Lo primero que llamó mi atención al entrar en la cárcel de mujeres de Florianópolis (una hermosa isla al Sur de Brasil) fue el color naranja chillón de la ropa uniformada que llevaban todas las presas.
Salvando las distancias, me recordó aquella serie norteamericana, Orange is the new black que se hizo famosa hace años en la TV. Los motivos para uniformar a las personas presas tienen que ver con despersonalizarlas, privarlas de cualquier forma de identidad, para hacerlas más obedientes. Lo del color naranja, dicen que es para que en caso de fuga evitar que estas se camuflen en bosques y que además facilita la identificación. El color de los uniformes presidiarios no es la única semejanza con las cárceles estadounidenses. Con un pasado igualmente colonizado y esclavista, Brasil se ha convertido en un estado racista y tremendamente desigual que encarcela masivamente a jóvenes, afrodescencientes, pobres, habitantes de las periferias de las ciudades. Hasta el punto que un 69% de las personas presas son negras.
En los últimos 20 años, el país pasó de tener 230.000 personas encarceladas a 888.000. Este dato le hace ocupar el tercer lugar en el mundo por número de personas reclusas, detrás de los Estados Unidos y China. El fenómeno del hacinamiento en las prisiones brasileñas se ha convertido en una realidad generalizada; en algunos lugares de detención la tasa de ocupación puede superar el 399%.
En el país que vio nacer el Foro Social Mundial, el 80% de la población presa está encarcelada por solamente dos tipos de delitos: infracciones por microtráfico de drogas ilícitas y violaciones contra el patrimonio (robos y hurtos). Es decir, crímenes vinculados a la pobreza y exclusión y a una persecución penal selectiva racista y aporofóbica. Además, un 41% del total de las personas presas está en espera de juicio. Siendo técnicamente “inocentes”.
Las mujeres encarceladas en Brasil representan casi el 6% del total, y sufren una especial situación de vulnerabilidad por la dificultad de vivir la maternidad, la gestación y el puerperio encerradas, lo que incrementa los altos índices de sufrimiento mental. De este país nos llegan los relatos de presas a las que se les aplica bajo coacción un anticonceptivo hormonal subcutáneo para evitar que tengan la regla, así las guardias no tienen que “soportar” el síndrome premenstrual de todas ellas. O la situación de mujeres que dan a luz esposadas de pies y manos, o aquella otra que relata haber parido sola en una celda de aislamiento. O de aquellas que cuentan como tienen que usar miga de pan a modo de tampones cuando tienen la regla por la falta de acceso a artículos de higiene personal. Para más inri, el pasado 5 de noviembre, la Comisión de Seguridad pública de la Cámara de Diputados (mayoría hombres, todo hay que decirlo) votó en contra de una propuesta de ley para suministrar en las prisiones femeninas papel higiénico, compresas y pañales infantiles a aquellas que tuvieran bebés consigo.
Las prisiones del quinto país más grande del mundo, también utilizan el aislamiento como castigo y como forma de gestionar a la población que considera más conflictiva. La situación de aislamiento prolongado allí se llama Régimen Disciplinario Diferenciado (RDD). M.H.N. pasó en ese régimen 15 años, durante los cuales transcurría 22 horas encerrado en su celda en una galería en la que solo había otro preso. Cada vez que salía y entraba de la celda era desnudado. No le permitían ningún contacto con el mundo exterior (sin acceso a radio, televisión, revistas o periódicos) y solo algunos libros pero censurados. Era llamado por un número, nunca por su nombre y nunca tuvo acceso a un espejo, por lo que pasó todos esos años sin poder reconocerse. Alguna de las consecuencias de las condiciones inhumanas y de tortura en que se encontraba le provocaron pérdida de memoria, de peso, fatiga, angustia, depresión, disociación de la realidad, estrés postraumático, dolores corporales. Por todo ello, en el 2005 demandó al estado brasileño y su caso se juzgará próximamente (¡20 años después!) por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
La masificación que se vive en las prisiones brasileñas acentúa la degradación de la vida en prisión, que se ve agravada por la mala ventilación, la presencia de insectos, la pésima y escasa alimentación, la ociosidad forzada y la falta de actividades. Estas condiciones convierten las cárceles en un propagador veloz de enfermedades como la tuberculosis, el cólera, gripe, sarampión, paperas, sarna o Covid-19, acrecentado por un acceso limitado a los servicios de salud.
