Con la antropóloga Susana Rostangnol, doctora en antropología, estudia desde hace años las prácticas y representaciones en torno al aborto voluntario, cómo éstas son el resultado de las relaciones de género y cómo actúan para modificar o perpetuar esos vínculos. Entre juezas de concepciones puras y objetores de conciencia, la académica no duda: el éxito será mantener el derecho conquistado.
«Mi subjetividad estuvo en juego durante todo el proceso de investigación. Mi compromiso político y académico con el proyecto de transformación social, y con la legalización del aborto en especial, me encorsetaron más de una vez. Las utopías exigen certezas (el feminismo tiene su propia utopía); la academia exige dudas», confiesa en la introducción de su libro. En el líving de su casa, con muebles y cuadros en tonos pasteles y celestes, que huele a sándalo y vainilla, Rostagnol recibe a Brecha y afirma: «Me tuve que separar un poco (de médicos y usuarias de salud) para poder escribir el trabajo. Tuve como una especie de saturación del tema y ahora volví desde otro lugar, no ya a observar tanto la atención en policlínica o en consultorio, sino con nudos como la objeción de conciencia», de la que hacen uso algunos ginecólogos para no habilitar abortos legales.
Su implicancia con el objeto de estudio incluyó acompañar a mujeres en sus procesos de aborto, «con sus desesperaciones o con sus miedos». Acompañar «es estar ahí. Y aprendí mucho, sobre todo de acompañar a mujeres que estaban y están en contra del aborto, aun después de haber interrumpido su embarazo». «Yo me sentí interpelada en muchas cosas. Al principio le adjudicaba al aborto -antes de saber mucho de él- un momento de empoderamiento de las mujeres. Y después me di cuenta de que para muchas no lo era. Incluso era todo lo contrario. Cada aborto es único, no es algo generalizable. Para algunas es un trámite, para otras es algo más difícil. Ninguna lo va a utilizar como método anticonceptivo.»
Vínculos
El libro aborda distintas relaciones de género que se producen entre pacientes, entre ginecólogos y entre ginecólogos y pacientes, a partir de la experiencia del aborto voluntario. Entre sus notas del diario de campo que llevó a lo largo de su observación participante, la académica anota: «Los ginecólogos reparan sólo en aspectos estrictamente físicos, ignoran secretos familiares (que pueda acarrear la mujer al decidir abortar). Nadie le preguntó cómo se sintió frente al producto de la expulsión», ni por los dolores o sensaciones que manifestó tener una adolescente de 17 años que había utilizado 26 pastillas y esperaba ser atendida. «Rara vez preguntan (a las mujeres que están pasando por una situación de aborto) cómo se sienten», escribe, y más adelante analiza: «Los discursos médicos no hacen referencia a una mujer titular de derechos cuando están hablando de una en situación de aborto».
Estas anotaciones se dan más en el Pereira Rossell que en las policlínicas barriales, donde los equipos de salud interdisciplinarios (compuestos por médicos, psicólogas, trabajadoras sociales) conocen las trayectorias reproductivas de las usuarias y las historias de vida de ellas y de sus familias: «Allí las ginecólogas saben si la mujer tuvo episodios de violencia, saben qué vínculo tiene con su pareja, cuántos hijos tiene, cómo y dónde vive. Hay un compromiso con la gente, que no está en el Pereira porque la gente cambia todo el tiempo, es imposible sostener un vínculo de mayor confianza», comenta Rostagnol en la charla. Además porque en la sala de espera de la policlínica conviven todas: la que está embarazada, la que va a controlarse, la que va a abortar. Rostagnol anota en su diario que el ginecólogo le habla «amablemente» y que no ejerce el «habitus médico de manera autoritaria», aunque le cuestiona a la paciente: «Escuchame, chiquita, ¿por qué no usaste condón?».
Recordando esta escena ella enfatiza que estas relaciones de poder médico-paciente «no sólo están atravesadas por relaciones de género, sino también de clase, e incluso de raza-etnia», por lo que deben ser estudiadas desde la interseccionalidad. A esto le suma: «Hay que ver ciertos actos de subordinación como estrategias de resistencia, desde una aparente subordinación de las mujeres hacia los ginecólogos. Por ejemplo cuando una le dice a su médico: ‘Sí, sí, voy a hacer tal cosa’, y luego no lo hace y opta por tomar sus propias decisiones. En un primer momento puede leerse como un acto de subordinación porque no se sienten con fuerza como para responder, pero a la vez es un ejercicio de resistencia: no hago lo que me dicen, hago lo que yo quiero, pero no me enfrento». A la vez, durante sus observaciones en la sala de espera para recibir asesoramiento pre y pos aborto, destaca que se producía una suerte de communitas: una comunidad entre esas mujeres. «Las veías como si fueran amigas de toda la vida, aunque después no se vieran más. El estar compartiendo una experiencia fuerte las unía», dice.
