Una paramera se extiende por los alrededores del centro penitenciario de Picassent cuyo icono es una torre de vigilancia vacía y oxidada que mira con evidente cinismo arquitectónico el contaminado ecosistema que la rodea: fábricas y polígonos, caóticos y dispersos entre campos de naranjos y urbanizaciones a pleno sol; aquí el ser humano es un […]
Una paramera se extiende por los alrededores del centro penitenciario de Picassent cuyo icono es una torre de vigilancia vacía y oxidada que mira con evidente cinismo arquitectónico el contaminado ecosistema que la rodea: fábricas y polígonos, caóticos y dispersos entre campos de naranjos y urbanizaciones a pleno sol; aquí el ser humano es un accidente o está preso.
Hay un campo de golf a pocos pasos de la miseria humana. Esa no es la primera sorpresa de este tour improvisado por la colonia penitenciaria. Nada más sentir el escalofrío que produce notar cómo se cierran las rejas eléctricas a tu espalda, la desazón se incrementa varios puntos ante la visión de las galerías pintadas de verde sanitario, desvaído, y del escorzo de una docena de celdas cerradas con un picaporte que parece el que tienen las neveras de las carnicerías. Esos picaportes encierran a una población reclusa que en su mayoría está allí por equivocación.
Un preso dice: «Me han caído diez años por dos atracos que no he cometido, ¿Cómo lo ves?». Un abogado dice: «¿Es lógico que por un kilo de coca un chaval se tire aquí años y por un homicidio otro esté ya en la calle?». Pero aquí nadie habla de la injusticia del código penal que parece seguir protegiendo al guante blanco frente al delito menor. Un empleado dice: «Aquí hay gente de la calle que cuando entra, como usted hoy, comienza a sudar y sentirse mal. Nota la presión de un centro cerrado o qué se yo. Les tenemos que calmar o acompañar a la salida». «Lo entiendo perfectamente», respondo,» yo mismo me largaría ya de no ser por la importancia profesional de mi cometido. No hay nada peor que ver a semejantes privados de su libertad». «Y que lo diga».
Cuando estás dentro de esta cárcel kafkiana, ese engendro punitivo e inútil del sistema que se mantiene con la utopía decimonónica de la reinserción, no piensas en los feos delitos de sus inquilinos sino en personas encerradas y tristes; resignadas a lo inevitable.
Tratas de hacer empatía con los presos pero es muy fácil meter la pata y hacer el gilipollas. En una sala hay cuatro chavales que son ejemplo vivo de la mundialización del delito: un boliviano, un colombiano, un magrebí y un español. Ninguno pasa de los 21 años y todos están aquí por lo mismo. Drogas. Los extranjeros sonríen pero no así el chaval español, ceñudo y bien cabreado con el mundo.»Estoy aquí por un error. Créame». «Te creo», le contesto; otro interno me llama y dice: «Están aquí por drogas pero las drogas se venden aquí dentro sin problemas. ¿No es una paradoja, señor?».
En la colonia penitenciaria hay muchas cosas chocantes; el alcohol no existe, hasta el punto que la única colonia que se permite comprar a los internos es Nenuco (!); las otras drogas duras ya son otra cosa. Circulan, ¡presuntamente!, como Pedro por su casa. («Ni un puto día sin colocarse» , reza un viejo dicho de la trena ancestral). El que funcione un mercado interno de farlopa y caballo ya no es ninguna novedad (de Picassent al Puerto de Santa María). Pero a nadie le importa lo que pase en galeras.
Abandono la colonia con el alma en un puño. Y no sé porqué, pero cuando vuelvo a ver las ondulaciones del campo de golf, justo al lado de las alambradas en espiral, me indigno, como recomienda el venerable Stéphane Hessel.
Fuente: http://www.linformatiu.com/opinio/tribuna-oberta/articulo/en-la-colonia-penitenciaria/