Y la biografía de Manuel Cañada (Badajoz, 1962) derivó hacia el activismo. Fue diputado en la Asamblea de Extremadura durante una década (1992-2003) y participó en las direcciones federales de IU y el PCE. Pero a partir de 2003 comenzó a engarzar militancias en los movimientos sociales: la Coordinadora Anticapitalista de Extremadura, la Asamblea de […]
Y la biografía de Manuel Cañada (Badajoz, 1962) derivó hacia el activismo. Fue diputado en la Asamblea de Extremadura durante una década (1992-2003) y participó en las direcciones federales de IU y el PCE. Pero a partir de 2003 comenzó a engarzar militancias en los movimientos sociales: la Coordinadora Anticapitalista de Extremadura, la Asamblea de Parados de Mérida, los Campamentos Dignidad, el Frente Cívico o el 15-M; tal vez esa vocación de activista era el «lugar en el mundo» de Cañada. Lo que mejor conectaba con los genes de un educador social que también laboró en el campo, la construcción y la hostelería. Y que, puestos a romper barreras, derribó las que tantas veces separan al obrero intelectual del manual; y a la teoría, de la praxis.
Ya en 2011 este activista-obrero-político extremeño publicó «La huelga más larga», sobre el paro y resistencia de los yeseros de Badajoz; también ha escrito artículos en el periódico Rebelion.org, Kaos en la Red, Libertad de Pensamiento, Cuadernos de SODEPAZ o eldiario.es. Con este bagaje a la espalda, El Viejo Topo acaba de editar-con prólogo de Julio Anguita y epílogo de Juan Andrade- «La dignidad, última trinchera», una selección de textos publicados por Cañada en los últimos doce años. «Pertenecen a una lucha colectiva, son escritos de militancia», afirma.
El ensayo de 180 páginas se compone de tres partes: la del basamento marxista -el marxismo, «una brújula contra el extravío»- en la ideología de Cañada así como su desengaño de IU, bloque que lleva por título «Comunismos: teoría, poesía y partido»; además tres reflexiones sobre la acción predatoria de las élites y la presunta sumisión histórica del pueblo extremeño («Extremadura: caciquismo y resistencia»); y los años de batalla en las organizaciones populares («Precariedad, crisis y luchas sociales»). En sintonía con Anguita, y en una época de liquidez posmoderna, Manuel Cañada considera que el comunismo es una «identidad fuerte e inclusiva».
En un texto sobre el capítulo VIII de El Capital de Marx, publicado en Nuestra Bandera (2005), el activista social se hace eco de las huellas de dolor generadas por el sistema, y que Marx revela en todo su dramatismo. Allí figuran los siervos de la gleba, los negros de las plantaciones en los estados americanos del sur, los alfareros raquíticos de la Inglaterra de mediados del siglo XIX (por ejemplo William Wood, que empezó a trabajar a los siete años), o las viudas «medio muertas de hambre», que trabajaban en las manufacturas de cerillas. También esa modista, que fallece por exceso de trabajo, en los tiempos en que estas proletarias confeccionaban los vestidos para las damas nobles. Es el trasfondo humano que subyace a las discusiones sobre la teoría del valor. «Marx no tiene pretensión alguna de ‘objetividad’, ni de respetar las convenciones académicas», concluye Cañada; ésta perspectiva también recorre los diferentes artículos del ensayo.
El compromiso, el barro y la escritura al servicio de los de «abajo», la lucha contra la explotación, son compartidas por Manuel Cañada con los autores que cita y desarrolla. Por ejemplo con el poeta Antonio Orihuela, adscrito a la «poesía de la conciencia crítica». Sobre la «Pulcritud» escribe el ensayista y poeta onubense: «En este poema no hay sitio para la mugre./Ni el sudor, ni los malos olores, ni la basura tienen sitio en este poema./En este poema no se permite la entrada a vagabundos,/heridos, sedados, dopados, indignados,/cobradores del frac o parados». En una reseña del libro «La piel sobre la piel» (2005), Cañada elige otros versos: «Ahora/ya no pasamos miedo/vivimos con él»; y destaca cómo el poeta busca la salvación en «los actos de amor simple y desinteresado», que vienen a ser retazos de «humanidad futura». Orihuela ha retratado en verso la quimera de la clase media: «Los obreros salen de los tajos,/suben a los coches,/entran en los bares,/llegan a casa,/besan a sus hijos,/encienden la TV,/y se enfrían/se enfrían,/se enfrían…».
