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Bogotá a un año de la revuelta

Encima de las nubes, a la altura de los sueños

Fuentes: desInformémonos

https://desinformemonos.org/

Llegar hasta Alto Fucha es un viaje cuesta arriba. Salir de Bogotá rumbo al suroriente, atravesar la enorme localidad de San Cristóbal y emprender la trepada hasta adentrarse en la cordillera bordeando el río que serpentea montaña abajo. El entono se vuelve más verde a medida que subimos y más frío cuando nos vamos metiendo entre los cerros.

Estamos en la periferia de la periferia de Bogotá. Aquí donde la ciudad se codea con el páramo a 3.100 metros de altura. Donde la precariedad de las viviendas delata que miles de pobladores tuvieron que escalar, literalmente, para encontrar un poco de terreno donde levantar sus viviendas. Todas autoconstruidas por familias campesinas que siguen huyendo de la violencia y por migrantes venezolanos.

El patrón común de la autoconstrucción es la verticalidad, para aprovechar el terreno. Dos plantas es lo mínimo, pero pueden ser tres, dependiendo de la cantidad de hijos y nietos que vayan engrosando las familias. El trabajo hay que inventarlo: venta ambulante, reciclaje de cartón y empleos temporales enseñan la precariedad de la vida detrás de los rojos ladrillos y techos de chapa.

En Alto Fucha viven una seis mil personas, pero en La Cecilia, este barrio encajonado entre el páramo y el valle por el que desciende el río Fucha, serán poco más de mil. Llevar el agua y la luz a las viviendas fue toda una pelea, posible gracias a la organización vecinal. Sobre la calle principal, siempre vertical, se levanta la Casa de la Lluvia (de Ideas), una construcción sencilla, estructura en cañas da bambú o guaduas, paredes livianas y techos transparentes.

La casa es el centro social y cultural de La Cecilia, enclavada en la reserva forestal de los Cerros Orientales de Bogotá. Fue construida por decenas de vecinos y vecinas en un trabajo comunitario que comenzó su andadura en 2012, hace justo diez años.

La zona es rica en recursos y por su ubicación es codiciada por la especulación de las grandes inmobiliarias, que acarician negocios con sectores de altos ingresos si consiguieran despojar a los actuales pobladores. Algo más que difícil por el alto nivel de organización de la comunidad y por la clara conciencia de lo que está en juego.

La única sala de la Casa de la Lluvia está abarrotada de jóvenes, niñas y niños. Deben ser más de 70 personas, que pertenecen a 22 colectivos del barrio y de sectores cercanos. Vinieron a compartir y a debatir, a escuchar música y leer textos. Por la mañana, estuvieron construyendo un espacio al aire libre con guaduas, gruesos y largos troncos huecos que, dicen, son más resistentes que la madera.

Luego almorzamos en casa de Tina, una vecina de puertas abiertas a la comunidad, donde la gente se siente como en su casa. Eso sí, quien no come todos los platos que sirven, dos es el mínimo, es rigurosamente regañado por las señoras de la cocina que vigilan tus pasos.

La ronda comienza a cobrar forma. Sobre la puerta, un enorme cartel tejido en lana reza: “Digna Rabia”. Iván de Huertopía, un colectivo pionero que sostiene varias huertas e impulsa decenas, explica que Bryan Cárdenas, uno de los fundadores, murió ahogado en Chipas luego de visitar comunidades del EZLN. El zapatismo tiene un lugar en los corazones de estos colectivos.

La presentación de cada grupos es ágil pero se extiende por más de una hora: bibliotecas, grupos de derechos humanos, de defensa de la naturaleza y del territorio, de mujeres y de medios de abajo, artísticos y culturales, de música popular, de raperos. La sorpresa la aporta un grupo de niños y niñas: Huerta Raíces de la Montaña.

