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Crónica desde Valencia

En los 70 años del Congreso de Escritores Antifascistas

Fuentes:

Literatura en tiempos extraordinarios.-   Especialmente para tiempos de desprecio, nuestras escrituras no carecen de memoria: ni la literatura es una estructura inocente ni en la actualidad existe posibilidad alguna de poner en marcha una práctica emancipatoria significativa si no es sobre la base de una simultánea transformación cultural. Tarea de transformación que exige, críticamente, […]

Literatura en tiempos extraordinarios.-

 

Especialmente para tiempos de desprecio, nuestras escrituras no carecen de memoria: ni la literatura es una estructura inocente ni en la actualidad existe posibilidad alguna de poner en marcha una práctica emancipatoria significativa si no es sobre la base de una simultánea transformación cultural. Tarea de transformación que exige, críticamente, por lo menos dos cosas: la primera, aprender a mirar de una forma nueva el espesor de un tiempo herido -el nuestro- con claves diferentes a las dominantes; la segunda, establecer a partir de esas nuevas claves un auténtico combate cultural, una confrontación de legitimaciones en las que fascismo y reacción están desplegando hoy nuevas estrategias. Nuestras escrituras no carecen de memoria: sabemos que las transformaciones políticas del mundo se logran, retardan o fracasan, no a pulsos de literatura, sino en gran medida gracias al empeño de la acción social organizada.

Hace justo setenta años se celebró en Valencia uno de los acontecimientos más sobresalientes de la historia cultural europea, hecho del que ahora -un tiempo después- algunos preferirían no recordar, ya no sé si por pura amnesia histórica o si por los efectos colaterales y narcotizantes que producen la determinación del orden del día y su espectacularización en la vida social. En aquel 1937 republicano se celebraba el II Encuentro de Escritores en Defensa de la Cultura (pasaría a la historia con el nombre de «Congreso Internacional de Escritores Antifascistas»), y en él el mundo de la cultura, de las letras y de la intelectualidad más lúcida del momento hacía sonar desde Valencia una contundente palabra de alarma ante el avance, imparable, de la barbarie política y el recorte de las libertades que en aquel entonces atenazaban Europa. Con la convocatoria reciente de una serie de actos conmemorativos de aquello, un grupo de personas nos hemos estado preguntando en este último tiempo si hoy, 70 años después de todo aquello, merecería renovarse el compromiso de escritores e intelectuales frente al establecimiento -sutil unas veces, descarado otras- de nuevos tics totalitarios que, con nuevos rostros y postmodernas maneras, parecen habitar desde hace tiempo los espacios de quienes detentan el poder en nuestras actuales sociedades.

Contando con la iniciativa del Fòrum de Debats y la coordinación de Alfons Cervera, se convocó para los días 8-11 de mayo una serie de actos conmemorativos de este 70 aniversario del CIEA. En un compromiso renovado por las libertades, hasta Valencia se desplazaron escritores e intelectuales de la talla de Francisco Fernández-Buey, Jorge Riechmann, Antonio Orihuela, David González, David Franco Monthiel o Carlos Taibo e intervinieron también en las sesiones Marc Granell, Jaume Pérez Montaner, Susana Fortes, Manel Rodríguez-Castelló, Enrique Falcón, Miguel Ángel García Calavia y Antonio Méndez Rubio, entre varios autores valencianos.

Intelectuales, compromiso y poder (setenta años más tarde).-

 

Es importante señalar (por lo que atañe tanto al perfil de las personas que participaron finalmente en las sesiones como al ambiente previo de las expectivas planteadas en torno al Congreso) que, justo un día antes del comienzo de estas jornadas, determinadas voces asociadas al PSOE en Madrid habían denunciado lo que para ellos era «más que un encuentro de intelectuales y escritores antifascistas, un encuentro antiglobalización» (sic), desde una perspectiva que habría concebido el antifascismo -cito de nuevo literalmente- «como un amplio y rico espectro de organizaciones, personas, ingredientes culturales, sociales, políticos que van del centroizquierda a la izquierda más radical, pero que no se sitúan en exclusiva en la visión que, dado el perfil de los panelistas, parece expresar este Encuentro».

