Cuando en febrero de 1977 se promulgaba la legalización de Cuando en febrero de 1977 se promulgaba la legalización de los partidos políticos en España, no sólo se ponía fin a una prohibición de cuarenta años que había obligado a la clandestinidad a todas las organizaciones antifranquistas, sino que comenzaban a cerrarse en falso las […]
Cuando en febrero de 1977 se promulgaba la legalización de los partidos políticos en España, no sólo se ponía fin a una prohibición de cuarenta años que había obligado a la clandestinidad a todas las organizaciones antifranquistas, sino que comenzaban a cerrarse en falso las heridas abiertas por la insurrección militar contra la II República Española, ya que tal legalización excluía cualquier partido que se presentara como republicano. De hecho, las primeras elecciones democráticas tras el franquismo se llevaron a cabo sin que ningún partido o asociación republicana pudiera acceder a los comicios por estar expresamente prohibido inscribirse como tal.
Las circunstancias de aquellos momentos: miedo al involucionismo y al fantasma de otra asonada militar; ansias de recuperar en paz una normalidad política desconocida para varias generaciones de españoles; los efectos selectivos que una intoxicación de cuatro décadas de propaganda fascista ejercía sobre la memoria del núcleo mayoritario de la sociedad; memoria selectiva que la abocaba a desligarse de cualquier vínculo con el pasado, a mirar hacia delante y olvidar el ayer para refugiarse en un moderantismo que comenzaba a acuñar el término «centro» como opción política, habían propiciado el inicio de una balsámica transición de la dictadura al pluripartidismo, que, sin embargo, suponía -en contra del tan cacareado eslogan «transición sin ruptura»- la ruptura total y absoluta con aquel proceso democrático interrumpido a cañonazos en 1936.
Ahora se cumplen setenta y cinco años de su nacimiento y setenta de su asesinato. No creo que ni antes ni después de aquel 14 de abril de 1931 tomara las calles de España una muchedumbre comparable, un júbilo semejante, una ilusión tan viva. No puedo dejar de emocionarme ante los muchos documentos gráficos que han rescatado del tiempo y del olvido aquellos momentos indescriptibles, aquel latir de un pueblo que quería soñar, que deseaba elevarse sobre las ruinas de un régimen caduco para respirar el viento fresco del progreso. Las calles de Madrid, de Barcelona, de Sevilla, Valencia, Oviedo, Zaragoza… atestadas de pueblo, respirando con pulmones de pueblo, cantando con garganta de pueblo, dando rienda suelta a la más inocente y pura algarabía, con la utopía brillándole en los ojos, en la risa, en los sueños, en la luz de aquella primavera de hadas tricolores…
Cinco veranos conseguiría sobrevivir aquel parto de soles y esperanzas a todas las intrigas, cabildeos y venenos que pugnaban por minar sus cimientos desde la sórdida caverna reaccionaria donde urdían su acta de defunción caciques y ricachos de cotos y besanas, uniformes manchados de afrentas y traiciones, sotanas corrompidas de cruz y sepultura, y el fascismo emergente, que se crecía en el espejo criminal y fanático de Hitler y Mussolini.
En el sexto verano, los aires de España se llenaron de pólvora; la amapola y la espiga murieron fusiladas; la voz de la traición tronó con los cañones de los amotinados y con los bombardeos que iban asesinando el corazón de España, el futuro de España… La ira del pueblo, roja como su sangre, anegó las trincheras, se esparció por los campos y pateó las ciudades en defensa de lo que era suyo: una esperanza de manos limpias y sudor esforzado; una esperanza honesta que había encontrado amparo bajo la bandera roja, gualda y morada. Allí entregó el pueblo su alma de miliciano para defender la República que por primera vez en la historia había puesto la ley al lado del obrero, del jornalero, del trabajador; la que otorgó poderes a intelectuales, maestros y líderes obreros; la que con sus Misiones Pedagógicas de escuelas ambulantes -¡Vade retro Reforma!- y sus bibliotecas rurales había puesto enseñanza y lectura al alcance de los menos pudientes, no sólo para que adquirieran unos conocimientos antes siempre negados, sino para que tuviesen sed de cultura, ansias de conocer y conocerse. Allí aguantaron ambos, hasta la última hora, el odio de los buitres y de los mercaderes.