Enseñan su Facebook para explicar quiénes son y qué hacen: “Nosotras, nosotros, las niñas y niños de la Colectiva Raíces de la Montaña nos sabemos agua, nos sabemos tierra, nos sabemos viento, nos sabemos fuego, nos sabemos amor, es por eso que nos nace del corazón este espacio que ha tenido tantos cambios como nuestra existencia….” (https://bit.ly/3xgqtAH).

Cuidan una de las 23 huertas urbanas de esta zona. ¿Cuántas habrá en todo Bogotá? Y lo hacen jugando y riendo, como niñoas que son.

Uno de los anfitriones, Francelías, explica que la Casa de la Lluvia es “un aula ambiental abierta autoconstruida por la comunidad, porque aquí todo, todo, lo ha hecho la comunidad”. No lo dice en público, pero recibió varias amenazas de grupos parapoliciales, o sea del Estado colombiano, porque con poco más de 30 años es uno de los referentes del barrio.

En la ronda van explicando que Huertopía, el colectivo que comenzó hace ya tiempo con la promoción de las huertas urbanas, se transformó en el contacto con las comunidades, donde fue echando raíces y mutando, como le sucede a toda vida que realmente vive.

“La huerta no es sólo para producir alimentos”, explica Yodi. “Creamos relaciones sociales, nuevos sentires y nuevos sentidos. La huerta es algo así como arte y pedagogía de educación ambiental”. A su lado, rodeada de niñoas inquietas, Laura agrega que “todo lo que hacemos es reproducir la vida”. Activa con murales, un arte colectivo que ha ganado enorme popularidad con la revuelta del año anterior, desplegando lo que ella misma nombra como “artivismo”.

Un poco más serio, Iván añade que “la huerta es parte de un proyecto de resistencia, relacionado con los cerros y los ríos, un lugar de encuentro para resistir”. Un objetivo largamente acariciado por todas y todos los presentes, consiste en “convertir los CAIS en huertas y bibliotecas”. Los Comandos de Atención Inmediata (CAI), son unidades territoriales de la policía que se despliegan en todos los barrios, como forma de mantener control policial sobre la población. En los últimos años ardieron cientos y no pocos fueron convertidos en bibliotecas populares, en todas las grandes ciudades.

Un veterano militante asegura que durante la revuelta hubo una relación directa entre las huertas y las ollas populares que se instalaron en los puntos de resistencia. Por primera vez en sus vidas muchos pelaos tuvieron “tres golpes” en un día, tres comidas, un sueño imposible en la vida cotidiana de los de más abajo.

Poco antes de terminar la ronda comienza un aguacero impertinente que golpea sobre los techos y nos impide escuchar las últimas intervenciones. Cuando la ronda empieza a dispersarse, surgen los sones, primero un rapeo que denuncia la brutalidad policial. Un chico se pregunta, danzando: “¿Cuántos podrían comer con lo que vale un uniforme del Esmad?”. En los puntos de resistencia, dicen, el rap era el son capaz de mover cuerpos y conciencias.

Luego suena, reposada y honda, la música andina de la Agrupación Moque, inspirada en los ritmos quichuas Otavalo. Antes de salir enseñan fotos de la construcción de la Casa de la Lluvia, hace apenas unos años cuando era la última del barrio. Ahora cerro arriba se divisan más muchas construcciones nuevas, asentando la imparable migración campesina.

Damos una vuelta por el barrio y Francelías nos enseña las huertas que rodean la casa y los espacios comunes que crearon y mantienen, mientras algunos vecinos se asoman curiosos a las ventanas. Señalando las viviendas, explica que todas ellas mostraron trapos rojos durante los primeros meses de la pandemia, en señal de que esa familia pasaba hambre. La solidaridad y las ollas fueron las respuestas del barrio, ante la insoportable anomia del Estado.

Mirando hacia la montaña, explica que el colectivo sueña con gestionar el posible parque lineal de Fucha, cerro arriba los dos. No paran de soñar, quizá porque viven encima de las nubes, lejos del estruendo infernal de la gran ciudad.