Soy uno de aquellos afortunados que se dedican tanto a la creación cultural como a su educación. Se puede decir que disfruto de mi profesión y me dedico a lo que realmente quiero hacer, algo que entiendo como el mayor privilegio al que se puede aspirar. Por este motivo, conozco de cerca el medio cultural, […]
Soy uno de aquellos afortunados que se dedican tanto a la creación cultural como a su educación. Se puede decir que disfruto de mi profesión y me dedico a lo que realmente quiero hacer, algo que entiendo como el mayor privilegio al que se puede aspirar. Por este motivo, conozco de cerca el medio cultural, en especial la parte que se refiere al arte, al cine y a la música. Por mi experiencia en el mismo, trato a menudo con artistas, creadores, educadores y gestores culturales de muy variada naturaleza y, naturalmente, es en este entorno en el que he desarrollado la mayor parte de mis relaciones tanto personales como profesionales.
Hay un gran sector de la sociedad que identifica habitualmente al mundo cultural con un supuesto carácter progresista e, incluso, transgresor y rebelde. La explicación a esta visión tiene algunos elementos históricos, en algunos casos bien documentados, pero en muchos otros exageradamente mitificados y alejados de la realidad. Aún hoy, existe el pensamiento generalizado y políticamente correcto entre algunos sectores de la izquierda de que los artistas e intelectuales son entes comprometidos con los valores sociales, sensibles, solidarios, alejados del poder y críticos. Se trata de una variación contemporánea de la clásica ecuación por la cual la virtud creadora está relacionada directamente con su equivalente moral. Algo que, sin embargo, ahonda sus raíces en una tradición filosófica conservadora que determina que el acto artístico tenía más que ver con Dios y sus valores abstractos que con el ser humano, y que su disfrute estaba alejado de cualquier interés mundano y material. En definitiva, una falacia muy rentable en ciertos contextos interesados en conservar los privilegios de clase y élite, pero que dista de cualquier tipo de carácter progresista. Pero esta fórmula le ha venido muy bien a ciertos elementos del sector cultural, sobre todo a aquellos que aliados con el poder y sus medios, nos venden sus «creaciones» y sus «ideas» como productos de una pureza ética incontestable. Y algunos grupos sociales que se autodenominan progresistas, muerden el anzuelo…
Un breve repaso histórico bastaría para desmontar la asociación entre el arte y su condición progresista. Resulta que nos educan en el arte de aquellos que satisfacían los ojos y oídos aristocráticos y eclesiásticos. Ese es el gran arte. Ese es el conocimiento que domina la eminencia cultural, lo que nos hace cultos. Todo se rompe con el siglo XX, es cierto. Los gustos burgueses lo cambiaron todo, pero el arte siguió haciéndose para aquellos que lo podían comprar, y así los artistas siguieron alcanzando su reconocimiento, ya fuese en vida o muertos… Y así hasta hoy. Muchos dirán que no, que mi posición es de un reduccionismo exagerado. Estoy dispuesto a admitir que mi reduccionismo resulta demasiado simplista y que no se detiene en matices, pero es que este artículo no tiene por objeto pararse en éstos, sino destacar elementos constantes que en la historia se repiten y que están en el fondo del problema que aquí voy a tratar y que tiene que ver con el comportamiento de ciertos «artistas» españoles recientemente. Pensar que un mundo (como por ejemplo el del arte contemporáneo) que vive de la subvención pública y la inversión de grandes corporaciones y entidades privadas (lejos de un verdadero interés cultural) no está condicionado ideológicamente es de una ingenuidad insostenible. Si además, a esta posición se añade el supuesto valor abstracto del medio y sus cualidades desinteresadas, las intenciones políticas de semejante discurso quedan en evidencia y dificilmente se pueden conjugar con los valores de «izquierdas».
Vemos a diario obras de artistas que encajan de maravilla con los valores de los grupos editoriales dominantes y una pléyade de críticos en los que es difícil distinguir entre la ficción y la realidad en lo que analizan, en los que no se sabe si lo que escriben es realmente una crítica o una promoción. Y alimentándose de esa idea saturada del artista libre y comprometido, resulta que se une un buen grupo de «iluminados» a defender el canon preventivo, a pedir el voto para la izquierda de escaparate… o a defender a «uno de los suyos», como si de una película de mafiosos se tratase, sin importarle si éste dice la verdad o no. Claro, me refiero al caso de Alejandro Sanz y su supuesta censura sufrida en Venezuela…
No hay mucho que añadir al caso de Alejandro Sanz. Después de lo ocurrido y lo demostrado, me sorprendí al ver que sí se le podría por fin reconocer cierto carácter artístico a lo que hace, pero en un terreno en el que él mismo seguramente ni se lo había planteado: el de la actuación dramática. Hasta ahora, cada vez que se le llamaba artista a este «hacedor» de tonadillas para descerebrados (¿o debería decir «descorazonados»?) sentía como si se le insultase a Mozart, Bartok, Miles Davis y muchos otros. Una vez descubierta la «mentira Sanz» y la campaña que le rodeó, empecé a valorar sus cualidades dramáticas. Así que firmé muy a gusto para que deje de cantar en http://www.petitiononline.com/nomasale/ y así impulsé su carrera interpretativa, que seguramente nos dé más satisfacciones a todos aquellos que tenemos algo de sensibilidad artística.