La acusación de haberse convocado unas jornadas exclusivamente para escritores e intelectuales «de la izquierda radical» fue desactivada de inmediato al tenor de algunas intervenciones en el Congreso, desde las que determinadas voces articularon visiones del mundo sin dudas conectadas con posiciones socialdemócratas moderadas (el famoso «centroizquierda» que los madrileños habían prejuiciado como deliberadamente ausente en la convocatoria de estas jornadas) y que, a mi juicio, no fueron ni una ni dos, sino algunas más. Sin embargo, por casi todos los costados que envolvieron el ambiente de las sesiones planeó sin cesar el reto, ya planteado por Bourdieu hace algunos años, de que los escritores y los artistas podrían desempeñar, en la nueva división del trabajo político -y, sobre todo, en la nueva manera de hacer política que debemos inventar-, un doble papel absolutamente insustituible: otorgar fuerza simbólica a los análisis del pensamiento crítico actual y dar forma sensible a las consecuencias (a menudo invisibles) de las medidas políticas inspiradas en las filosofías neoliberales de nuestro tiempo (y que, desgraciadamente, también se dan cita en numerosos ejemplos de la vida literaria e intelectual de nuestro país).

En cualquier caso, la convocatoria en Valencia de un nuevo Congreso de Escritores Antifascistas (en adelante, CEA) habría bastado por sí sola para plantear a una nueva ciudadanía preguntas más que graves acerca de si estamos viviendo tiempos acuciados por renovados tics totalitarios. Sinceramente, no estoy seguro de si este CEA de 2007 realmente lo ha conseguido, en la medida en que creo se echó en falta más tiempo para el debate y para la confrontación de ideas en torno a, por lo menos, tres focos para la discusión: el primero haría referencia a las estrategias retóricas de las prácticas literarias socialmente resistentes, y en gran parte se establecería en los posicionamientos que cabe adoptar entre las ventajas y las limitaciones de los diversos realismos; el segundo haría referencia a los efectos deseados sobre la conciencia del lector, y en gran parte se tensionaría entre las posibilidades ideológicas de la sugestión y las del extrañamiento, entre identificación y distanciamiento; el tercero haría referencia a los modos de producción y socialización del objeto «literatura», en su vocación de denuncia política, y en particular se preguntaría por la idoneidad de qué espacios favorecen la comunicación, entre escritores y ciudadanos, en tiempos de fuerte pacificación social. Teniendo en cuenta que las conexiones del poder con lo real, y de lo literario con la ciudadanía, habrían de haber constituido la base de los tres debates anteriores, repito que no estoy del todo seguro de que las personas que participamos en el CEA de 2007 hayamos conseguido ponerlos sobre la mesa, con la suficiente holgura al menos como para poder constrastarlos hasta sus últimas consecuencias.

En cualquier caso sería de injusticia no reconocer a estas alturas que este CEA de 2007 consiguió adelantar por la izquierda aquel otro Congreso conmemorativo que -cincuenta años después del de 1937- se celebró también en Valencia en el año 1987. Recordemos (sobre todo para aquellos que hacen gala de una alucinante falta de memoria histórica) que hace 20 años fue Octavio Paz quien inauguró aquel otro CEA proclamando la finiquitación del tiempo de las ideologías y lo que él mismo celebraba como la muerte del socialismo. Recordemos que desgraciadamente sólo unos pocos asistentes en aquel CEA del 87 (recuerdo ahora a Manuel Vázquez Montalbán y a Joan Fuster) se negaron publicamente a aplaudir -y alguno hasta protestó abandonando la sala en la que transcurrían las sesiones- la afirmación de Paz de que nadie en particular había ganado la guerra civil española sino que «los verdaderos vencedores fueron la Democracia y la Monarquía Constitucional». Como recientemente ha recordado Alfons Cervera, unos días después de inaugurado aquel Congreso del 87, pidió la palabra Vázquez Montalbán para decir muchas cosas sobre la sesiones desarrolladas hasta entonces, pero sus primeras palabras fueron éstas: «el primer día, en el brillantísimo discurso de inauguración, Octavio Paz aportó una espléndida licencia poética según la cual los vencedores de la guerra civil habían sido la monarquía y la democracia. Sin embargo, yo, recuperando de pronto mi memoria sacudida por el impacto y la belleza de las palabras, recordé que durante treinta y seis años tuve la sospecha de que quien había ganado la guerra había sido Franco». En efecto, ni entonces en 1987, ni ahora en 2007, deberíamos permitir ninguna «victoria póstuma» al fascismo histórico.

