El arte de narrar de viva voz, con sus recursos – nobles, antiguos y sencillos, según Eliseo Diego- ha transitado el mismo camino de los relatos. En los orígenes su tecnología se centraba en lo oral, tomando los caminos y atajos de la imitación, escondida detrás de los mismos discursos simbólicos que viajaban de la […]
El arte de narrar de viva voz, con sus recursos – nobles, antiguos y sencillos, según Eliseo Diego- ha transitado el mismo camino de los relatos. En los orígenes su tecnología se centraba en lo oral, tomando los caminos y atajos de la imitación, escondida detrás de los mismos discursos simbólicos que viajaban de la boca del hablador hasta la oreja de los públicos, adoptando la forma de cuentos, consejas, leyendas, mitos, chismes, canciones y poemas.
Un aspirante a narrador, que debía tener oído, vista y memoria refinadas, perseguía a un Maestro, al que le copiaba desde el repertorio hasta los gestos, para luego intentar ser admitido en su círculo y exprimirle hasta la última gota de sabia. Una vez finalizado el tiempo de convivencia, el iniciado se lanzaba a la plaza pública intentando encontrar el verdadero pulso de su palabra y gestos, o el de sus contertulios, ansiosos y fascinados consumidores de mentiras.
La idea de los paraísos y de las edades de oro, armónicas y selectas, no escapa a la Narración oral. Siempre, en el imaginario, existió un tiempo, tan anterior como para no haber dejado evidencias, habitado únicamente por genios; llegándose a mitificar lo antiguo y rural, trayendo como consecuencia una feroz carrera entre los académicos que pugnaban por descubrir y apropiarse de las «versiones» más antiguas y de los portadores «más puros», es decir, los más ágrafos entre los analfabetos, y los más bucólicos entre los campesinos. Entonces la totalidad de los escaldos, aedos, ollham, ministriles, griot, juglares y trovadores fueron excepcionales, y cada montero un dueño de la palabra. Sabemos que donde quiera se cuecen habas. Falsificadores y fulleros, mediocres y buscavidas, convivieron con las cumbres, permitiendo, muy a pesar de los puristas, que las historias se conservaran y agazaparan a la vuelta de los caminos en espera de un verdadero iluminado, que las haría saltar hasta lo excepcional y lo prístino.
En el medio de esta realidad, hay que entender, además, que, según sea la época y la cultura, siempre existieron normas y pautas estables, regulares, que rigieron y conformaron el arte de narrar, y establecieron mecanismos para su trasmisión, conservación y uso. No existe un momento histórico en el que no podamos señalar sus rastros y rostros, solo que, a finales del siglo XIX, tanto en Europa como en los Estados Unidos, comienzan a aparecer narradores urbanos, influenciados por la Escritura, que, puestos ante el hecho probado de que se habían salido de los canales tradicionales de producción-enunciación, adoptaron nuevos derroteros, creando sistemas y reglas otras para su trabajo, en conformidad con las situaciones comunicacionales que les retaban.
Aparecieron, entonces, los narradores orales-escritores, que partieron de un presupuesto común: dar fe de sus trabajos y mañas, de sus recursos y modos, creando estructuras teóricas y prácticas, que echaron mano a los saberes acumulados desde la retórica grecolatina, el discurso religioso y político, hasta llegar a la propaganda y publicidad de diverso tinte y destino.
En esta corriente se inscribe la obra escrita de Mayra Navarro, reflejada en Aprendiendo a contar cuentos – Ed. Gente Nuevo (1999) y Ed. Pueblo y Educación (2012)-. Más que un libro con dos ediciones, lo que encontraremos es una primera y su reimpresión. Hubiéramos preferido otra versión, ampliada y corregida, que reflejara las trasformaciones y evolución del pensamiento y la practica de esta maestra cubana; pero los editores, y ella misma, prefirieron dejar para más tarde esta posibilidad, quizás apremiados por la necesidad de responder a necesidades pedagógicas vigentes, pues era necesario disponer de un texto que logre, dentro de la enseñanza artística regular, cumplir con el objetivo de ser, al unísono, testimonio sobre la obra de un cuentero moderno, y resumen teórico de las ideas, procedimientos y tendencias imprescindibles para que los candidatos a ejercer el viejo oficio puedan confrontar y consultar a través de un manual básico.
Más que hacer transformaciones o cirugías correctivas, que siempre desfiguran el rostro de algo o de alguien, o que son complejas y farragosas, quizás se debió incorporar un cuerpo de notas marginales que mostrara la evolución y/o actualización de algunas las ideas y conceptos de la autora, como, por ejemplo, sería dar fe de las imprecisiones que se esconden detrás de sintagmas y teorías generalizadas en el pasado siglo pero que hoy están ampliamente superadas. Es solo un señalamiento, que en nada afecta la creencia en la utilidad de la obra.
No estamos ante uno de esos trataditos que prometen a sus lectores, cautivos e ingenuos, formulas mágicas e infalibles. «Un golpe de manos, y usted será el mejor contador de cuentos de la historia». La escritora, casi en el pórtico, advierte que «… de hacerlo así [de usar el libro como conjuro o colección de ensalmos], resultaría un hecho frío y carente de vida, un esquema que nada tendría que ver con el arte», y, un poco más adelante, nos revela su propósito: «les recomiendo sentir estas páginas como un punto de partida para descubrir la esencia verdadera del arte de contar cuentos, poniendo a prueba la creatividad individual del artista».
Mayra Navarro nos coloca en su mismo ruedo, renunciando a las cómodas barreras o a las alturas del magíster, poniéndonos en contacto con sus fuentes, que son una combinación, mestiza y criolla, de los textos norteamericanos y europeos sobre el arte de contar cuentos (que conociera a través a de sus maestros María T. Freyre, Eliseo Diego y María del C. Garcini), el arsenal de la psicopedagogía, el movimiento teatral cubano vivenciado desde dentro, la Educación por el arte y el ejercicio tenaz, sostenido y excelente de la cuentería desde 1962, en la Biblioteca Nacional José Martí y en otras instituciones de la Cultura cubana, tanto con niños como con adultos, público que incorpora a su repertorio a partir de 1989.
La mayoría de los narradores orales profesionales de este país, al menos los radicados en la capital y sus periferias, reconocen en nuestra autora su primer motivo y palanca. Pocos somos los que no estudiamos con su método y muchos más los que lamentamos no haber sido parte de un sistema pedagógico en plena vigencia. Aprendiendo a contar cuentos constituye la suma, la síntesis, de estos aprendizajes. Los que ejercemos alguna forma de docencia tenemos la certeza de que hemos aprendido y consolidado nuestros saberes en la misma medida en que los hemos donado, pues ellos siempre regresan.
En Mayra Navarro estos retornos tienen muchos rostros, desde el Festival Primavera de Cuentos, el Proyecto NarrArte, hasta el Foro de Narración oral del Gran Teatro de La Habana, y las irradiaciones que estos eventos y espacios generan. Esperemos que, en lo mediato, podamos leer una versión corregida y ampliada de este texto, clásico en la forma y en sus raíces, cuya aparición deberíamos anticipar con la lectura del libro que tenemos ante nosotros, pues ya se sabe que «más vale pájaro en mano…».
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