En su diario pone en valor esta capacidad de tejer redes, compartir sabidurías y «desdramatizar el momento vital que están atravesando», a través de charlas, de compartir sus experiencias de aborto y sobre el uso del misoprostol que comenzaba a extenderse -e incluso a venderse clandestinamente en esas salas de espera. Recordando sus observaciones a los ginecólogos, Rostagnol describe cómo operan las jerarquías en sus relaciones de poder: «Haciendo este trabajo tuve la impresión de que la medicina como profesión, convertirte en médico, es de una jerarquía súper estricta, similar a la de un régimen militar. El residente de primer año es el escalón más bajo, no puede tomar ninguna decisión, y la obediencia la cumple sin cuestionar. Está muy claro que quien ocupa el puesto más alto en el escalafón es quien está lidiando con vidas, no puede hacer ensayo y error.
No sé si se podría hacer de otra manera, pero el tema es que es así». En tanto se sigue viendo el cuerpo de la mujer como «cuerpo de madre», existe un «control patrimonial de los cuerpos», dice la antropóloga uruguaya, retomando a Giulia Tamayo, y explica: «Patrimonial en el sentido patriarcal, pero también como cosa que tiene un valor. El cuerpo como patrimonio del macho».
Riesgo de qué
Rostagnol analiza el modelo de reducción de riesgos y daños implementado en nuestro país por Iniciativas Sanitarias, y critica que éste parta de la base de que el aborto es algo riesgoso para la salud. «Es tomar la parte por el todo, dejando al aborto como una cuestión epidemiológica, bajo el control ginecológico», que lo vuelve «un acto de medicalización de la reproducción y del cuerpo de la mujer». Un ejemplo del control patrimonial del cuerpo que «no promueve la libertad ni la expansión del derecho de la mujer como sujeto moral capaz de tomar sus propias decisiones».
Abordarlo epidemiológicamente es otra estrategia del «biopoder sobre el cuerpo de las mujeres», de «control de la población», afirma, y no duda en calificar a la ginecología como una disciplina masculina, en su lógica y en su estatus, «independientemente del sexo» de la persona que ejerza la profesión: «La voz ginecológica es masculina». Así como hay ginecólogas y ginecólogos que generan empatía con las mujeres, hay otros y otras que ejercen mucho control y dominación sobre las usuarias, «más del que ellos creen». «Muchas veces, hablando con ginecólogos fuera del consultorio, ellos te cuentan cómo están empoderando a las mujeres, pero luego los ves en acción y no lo hacen. Tienen sus mejores intenciones, pensando que las están respetando, y no: les están ordenando hacer algo; pero todos decimos que actuamos de una manera y a veces lo hacemos al revés. No son hipócritas ni están mintiendo. Somos gente contradictoria.
También es cierto que en estos vínculos, que son de a dos, muchas veces las usuarias van esperando que les digan qué hacer. No van esperando tener una relación horizontal, donde ellas van a decidir qué hacer. E incluso se infantilizan porque no obedecieron a lo que el médico les indicó. Es un vínculo complicado que hay que deconstruir», señala. En todos estos años de debate, la discusión sobre el aborto ha quedado cada vez más vinculada a lo legislativo, a lo legal y a modelos de políticas públicas de salud sexual y reproductiva como «formas de controlar y normalizar» los cuerpos de las mujeres, en detrimento de considerar sus decisiones reproductivas.
El aborto voluntario «rompe el control de la dominación masculina», evidencia una práctica sexual y, a nivel individual, supone una «subversión» de la mujer contra el control patrimonial que el biopoder ejerce sobre ella. «Acá hay algo muy potente -dice la antropóloga-: la mujer que aborta está decidiendo no ser madre, no cumplir con ese mandato, con ese atributo social asignado, no se subordina a ese supuesto destino de las mujeres de ser las reproductoras, se deslinda de eso y muestra que la vida de nadie se resume en ser madre.»
Sin embargo, ella sabe que aunque ahora abortar puede ser una decisión «más libre», sigue habiendo distintos grados de aceptación respecto del aborto, en especial si es voluntario. «Todavía cuesta aceptar, e incluso entre nosotras nos cuesta escuchar, cuando una mujer manifiesta que no quiere ser madre. Otra cosa es si esgrime razones económicas, coyunturales, familiares, por las que en ese momento no puede llevar adelante un embarazo no esperado.»