Las nuevas figuras del fascismo.-

Desde las páginas de uno de sus últimos libros, Antonio Méndez Rubio (que intervino en las sesiones del CEA) ha reconocido con suficiente fuerza que en nuestras sociedades persiste lo que ha llamado, sin dudar, «fascismo de baja intensidad», reconocible en las tendencias políticas que tratan de inhibir el pensamiento crítico y hacer apología del orden establecido como «única» realidad posible. Sin necesidad de tener que releer Les nouvelles lignes d’alliance, son muchas las señales de nuestra época (algunas de ellas fueron recorridas a lo largo de las sesiones del Congreso) que de hecho apuntan a la posibilidad de que el fascismo histórico no fuera más que un esbozo previo para un tiempo como el nuestro en el que «la figura postfacista es la de una máquina de guerra que toma directamente la paz por objeto» (Negri y Guattari). Como dejaría por escrito José Luis Arántegui a raíz precisamente de su paso por las sesiones del CEA, «el fascismo, así se le considere estetización de lo político como Walter Benjamin, o imposición de una peculiar forma de hablar como Karl Kraus, es en todo caso -si es que es- forma antes que contenido«.

«El fascismo es el desprecio». Nos lo recordaba, remontándose a Camus, otro de los escritores que se desplazaron a las conmemoraciones del CEA, Jorge Riechmann, quien en otro lugar ha afirmado que «aceptar para la poesía el papel de ornamento en un mundo inhumano es indigno». En efecto, desde una perspectiva más global, este artículo se volvería fatigosamente largo si listáramos aquí las atrocidades que a lo largo y ancho de nuestro macdonalizado mundo se cometen al amparo de la llamada «guerra contra el terrorismo». Pero en un plano más local, el del contexto directo de las sesiones, mucho de desprecio hay en los intentos del PP por prohibir la distribución pública de la película colectiva con la que medio centenar de cineastas y artistas valencianos han denunciado los desmanes inconcebibles de la gestión de los populares en Valencia (el intento se volvió decisión firme, por cierto, durante la misma semana en que se desarrollaban los actos del CEA). Mucho de desprecio hay en la falta de reconocimiento de la existencia de verdaderos «barrios de acción preferente» en ciudades como Valencia, en un contexto social como el nuestro en el que una de cada cuatro personas malvive por debajo del umbral de la pobreza. Mucho de desprecio hay en el populismo faraónico de nuestras administraciones, más pendientes en subvencionar las preferencias de los ricos que en atender eficazmente las necesidades sociales, educativas, sanitarias y laborales de sectores cada vez más grandes de la población (aquellos que poco cuentan y apenas votan). Y mucho, en fin, hay de desprecio en las operaciones de limpieza social activadas sobre los campos de refugiados que bajo el doble signo de la inmigración y de la miseria existen -bajo los puentes del cauce del río Turia- a cinco kilómetros apenas del lugar donde se desarrolló el Congreso (tres días antes del arranque del CEA, dos agentes de la policía golpeaban salvajemente a cuatro mujeres y tres varones inmigrantes que malviven desde hace meses en ese mismo campo -urbano- de refugiados).

Republicanismo e intelectualidad comprometida.-

 

El Congreso fue abierto el día 8 de mayo con una doble intervención de Miguel Ángel García Calavia y de Francisco Fernández-Buey, quien no hace demasiado tiempo ya había señalado -ante la reciente entrada en escena de un nuevo sujeto global de protesta ciudadana- la existencia de dos maneras de ubicarse en el mundo en que vivimos. Una, muy socorrida, consistiría en verlo con categorías políticas, desde la izquierda o desde la derecha. Otra (sin duda más atenta a las desigualdades sociales que a las declaraciones y promesas de los políticos institucionales) sería verlo desde arriba o desde abajo. Desde esta segunda perspectiva Fernández-Buey articuló su intervención («Republicanismo y laicidad») y asentó las bases necesarias para la reconstrucción crítica de una ciudadanía atenta a valores republicanos y laicos que -paradójicamente- determinados baluartes de la intelectualidad republicana actual suelen minimizar con un sentido excesivamente pragmático de la acción política. Acabada su intervención, y a raíz de la interpelación de uno de los representantes allí asistentes del movimiento social de base, el debate se centró en la identificación del espectro concreto que, desde posiciones antifascistas, podría articular hoy a colectivos culturales y movimientos sociales que concurren en la acción política de nuestro presente.