En el lejano exilio, León Felipe escribía con el pesar por pluma: «Franco… el sapo iscariote y ladrón repartiendo castigos y premios, y yo, callado aquí, callado, impasible, cuerdo…», mientras Neruda invocaba en su llanto por la España rota: «Venid a ver la sangre por las calles, venid a ver la sangre por las calles…» Y a Madrid, y a Albacete, y a otros puntos de España acudieron, no a verla, a derramarla, surgiendo de la niebla como héroes del fuego y del acero, solemnes y callados, con firmeza en los ojos y exigencia en los puños: ¡fusiles y justicia! Allí estaban, cada uno de su patria, dejando atrás su mundo más o menos lejano. Eran los brigadistas internacionales, venían a defender la libertad, a demostrar que la hermandad de causa no conoce fronteras, que la solidaridad anida en el hombre por encima de lenguas y costumbres. Polacos, belgas, rusos, franceses, canadienses, yanquis, griegos, ingleses…, unos cuarenta mil hombres venidos de cincuenta y tres países, prestos a empuñar las armas en defensa del gobierno legal y democrático de la República. Eran los voluntarios de la libertad, los caballeros de la humilde nobleza, los adelantados inteligentes que vieron en la Guerra Civil el heraldo anunciador de la que inmediatamente después convertiría Europa en campo de batalla. También por eso lucharon en España, para cortarle el paso a la barbarie del fascismo alemán e italiano antes de que pudiera alzar definitivamente su vuelo de rapiña. Lástima que el cobarde cinismo de los gobiernos «democráticos» de Inglaterra y Francia no tuvieran su misma claridad de ideas y dieran carta blanca a Mussolini y Hitler con su vergonzante tratado de «No agresión». Tal vez se hubieran ahorrado entonces el posterior calvario de ver a sus países destruidos y el nazismo campando por sus calles.
Pese al esfuerzo abnegado de todos, la guerra se perdió. Y la República, ligera de equipaje, puso un océano de por medio camino del exilio.
Hoy, cuando la democracia suena a moneda falsa, cuando las aspiraciones legítimas del pueblo militante han sido cuidadosa y alevosamente sometidas a la manipulación más fraudulenta por quienes se hicieron depositarios de ellas, cuando la corrupción campea por la política y de la izquierda no queda sino un nombre vacío de contenido, pervive poco ya de aquel espíritu de sueños tricolores; sólo nostalgia, cariño y un crepitar de ira. Una ira que extiende su mirada hasta el presente en un ejercicio de memoria histórica que, en ningún caso, debe detenerse en aquel experimento frustrado por el levantamiento reaccionario, sino recorrer todos los escalones hasta llegar aquí, a este momento en que el atrevimiento ha perdido el pudor y se permite frases como la que el «ecuánime» historiador Stanley G. Payne vomitaba en El Mundo [1] acerca de la fatal contienda: «La Guerra Civil fue una guerra de malos contra malos». Así lo dijo, y se quedó tan fresco. Dejando al margen su insufrible puerilidad -tan acorde con la del criminal gobierno de su país, enfrascado contra el «Eje del Mal», la defensa «del Bien» y otras cortinas de humo-, la monstruosa falsedad que encierra difícilmente encuentra parangón. Y puesto que la guerra la hicieron los sublevados, apoyados por el clero que salvando almas engordaba su cuerpo, los vasallos del rey defenestrado, los fascistas y la oligarquía recalcitrante, contra todo un pueblo y el gobierno democráticamente elegido en las urnas; tan «malos» hay que considerar a los agresores como, según Payne, al propio pueblo que se defendió. Tan malos eran, por ejemplo, los pilotos de la Legión Cóndor que arrasaron Guernica, como sus habitantes; los que asaltaban la casa ajena como los que defendían la propia; los que querían imponer sus ideas por la fuerza, que los que por la fuerza repelían la agresión; los moros que luchaban por el prometido botín de hembras y riquezas, que los brigadistas que vinieron a defender sus nobles ideales. ¡Todo el mundo es malo!, que viene a ser algo así como el negativo de ¡To er mundo es güeno!, y tan exculpatorio como éste.
Así hace la historia el revisionismo «objetivo».
Pero Payne no es el único que navega con la brújula rota. Hasta que no seamos conscientes de que el PP y el PSOE no representan sino dos facciones distintas del partido único del capital, de que ambos sólo aspiran a perpetuarse en un bipartidismo de alternancia al servicio de un capitalismo sin alternativas; que su rifirrafe cotidiano sólo obedece a que sus respuestas a los problemas del país son esencialmente idénticas; que no puede haber partidos de izquierda sin militancia ética, ni militancia ética sin ideología; que el fin de los partidos de izquierda debe ser la coherencia ideológica y no el «salir elegido»; esto es: que no hay que cambiar para ganar, sino ganar para cambiar -¡cuánto le debe este país a Julio Anguita y qué mal le ha pagado!-; que tan falsimedia es El Mundo como El País; que en el momento en que los sindicatos dejaron de ser de clase se convirtieron en un nido de trepas y burócratras cuya única aspiración es mantener el cargo… Cuando seamos plenamente conscientes de todo esto, comenzaremos a tener posibilidad de enderezar el rumbo y salir del atolladero donde nos han metido; de lo contrario, difícil será que mejoren las cosas hasta el punto de ver de nuevo ondear por los organismos oficiales la enseña tricolor de una nueva República.
En cualquier caso, y dado lo que hoy conmemoramos, si eres de la izquierda de ayer o de mañana, alza la copa del recuerdo y brinda por aquella idea luminosa de vida y esperanza que inundó de alegría la primavera de 1931 y por cuantos sufrieron, lucharon y murieron defendiéndola. Y recuerda siempre que aquel daño nunca fue reparado.
¡Salud!
¡Viva la República!
Nota:
[1] El Mundo, 21 de agosto 2005; pág. 8.