La visita de la ministra de Defensa, Carme Chacón, al Chad, un país donde la mayoría de la población no sabía que había tropas españolas, y la muerte de dos soldados españoles en Afganistán, vuelve a abrir el debate sobre los misiones «humanitarias». La mala conciencia que tenemos desde nuestros ricos países y la eficiente […]
La visita de la ministra de Defensa, Carme Chacón, al Chad, un país donde la mayoría de la población no sabía que había tropas españolas, y la muerte de dos soldados españoles en Afganistán, vuelve a abrir el debate sobre los misiones «humanitarias». La mala conciencia que tenemos desde nuestros ricos países y la eficiente publicidad consistente en presentar los ejércitos, y hasta las guerras, como humanitarias, ha permitido que nuestros gobiernos envíen tropas a diferentes puntos del planeta sin mayor oposición de una ciudadanía que no sabe bien ni a qué lugares van, ni cuál es la razón de nuestra presencia militar.
Las encuestas del Instituto Real Elcano establecen que los españoles valoran positivamente todas las misiones españolas en el exterior. Sin embargo, hubo una de ellas, la de diciembre de 2006, en la que se preguntó sobre el grado de conocimiento que tenían de la presencia de nuestras tropas en el extranjero, y hubo sorpresas porque uno de cada cuatro entrevistados reconoció no saber responder. Sólo un 3’2 por ciento supo que había tropas en el Congo, y el doble -6’7- dijeron que las había en Haití, a pesar de que no estaba destinado un solo soldado a ese país. Un año después, en diciembre de 2007, sólo un 53 % de los encuestados reconoció que la afirmación de que España tenía tropas en Iraq era falsa.
En conclusión, que el ejército español está presente en varios conflictos sin que la ciudadanía conozca ni el lugar, ni el motivo, ni las circunstancias que rodean esas guerras. La justificación que ha calado en nuestra sociedad es la necesidad de exportar la democracia y los derechos humanos echando mano de las intervenciones militares del primer mundo. De esa forma se inventa e interioriza la ideología de la guerra humanitaria como un mecanismo de legitimación.
Olvidan que el primer paso para la guerra es enviar un ejército a otro país sin el consentimiento de este último. Es un error plantear que existen gobiernos buenos -que pueden invadir- y malos -que merecen ser invadidos y derrocados-. El poder siempre se ha presentado como altruista. Decir que se bombardea Yugoslavia para impedir una limpieza étnica, se invade Afganistán para defender los derechos de las mujeres o se ocupa Iraq para llevar la democracia y liberar al país de un dictador, no difiere mucho del discurso de la Santa Alianza para enfrentar las ideas de la Ilustración que inspiraron la Revolución Francesa, o del de Hitler que justificó su invasión de los Sudestes checoslovacos para defender a la minoría alemana. El fervor internacionalista humanitario olvida que el intervencionismo extranjero occidental, que viene a ser lo mismo que decir el estadounidense, es el que apoyó a Suharto frente a Sukarno, a los dictadores guatemaltecos frente a Arbentz, a Somoza frente a los sandinistas, a los generales brasileños contra Goulart, a Pinochet frente a Allende, al apartheid frente a Mandela, al Sha contra Mossadegh y a los golpistas venezolanos contra Chávez.
El humanista belga Jean Bricmont, en su libro «Imperialismo humanitario. El uso de los Derechos Humanos para vender la guerra» ha denunciado que mientras la gente critica que no hayamos intervenido en Ruanda, donde cerca de 8.000 personas murieron cada día durante cien días, no se siente responsable ante el hecho de que el mismo número de personas muere en Africa cada día, todo el año, debido a enfermedades que son relativamente fáciles de prevenir. No olvidemos tampoco que muchas de esos conflictos que vamos a pacificar se desarrollan con armamento fabricado en nuestro país -somos el octavo exportador de armas del mundo-. Por ejemplo, nuestros soldados en el Líbano están desactivando minas y bombas de racimo que nosotros previamente habíamos vendido a Israel.
Hay una diferencia entre intervención y cooperación, y para cambiar nuestra mentalidad haría falta más modestia y menos arrogancia. Nuestra soberbia nos lleva a considerar que el primer mundo está en condiciones de arreglar todos los conflictos del globo, cuando la verdad es que son nuestros intereses económicos y nuestro armamento el que se encuentra detrás de todas esas guerras. Más valdrá pensar sólo en cooperación pacífica, no injerencia, respeto a la soberanía nacional y democratización de las Naciones Unidas.