Dos días después del arranque del CEA se concentró la mayor parte de las intervenciones del Congreso. Especialmente imprescindible fue, a mi juicio, la de Carlos Taibo («Intelectuales, intereses y compromisos»), en la medida en que supo exponer públicamente (con una más que firme claridad) las razones de fondo de un fenómeno que muchos escritores e intelectuales no se atreven hoy ni a formular o a reconocer abiertamente: la relación directa que media entre la mercantilización de la actividad intelectual de nuestro tiempo y el obvio descompromiso de numerosos escritores e intelectuales de nuestro entorno, incluso de aquellos que dicen situarse en un más que supuesto «posicionamiento de izquierdas». Sucesivos ejemplos sobre dinero y derechización de la conciencia, sobre dinero y descompromiso, sobre dinero y pragmatismo ideológico, sobre dinero y prácticas concretas en el estilo de vida de ciertos intelectuales, fueron desmenuzados por la denuncia pública que Carlos Taibo desplegó en la primera de las sesiones de la tarde y que luego resultó tener fructíferas conexiones con el debate que después seguiría a las intervenciones de los escritores Antonio Orihuela, Susana Fortes, Jaume Pérez Montaner y Jorge Riechmann.

Literatura y trazo ideológico.-

Fue la intervención de Antonio Orihuela la que desactivó de inmediato la apuesta de Susana Fortes por deslindar el compromiso del escritor «en tanto ciudadano» de su compromiso «en tanto productor de escritura». La mesa de las sesiones llevaba ahora por título general el de «El compromiso del escritor» y para Susana Fortes éste no debería visibilizarse necesariamente en la escritura concreta de las ficciones literarias. Se caía de nuevo en el mito de la fundamental inocencia de los textos literarios (supuesta y lastimosamente ajenos, entre otras cosas, a la invasión de las visiones del mundo propias de la lógica capitalista). Se recaía, una vez más, en la más que discutible «neutralidad ideológica» de la literatura, desoyendo -entre otras- denuncias como la que hace un par de años la escritora Belén Gopegui ya había expuesto públicamente con meridiana claridad: de que quizá haya ya llegado el momento de combatir el capitalismo también desde el lugar en que se producen las ficciones literarias y ofrecer así una resistencia coordinada a la invasión («mi planteamiento -había escrito Gopegui- es que el arte que se hace en el capitalismo es un arte invadido, un arte que está siendo diariamente invadido»). La intervención del poeta Antonio Orihuela suscribiría esta denuncia al resaltar públicamente la importancia del lenguaje en el orden de los discursos de poder del capitalismo tanto a nivel representacional como en los mecanismos inhibitorios de resistencias y movilizaciones sociales.

A lo largo de su intervención (la tituló precisamente «La falsa palabra»)  Orihuela fue insistiendo en cómo el trabajo inagotable de la falsa palabra del capital estriba en construir narraciones de acuerdo con sus intereses, escogiendo los hechos sociales y económicos para reducirlos a acontecimientos lingüísticos y escamoteando la realidad social que quede totalmente fuera del actual paradigma dominante. De este modo la «falsa palabra» (que sabe que es falsa pero también que no es débil) legitimaría, finalmente, sus propias narraciones a través de los microrrelatos transmitidos por los medios masivos que dotan de sentido y orientan la vida de generaciones enteras hacia la banalización de los contenidos, la frivolización de la vida, la desaparición de todo conocimiento que se considere perjudicial para sus intereses y la dosificación de información imprescindible para seguir infundiendo el temor colectivo y el ruido en el que es imposible oír las voces del sufrimiento – anónimo y colectivo – de las víctimas de la «guerra por la realidad».