Existe una relación directa entre las condiciones de vida en la prisión y la violencia. Cuando estas circunstancias empeoran, como en el caso brasileño, aumenta la violencia. Al menos un 85% de las personas presas en Brasil ha sufrido algún tipo de agresión física, ya sean patadas, golpes, bofetadas, puñetazos, uso de gas pimienta, incluso balas de goma. Además, tienen entre dos y seis veces más probabilidades de morir en peleas y otras situaciones violentas, especialmente si son jóvenes.
Esta alta probabilidad permanece incluso después de salir de la prisión, donde una persona que pasó por la cárcel multiplicará su posibilidad de morir de forma violenta. Como le ocurrió a Nilo, un joven afrodescendiente de la periferia de Río, que sobrevivió a 3 años de cárcel por microtráfico pero fue asesinado por la Policía Militar en un control a la entrada de la favela. Esto porque el país donde actualmente gobierna Lula también ostenta el triste record de ser la nación del mundo donde las policías más matan. Los agentes del orden son responsables por 1 de cada 6 homicidios perpetrados, representando la población afrodescendiente un 83% de estas muertes.
Una singularidad de las prisiones brasileñas es la amplia presencia de organizaciones criminales que controlan y organizan la vida dentro de los penales y que nacieron en estos ante la ausencia y abandono del estado. Dos son las mayoritarias, Comando Rojo (CV) y Primer Comando de la Capital (PCC). Precisamente esta última, nació como respuesta a la masacre en la cárcel de Carandirú, donde fueron asesinados 111 presos por las fuerzas de policía. A día de hoy el PCC y el CV ya tienen presencia en más de 25 estados y controlan la vida dentro de las prisiones mediante un código propio y una férrea disciplina, proporcionando algunas mejoras materiales para sus seguidores. La presencia de estos grupos también ha provocado luchas entre ellos por el control interno que han derivado en grandes masacres, como las de Boa Vista y Manaus ambas en el 2017 con 31 y 56 presos asesinados respectivamente, la mayoría decapitados, o la de Altamira en el 2019 con 58 ejecutados.
Frente a todo ello, la medida estándar que el Estado brasileño ha adoptado para enfrentar el hacinamiento y las condiciones inhumanas de detención es la construcción de nuevas prisiones. Además, el Congreso de la Nación votó en mayo de este 2024 poner fin a la posibilidad de que las personas presas tuvieran permisos para visitar a sus familias y participaran en actividades de interacción social al exterior de los recintos penitenciarios. Estas medidas solo aumentarán la tasa de población encarcelada, las malas condiciones materiales, el crecimiento de los grupos criminales y los delitos, en una espiral de violencia que no tendrá fin.
Bibliografía:
Anuário brasileiro de segurança pública (2024). São Paulo: Fórum Brasileiro de Segurança Pública, ano 18, 2024. ISSN 1983-7364.
FREITAS, Hermano (2010). Facções criminosas do Rio tiveram origem nos presídios. Site Terra.
Luiz Carlos Rezende e Santos (2022) Tratamento Penitenciário. Um estudo sobre tortura, maus-tratos e assistências às pessoas privadas de liberdade,
Ricardo Zorzetto (2024) Prisões brasileiras aumentam risco de adoecer e de morrer por causas violentas. Revista Pesquisa Fapesp.
Alicia Alonso Merino. Feminista y abogada de derechos humanos. Realiza acompañamiento socio-jurídico en cárceles de distintos países.
Fuente: https://desinformemonos.org/encarcelamiento-en-masa-en-las-carceles-brasilenas/