Cuando el activista extremeño emprendió el viraje de IU-PCE a los movimientos sociales, resumió en pocas palabras lo que, entendía, era el naufragio de una organización de la que fue coordinador general en Extremadura durante ocho años: «IU: abrazados a una política muerta». Pero tal vez la decisión no resultó un trauma, ya que su verdadero partido siempre fue, confiesa, la «alergia al capitalismo». Y también la rebeldía contra el poder, principio del que sacó fuerzas para denunciar en 2008 las tropelías del empresario Alfonso Gallardo, «el más rico y mayor benefactor de todos los habitantes de Extremadura». El artículo se centraba en una refinería promovida por Gallardo y el trato de privilegio que se le dispensó, pero también es la metáfora de algo más profundo: el sistema caciquil instalado en Extremadura desde hace décadas. En este caso, «el BBVA, Iberdrola, Shell, Caja Madrid y otras grandes empresas y bancos animaban el disparate».
Cañada encuentra otra manifestación del caciquismo extremeño en la criminalización del rebusco, actividad centenaria que consiste en recoger la escoria de la cosecha. Y señala, en un artículo de 2014, el hilo que unía el ánimo incriminatorio del expresidente de la Junta de Extremadura, José Antonio Monago (PP), con las tradicionales palizas perpetradas por la guardia civil a jornaleros por lo que se consideraba «robo de las bellotas». «Tienen alma de señoritos», concluye Cañada. Porque se pretendía pasar página -de modo acelerado- a la Historia Contemporánea de Extremadura: en la batalla por los bienes comunales y contra la transformación de las tierras en mercadería, ocupa un lugar relevante la lucha por el derecho al rebusco. De modo aún más rotundo: «El acoso contra los rebusqueros saca del armario el cadáver insepulto del latifundio». De ahí el hambre de tierras, y que el autor de «La Dignidad, última trinchera» sitúe el verdadero día de Extremadura el 25 de marzo; ese día de 1936 más de 60.000 campesinos de 28 pueblos extremeños se lanzaron -con burros y azadas, y vitoreando a la República- a la ocupación de tierras.
Estos obreros del campo, los niños y jóvenes a quienes -recuerda Marx en El Capital- los amos de fundiciones Cammell querían trabajando de noche; los vagabundos, heridos e indignados de la poesía de Antonio Orihuela, los rebusqueros de Extremadura y las asambleas de parados, los centros sociales como el Rey Heredia en Córdoba, las sillas del hambre, las corralas de vivienda, las acampadas como la de Coca-Cola en Fuenlabrada, las kellys o las Marchas de la Dignidad constituyen, según Manuel Cañada, el verdadero sujeto transformador. Es la gente que vive en el alambre, y que representa el núcleo del libro publicado por El Viejo Topo. El activista social ha participado en la fundación y desarrollo de los Campamentos Dignidad de Extremadura, surgidos en febrero de 2013 en Mérida y extendidos en poco tiempo a otras ciudades como Plasencia, Almendralejo y Badajoz; nacieron en la puerta de las oficinas de empleo y lograron dos grandes fines, según destacó Cañada en una entrevista: «Que la renta básica represente un instrumento de lucha y dignidad; y organizar algo que se decía era ‘inorganizable’, los parados».
Las citas incluidas por el autor en los artículos aumenta la carga de profundidad; y complementan la descarnada y cruel realidad que describe; así, las palabras de un parado con cualificación profesional en el filme «Recursos humanos», de Costa Gavras: «Creo que si el tiempo de desempleo es corto, puede servirte para reestructurar tu vida; si es largo, lo destruye todo». O esas zamarras inapelables de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH): «Rescatan al banquero, desahucian al obrero». Tan lapidarias como un estudio de la plataforma, que señala el desempleo como razón de impago de las hipotecas en el 70% de los casos; o que uno de cada cuatro afectados sean parados sin subsidio.
Precisamente la PAH, el Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) o los Campamentos Dignidad de Extremadura organizaron a estos sectores populares; y al hacerlo, tal vez sin que fuera éste el objetivo, «revelaban la complicidad de las organizaciones sindicales o la impostura de determinadas jergas militantes»; «ya no podemos hablar sobre el carácter ‘post-materialista’ de los nuevos movimientos sociales», añadía Manuel Cañada en el texto «Campamentos Dignidad: el ‘sí se puede’ de los parados». El empobrecimiento es real y tangible, se percibe en el estómago. Además «la claridad es una cuestión moral», escribía el psiquiatra Carlos Castilla del Pino, lo que podría aplicarse a la jerigonza izquierdista que critica Cañada. Otra cita, de Eduardo Galeano, apunta a la entraña de los Campamentos Dignidad: «La vida es darse; darse, no hay alegría más alta». Organizados en forma de comunidad de lucha, los campamentos batallan por la renta básica, el trabajo y la vivienda. Darse. Como Jesús, un votante del PP que llegó a los Campamentos Dignidad pensando en el suicidio. Pero junto a los compañeros paró su desahucio, y hoy porta un llavero con la imagen del Che Guevara. O Paco que, como Jesús, pasó a ser dirigente de los campamentos. Antes estuvo en la prisión y viviendo en la marginalidad.
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