.
Una vez más, el debate político sobre la soberanía y el legítimo derecho a decidir se ve amputado y tergiversado por falsedades notorias y amenazas corporativas. Y al igual que el caso de Grecia, las actuales presiones económico-financieras a Catalunya son el espejo en el que se pueden mirar las administraciones locales y «ayuntamientos del cambio» que vayan a tratar de avanzar en proyectos emancipadores y de transformación real de las estructuras de poder. Pero no son las grandes empresas quienes precisamente están en disposición de dar lecciones y copar espacios democráticos, cuando sus operaciones están vinculadas desde la raíz a lógicas corruptas y excluyentes. La democracia no empieza allí donde acaban los negocios, sino que estos deben sujetarse siempre y en todo caso al mandato popular, sin birlar debates necesarios y sin amedrentar por múltiples vías a la población. Afianzar la ciudadanía corporativa o desbordar la democracia, esa es la cuestión.