Estimada Ministra de Cultura: Las películas de especulación urbanística son casi un género. Un edificio, una casa, o un barrio construido y habitado con dignidad va a ser arrollado por la codicia de unos cuantos personajes sombríos que apenas aparecen a lo largo de la historia. Pongamos una de los años ochenta: Nuestros maravillosos aliados. […]
Estimada Ministra de Cultura:
Las películas de especulación urbanística son casi un género. Un edificio, una casa, o un barrio construido y habitado con dignidad va a ser arrollado por la codicia de unos cuantos personajes sombríos que apenas aparecen a lo largo de la historia. Pongamos una de los años ochenta: Nuestros maravillosos aliados. Los inquilinos de una casa en ruinas dan cobijo y cuidan a unas criaturas extrañas, pequeñas, especie de platillos volantes con vida y con cualidades que les permiten enderezar un hierro viejo o arreglar una tostadora. Entretanto el inmueble está amenazado y sus habitantes, con vidas rotas como todas las nuestras -pues quién, desde estos órdenes no angélicos, podría responder honesta y afirmativamente a la pregunta ¿va todo bien?-, no tienen contactos, capital, nada con que enfrentarse al abuso y expolio.
Un día, los pequeños platillos llegados de otro mundo aprenden a volar y dejan el inmueble. Los inquilinos les ven partir mientras se adaptan al derrumbe, se dispersan, ceden sueños que habían mantenido contra viento y marea en un rincón. Todo parece perdido, todo está en realidad completamente perdido sin que nos hayamos ido dando cuenta de hasta qué punto la derrota era inminente. Vencen los plazos, llegan las máquinas, van a demoler la casa en cuanto amanezca. Pero entonces, como debe ocurrir en las películas, poco a poco aparecen en el cielo no sólo tres o cuatro pequeños platillos sino decenas y luego centenares de ellos, arreglan la casa, los vecinos que se habían dispersado acuden y, entre todos, logran impedir la demolición.
Ya sé, es una película, en la vida real no hay platillos que pasen un haz de electrones por los hierros retorcidos y los enderecen, o que puedan reconstruir una casa en una noche. En la vida real, sobre todo, hay presiones, llamadas telefónicas, inversiones, pactos, y una inercia que busca no acumular problemas, que todo siga su curso, que nada cause perturbación.
Los habitantes del barrio del Cabanyal llevan años aprendiendo a causar perturbación y a hacerlo sin poder, sin infraestructuras, sin empresas detrás. Los habitantes del Cabanyal tratan de igualar a los dos contendientes de la partida para que no parezca que sólo contrariar a un lado causará problemas. Para que no de igual que se acabe con las comunidades formadas por gentes y casas de las que, se diría, no que tienen historia sino que están viejas, no que tienen belleza sino que son poco rentables a corto plazo. Los habitantes del Cabanyal tienen ganada la partida de una de esas películas de antes pero lo que necesitan es la película de ahora, la que se escribe en medio del cinismo, la crisis y el sálvese quién pueda.
Los habitantes del Cabanyal han sabido unir el arte, la resistencia y la participación ciudadana. Y tienen muchos aliados y aliadas que tal vez no sean maravillosos pero que contarán allá donde vayan que hay un barrio, uno más, que resiste, que pregunta, que quiere saber «por qué los ciudadanos tenemos que consentir que se tomen decisiones políticas que nos afectan directamente sin contar con nosotros». Ahora, después de muchos recursos, después de la insistencia, una sentencia del Tribunal Supremo afirma que el Ministerio de Cultura debe pronunciarse, debe decidir si entiende o no que el Proyecto del Ayuntamiento de Valencia que afecta al Cabanyal, declarado Bien de Interés Cultural en 1993, es o no un expolio del Patrimonio Histórico Español. A veces las cosas pueden ser como en las películas. A veces deben serlo. No sólo por justicia ni por sentido común. No sólo porque si el poder de un ministerio no logra parar la destrucción, entonces qué sentido tiene. No sólo por eso. También porque son malos tiempos y, en ellos, el que esta historia acabara bien sería un comienzo, sería contar que los gobiernos no están a verlas venir, no está para hacer lo menos malo, no están para excusarse en que los otros lo habrían hecho peor. Están, o podrían, o deberían estar para apostar y decidir, para invertir una tendencia, para que cuando todo se desmorona y lo desmoronan, alguien diga: aquí hay expolio, y lo vamos a parar. Se trata de aprender, se trata, al fin, de establecer relaciones diferentes.
Quienes apoyamos al Cabanyal sabemos, como también sus vecinos lo saben, que hay muchos más casos de especulación urbanística donde se han puesto los beneficios a corto plazo de unos pocos, por encima de la respiración de un territorio que debe sobrevivir para las generaciones venideras. Pero apoyar al Cabanyal, apoyarse, en formulación de Santiago Alba, en el Cabanyal, es pensar, todavía, que la resignación no es un valor, que la política tiene sentido. Es confiar en que hay un momento -y nunca nadie ha sabido decir cuál es exactamente, ni por qué se produce, qué lo determina-, en el que quienes iban a marcharse se quedan quietos, y luego dan la vuelta, y avanzan y se apoyan los unos en los otros, y el espectador se emociona; entonces, puede ser en el Cabanyal o en cualquier otro sitio, aparece un campamento base, un pequeño lugar inexpugnable donde empezar a agruparse otra vez.