Sobre la mesa de las sesiones del CEA, Antonio Orihuela lanzó una grave pregunta (¿será posible la conspiración en medio de este estado de cosas?) siendo fundamentalmente consciente de que el tiempo del compromiso ha dejado paso al de la lógica de la evasión de responsabilidades y de que no deja de ser curioso que -de todos los aspectos de la experiencia contemporánea- sea la literatura uno de los más recurrentes a la hora de proponer a pequeña escala modelos de emancipación, y que sea también desde la literatura desde donde estos proyectos de liberación sean más duramente combatidos. Concretando esto en el campo específico de la poesía actual, sería ya imposible concebir la práctica poética como un ejercicio de neutralidad: Orihuela denunció con suficiente fuerza las prácticas literarias que hoy vacilan entre el epicureismo y el hedonismo, el cinismo, el utilitarismo y la razón instrumental (todas ellas configurarían el espacio ético de los gozadores sin corazón, los que han eliminado todo coste entre el deseo y la satisfacción del deseo, los que han cosificado al otro). Y sólo más allá de ellas, por los márgenes de lo tolerable, discurriría hoy en España – pero invisibilizada – una práctica literaria radical, crítica, consciente, colectivista y libertaria que se construye con los sin-parte, los excluidos, los débiles, las víctimas (en suma, con el nuevo sujeto político del precariado). Una práctica poética que asume que actúa en y para un mundo compartido con otros, donde nuestras propias identidades se relacionan y crean mutuamente, como pluralidad y diálogo con la alteridad, que ofrece alternativas al inmundo, tensionada entre lo particular y lo universal, atenta a las desigualdades y comprometida con la suerte del mundo y el pensamiento nómada que la aleja de las categorías totalitarias. Una práctica poética para la que la ética es sencillamente la reivindicación de lo vivo que rechaza sobrevivir a costa de incorporarse a los caminos de la muerte. Una práctica literaria decidida a combatir eficazmente las ilusiones ideológicas de la normalidad. «Nosotros – reconoció Orihuela – nos sentimos orgullosos de estar librando este combate».

El fin de la normalidad y el fascismo como esbozo.-

 

Desde el convencimiento de que no estamos viviendo tiempos normales sino excepcionales, la intervención de Jorge Riechmann -muy esperada- puso en relación «crisis ecosocial» y «antifascismo», en el marco de una desordenada transición hacia un sistema histórico nuevo, cuyos rasgos no podemos conocer por adelantado, pero cuya estructura podríamos ayudar a modelar. Haciéndose eco de los planteamientos ya esbozados por Martin Rees, Riechmann afirmó que tal vez no sea una hipérbole absurda (ni siquiera una exageración) afirmar que el punto más crucial en el espacio y en el tiempo (aparte del propio big bang) sea aquí y ahora: la probabilidad de que nuestra actual civilización sobreviva hasta el final del presente siglo no pasaría del 50% y, según el líder de la ultraderecha británica Nick Griffin, la convulsión socioeconómica mundial resultado de un mundo «post-cenit» sería dentro de poco una oportunidad para que el partido que él preside alcance el poder. Los partidos de extrema derecha estarían, así, preparados para este momento de crisis y la situación de escasez exigiría una tiranía de ámbito planetario de una brutalidad inimaginable: en una situación de aguda escasez, los excluidos pasarían a ser un estorbo para los privilegiados.

En este punto de su intervención, Riechmann avanzó la tesis más contundente de las planteadas en las sesiones de aquella tarde-noche: la posibilidad de que Hitler no hubiera sido una excepcionalidad histórica, sino un precursor, en la medida en que el programa del III Reich prometía al «pueblo superior» poder y bienestar a través de una agresión permanente, al tiempo que contrarrestaba la limitación de recursos del planeta mediante el correspondiente sometimiento y diezmo de los pueblos esclavos. El proyecto de Hitler podría entonces describirse -como lo ha hecho ya Carl Amery- en términos bastante modernos: lucha por los recursos escasos (en un mundo finito) y sostenibilidad de la raza superior a costa de los demás seres humanos (convertidos en «infrahombres»). El aviso para navegantes de Riechmann acabó enumerando las condicones necesarias para que pudiera reactualizarse un proyecto político de signo fascista: una situación de crisis que incluya tanto la carestía material como la vivencia del sinsentido y la desorientación existencial; la imposición planetaria de la noción de que «no hay bastante para todos»; el descarte consiguiente de la posibilidad de solucionar la crisis con un programa quizá arduo, pero de base igualitaria y humanista. El grupo o formación social dominante que se sienta llamado a «salvar la civilización» acometería una selección y ésta, lógicamente, anulará el carácter intocable de la dignidad humana.