Sin embargo, lo sorprendente estaba por llegar. Los «artistas» españoles oficiales salieron en su defensa. Es decir, en defensa de su mentira y el invento. Y entonces se publicaron varias cartas y artículos dirigidos especialmente a Serrat y Sabina pidiéndoles que mostraran cierta dignidad en el asunto y se retractasen de haber firmado el documento que certifica como verdad la falsedad ideológicamente intencionada de Alejandro Sanz. Por respeto a ambos, he esperado ingenuamente. Nada ha llegado. En definitiva, que sabiendo de la mentira y teniendo los medios y la voz para hacerse oir, prefieren seguir del lado de la mentira que del representante soberano de un pueblo que se ha puesto al «mundo» en contra (entiendiendo por «mundo» a Estados Unidos y sus lacayos, como decía Chomsky recientemente) por el simple hecho de intentar distribuir la riqueza y la justicia social de su país. Para estos «artistas» es más importante que Alejandro Sanz tenga un altavoz para sus falsedades lloronas que los venezolanos aprendan a leer y escribir, tengan acceso a una sanidad pública, desarrollen programas de educación para todos, tengan ayudas para la alimentación, se reparta la tierra, se aprovechen los recursos nacionales y distribuya sus beneficios, etc. ¿Artistas desinformados o artistas malintencionados? Ninguna de las dos categorías le viene bien a la izquierda, pero desde luego el ejercicio de endogamia injustificada que demuestran dista mucho de ser una característica de progresismo intelectual alguno, ya que este es una forma de corrupción moral y profesional despreciable.
Sin embargo, en esta espera, sí han hecho algo. Han salido para pedir el voto a Zapatero. ¡Qué valientes estos artistas de «izquierdas»! Porque resulta que Zapatero sí representa sus valores y en España no hay nada por lo que firmar cartas de condena ni apoyo. Los artistas acomodados no entienden que porque le prohíban cantar a Fermín Muguruza, a Banda Bassotti o ataquen a Leo Bassi en este país (al que también se le denegó recientemente un centro por el alcalde de Toledo, del PSOE), eso sea motivo de movilización. Ni que prohíban partidos políticos, radios, periódicos o haya presos de opinión por el simple hecho de formar parte de asociaciones, organizaciones o fundaciones con el fundamento ideológico «erróneo». Ni tampoco que se condene o detenga a gente porque una figura está constitucionalmente por encima de todos los demás en este país, al que se le reconoce incluso el derecho a cualquier tipo de irresponsabilidad («la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad» dice la Constitución). Ni que se hagan reformas fiscales que afectan a los derechos de los trabajadores y al futuro de sus pensiones. Ni que bajo la imagen de una supuesta confrontación con la Iglesia, se aumente el aporte económico a ésta por parte de un gobierno que dirige un supuesto Estado aconfesional. Ni que las multinacionales españolas, con la protección del gobierno, arrasen allá donde vayan en América Latina. Ni que haya una ley para los españoles y otra para sus banqueros y grandes empresarios.
No, no hay nada que exigir en este paraíso que les ha construido el PSOE. En la burbuja cultural en la que viven hay suficiente oxígeno con ese canon que nos hace culpables a todos antes de haber utilizado cualquier artículo electrónico sospechoso de capacidad almacenadora. Porque los artistas para los que lo importante es que la cultura se conozca, que sea fuente de conocimiento y elemento de comunicación, y que prefieren que la gente les oiga o les lea antes de dejar sus trabajos en las estanterías de las tiendas, esos no existen para ellos. Existe la industria, que les ha dado acceso a la élite y a los medios de esa élite, la misma que gasta en promoción cien veces más que en creación o que vende los productos veinte veces por encima de los costes de producción.
Pero entre todo esto, se despeja la niebla y se ve mejor el paisaje. Transgresión, rebeldía, compromiso… A todos estos «artistas», gracias, por dejarnos cada vez más claro dónde estamos cada uno.