Condenado, tolerado, negado
En Uruguay el aborto «siempre tuvo condena, tolerancia y negación», afirma el trabajo de Rostagnol. «Yo creo que la condena empezó a acabar desde los años noventa. Antes de la dictadura creo que era otra cosa, pero no conozco bien; creo que había más libertad, por algunos cuentos y relatos. Pero sí podemos decir que hasta fines del siglo pasado el aborto era una acción socialmente condenada e individualmente tolerada. Y la manera de compatibilizar la condena social y la tolerancia individual era negando el hecho. A mí me parece que la ordenanza 369 cumple un papel fundamental, casi mayor que la ley de la Ive, en el sentido de que permitió que se hablara del aborto sin temor a represalias legales. Con la ordenanza el aborto toma estado público y se asegura que los médicos puedan guardar el secreto profesional. A esto se le suma, tiempo después, la denuncia de un médico a una paciente y se arma una movida de juntar firmas y apoyar a esta mujer.»
Pos ley, pos crucifixión
Según Rostagnol, cumplir con la ley 18.987 «casi que parece una carrera de obstáculos». «Se puede hacer, pero no es fácil, porque sigue habiendo dificultad para acceder a los servicios de interrupción voluntaria del embarazo, hay dificultades para que el equipo interdisciplinario se reúna y atienda de manera simultánea a la mujer que quiere abortar, hay altos porcentajes de objetores de conciencia en varios departamentos del país», enumera. «Antes -estoy pensando en las mujeres del Interior- quizás sabían de alguna clínica clandestina y se venían hasta Montevideo para abortar, porque no querían que alguien se enterase. Se me ocurre que ahora, como la práctica sigue estigmatizada, muchas mujeres no van tampoco a su lugar más cercano a hacerse un aborto (legal, en el sistema de salud), porque no quieren que su entorno lo sepa, entonces se hacen un aborto clandestino», opina.
Ante los altos porcentajes de objetores de conciencia detectados en varios departamentos del país, en ciudades como Salto o Young, donde llegan al 100 por ciento de los ginecólogos,(4) Rostagol subraya: «La mujer tiene el derecho legal y moral de hacerse un aborto. La objeción de conciencia en sí misma no es un derecho sino una práctica para resguardar su pensamiento o sus creencias.
Cabe decir que si todos los médicos dijeran que objetan, estarían invalidando la ley y, por lo tanto, no estarían cumpliendo con el acceso a la salud». «El médico es un servidor público que tiene que bregar por hacer cumplir una ley sobre el derecho a la salud. En un caso extremo, es una desobediencia civil porque no está cumpliendo con su ejercicio como servidor público, y está negándole a una ciudadana su derecho a su cuerpo, a su decisión, a su libertad…, le está negando su libertad. Los médicos deben saber que (atender a una mujer que aborta) es parte de su trabajo, y que si no (quieren hacerlo) deberían cambiar de trabajo. Es un nudo. A veces se malentiende el uso de la objeción de conciencia por parte de los objetores.» Sobre el presente, la antropóloga concluye: «Estamos en un momento bastante complicado. Los grupos neoconservadores antiderechos están teniendo más fuerza a nivel global. Esperemos ir a más, recuperando el aborto como un derecho de las mujeres, no sólo como un tema de salud pública, pero lo poco que tenemos en derechos reproductivos es tan frágil, que mantener lo alcanzado en estos años es un éxito en este momento.
Alcanza con ver lo que ocurrió en Mercedes (véase «Amparo contra una ley», Brecha, 03-III-17) con una jueza que dio lugar a un recurso de amparo al supuesto progenitor para impedir la interrupción legal de un embarazo y que hablaba de los derechos de un embrión. Estos cuestionamientos no han sucedido con otras leyes. Tenemos que pensar qué estrategias armar para sostener lo frágil de estas leyes que tanto nos han costado conseguir».
Notas
1) Aborto voluntario y relaciones de género. Políticas del cuerpo y de la reproducción. Universidad de la República, Ediciones Universitarias, Montevideo, 2016
2) En salas de espera, consultorios, salas de internación, emergencia y cuartos médicos del Hospital de la Mujer Doctora Paulina Luisi, del Centro Hospitalario Pereira Rossell, y en policlínicas públicas de atención primaria en barrios periféricos, así como en ateneos médicos y seminarios para residentes de ginecotología.
3) Ordenanza 369/04 del Ministerio de Salud: «Asesoramiento para una maternidad segura. Medidas de protección materna frente al aborto provocado en condiciones de riesgo».
4 )»Salud sexual y reproductiva y aborto en Río Negro, Soriano y Paysandú», Mysu, Montevideo, 2015.
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