«Parece una barbaridad cuando lo escribo: pero vuelvo sobre ello, reflexiono y recapacito, y no puedo sino reafirmarlo», reconoció Riechmann. Globalización quiere decir entre otras cosas: acceso ilimitado, para los ricos, a los recursos de un planeta limitado. Si a esto se le añade la doctrina del Manifest Destiny de los militarmente poderosos -por ejemplo, en la versión de los neocons y teocons estaounidenses-, lo que tenemos es ya casi hitlerismo. Para finalizar su intervención, Riechmann volvió a insistir en la idea de que no vivimos tiempos normales, y que lo imposible en tiempos ordinarios se torna factible en tiempos extraordinarios. Entre pasar directamente de la negación completa del problema («aquí no pasa nada») a la absoluta desesperación («todo está ya perdido»), habremos de reestructurar la economía a velocidad de tiempos de guerra, cobrando conciencia de un peligro que es similar al de la peor catástrofe bélica concebible. «Necesitamos romper la ilusión de normalidad -concluía Riechmann-, necesitamos fuerza para cambiar, para una transformación revolucionaria de nuestras estructuras sociales».

Once poetas críticos.-

«El fascismo, que hace de todo un campo de pruebas para la aniquilación del mundo (Karl Kraus), es prosa con prisa por conquistar la poesía», ha escrito José Luis Arántegui en su reflexión a raíz del CEA de 2007. Tanto en la noche del día 10 como en la tarde del día 11 de mayo, el Congreso se cerró precisamente con un doble recital colectivo en manos de un grupo significativo de poetas actuales, en el que se presentó por vez primera la antología Once poetas críticos en la literatura española reciente. Convocando a centenar y medio de personas (algo sin duda inhabitual para la mayoría de los recitales de poesía que, aquí y allá, se celebran en el autocomplaciente panorama literario de nuestro país) estos actos finales dejaron abierta la sospecha de que, lejos de resoluciones meramente panfletarias y de escrituras literarias ideológicamente tranquilizantes, el criterio de fecundidad de un arte comprometido no estribe en la solución de crisis y conflictos, sino -como lo ha advertido Arnold Hauser- en combatir críticamente la ilusión de que, bajo el signo de la catástrofe, todavía se sigue viviendo en un mundo sin peligro alguno. De esa pérdida de la ingenuidad y de esa toma decidida de compromiso se hizo eco el buen puñado de poemas que sus autores recitaron públicamente en el cierre de las sesiones. Poemas como «Soñar lo suficiente para penetrar la realidad» (de Jorge Riechmann), «Historia de España: nudo» (de David González), «El fin de la era del sueño» (de Antonio Orihuela), «Vientres de Madrid y de Bagdad» (de Enrique Falcón), «Ran de terra» (de Manel Rodríguez Castelló), «Lavoro Nero» (de David Franco Monthiel), «Teoría de la revolución: 1» (de Antonio Méndez Rubio) o «Els desapareguts» (de Marc Granell) no dejaron intacto, nuevamente, el mundo.

Si todo poema conlleva una postura de lenguaje y un determinado gesto en el mundo, los que se recitaron en la clausura del CEA lo miraron con las lenguas del cariño y de la ira, de la protesta y del compromiso, de la denuncia y de la esperanza y -enfrentándose a la realidad del tiempo que hubo de herirles- no quisieron doblar sus rodillas. Ni ante la resignación de la injusticia, ni ante el derribo de nuestra esperanza.

Enrique Falcón *

Barrio del Cristo (Valencia), 20 de mayo de 2007

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* Enrique Falcón (Valencia, 1968) ha publicado hasta la fecha los libros de poesía El día que me llamé Pushkin (Ediciones del Ayuntamiento de Sevilla, 1992), La marcha de 150.000.000: El Saqueo (Rialp, 1994), La marcha de 150.000.000: El Saqueo y Los Otros Pobladores (Germania, 1998), AUTT (Crecida, 2002), 9 poemas (Universitat de València, 2003), Amonal y otros poemas (Ediciones Idea, 2005) y El amor, la ira: escritos políticos sobre poesía (Ediciones del 4 de Agosto, 2006). Coordinador de Once poetas críticos en la literatura española reciente (Ediciones Baile del Sol, 2007).