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Entre la delicia y la gratitud: un Marx más actual que nunca

Fuentes: Sin Permiso

Marco D’Eramo reflexiona sobre la actualidad de Marx a propósito de la interesante y útil antología de sus escritos realizada por Enrico Donaggio y Peter Kammerer. Karl Marx nació en Tréveris, hace ahora hace 189 años.

Una auténtica gozada: esa inteligencia que rebosa por todos los poros, esa prosa vivaz, esa capacidad de cabrearse e indignarse con razón. Ese ponerte frente a tí mismo. Y hay que agradecer a Enrico Donaggio y a Peter Kammerer habernos dado la ocasión de un placer tan intenso al editar para Feltrinelli una ágil antología de los escritos de Marx (Capitalismo: instrucciones de uso, 266 páginas, 10 euros).

Porque ocurre con las lecturas como con los amores, que, con el tiempo, llega uno hasta a olvidarse de las calidades voluptuosas que había experimentado: se recuerda sólo un gran placer, pero su peculiar irrepetibilidad se esfuma en la niebla. Así sucede con los textos, otrora tan glosados, de Marx.

Sólo él puede decir que «quien posee dinero» existe «como larva del capitalista». Sólo él puede sacarle punta a una frase hasta dejarla así: «La crítica no es una pasión del cerebro; es el cerebro de la pasión». ¡Y cómo le da vuelta a la tortilla!: «Nosotros no transformamos las cuestiones terrenales en cuestiones teológicas. Nosotros transformamos las cuestiones teológicas en cuestiones terrenales. Después de tanto tiempo de resolver la historia en supersticiones, nosotros resolvemos la superstición en historia».

Particularmente deslumbrantes son los ejemplos de Marx: «Una silla con cuatro patas cubierta de terciopelo, es decir, un objeto que sirve para sentarse, se convierte en un trono por la naturaleza de su valor de uso». O éste con que describe «la fuerza divina» del dinero: «Soy feo, pero puedo comprarme la más bella de las mujeres. Así pues, no soy feo, en la medida en que el efecto de la fealdad, su fuerza repulsiva, es anulada por el dinero. Soy un lisiado, pero el dinero me da 24 piernas…».

Esperemos que tenga éxito la operación de Kammerer y Donaggio, que, con sagaces ensamblajes y remisiones cruzadas, más que una floresta personal, lo que han logrado es un compendio sistemático de Marx: la razón de ser de una antología es acercar un pensamiento a quienes, aun si curiosos, les resulta ajeno. Por eso yo no sé qué efecto producirá en un joven la selección de textos aquí ofrecida, porque yo, en cambio, no he podido menos de recorrer ávidamente todos los fragmentos que una vez me produjeron hondas vibraciones cordiales, como si de una suerte de reunión filosófico-política de todas las arias que escuchaba una y otra vez de muchacho («fetichismo de la mercancía», «intelecto general», «todo lo sólido se desvanece en el aire») se tratara.

Lo que yo puedo es dar testimonio de una sorpresa sin cuento y de dos problemas irresueltos. La sorpresa: ¡qué actual sigue siendo Marx! Hay un paso sobre los economistas decimonónicos que trae irresistiblemente a la memoria a Francis Fukuyama y a su tesis del «fin de la historia» después de 1991: «Los economistas tienen un curioso modo de proceder. No hay para ellos sino dos tipos de instituciones: las del arte y las de la naturaleza. Las instituciones del feudalismo son instituciones artificiales; las de la burguesía, instituciones naturales. Y en eso, los economistas se asemejan a los teólogos, que distinguen también sólo dos tipos de religión. Toda religión que no sea la suya, es una invención de los hombres, mientras que la suya es una emanación de Dios». (Para los economistas, las relaciones de la producción burguesa) «son leyes naturales independientes de la influencia del tiempo. Son leyes eternas que tienen que gobernar siempre la sociedad. Así ha sido la historia; pero ahora habría dejado de haber historia».

No menos fulminantes son las descripciones del buenismo burgués: «Una parte de la burguesía desea poner remedio a los inconvenientes sociales, a fin de garantizar la existencia de la sociedad burguesa. Entran en esa categoría economistas, filántropos, humanitarios, mitigadores de la situación de las clases trabajadoras, organizadores de beneficencia, protectores de los animales, fundadores de sociedades contra excesos diversos y toda una variopinta progenie de obscuros reformadores…».

Pero, a la postre, esa increíble actualidad de Marx resulta problemática para nosotros que, en 2007, hablamos de escritos de 1844 o de 1865: ¿cómo puede resultar tan actual una mirada de hace siglo y medio? ¡¿Cómo, tras ciento cincuenta años de transformaciones fulminantes?! ¿No será que somos, nosotros, incapaces de comprender la específica novedad de nuestro tiempo, a diferencia de Marx, que comprendió cabalmente la del suyo? Me pregunto, en suma, si la actualidad de Marx no dependerá del hecho de que nosotros vemos en la realidad sólo aquella parte que sus categorías permiten aprehender con claridad, mientras que se nos escaparía todo lo que no ha sido iluminado por aquel imponente reflector que fue su indagación sobre el mundo.

Y luego: sin Hegel, no existiría Marx. Su fuerza furibunda, y aun esos giros y locuciones tan suyos, el carácter fulmíneo de ciertos asertos suyos, deben todo al filósofo suabo. Pero, precisamente, la impronta hegeliana me resulta hoy, tantos años después de haberme asomado por vez primera a sus ideas, la parte más frágil de Marx. No es cosa de embarcarse ahora aquí en una discusión sobre el concepto cardinal, y de todo punto hegeliano, de «alienación», el cual -tal como está planteado- sigue sin resultar convincente en su exigencia de una pretendida unidad romántica del hombre «para sí».

Más útil resultará apuntar a otro grave problema del marxismo, a saber: su extraordinaria capacidad diagnóstica comparada con su magra capacidad predictiva. Verdad es que un fenómeno como el de la URSS no podría haberlo previsto Marx en ningún caso. Pero eso depende tal vez de algo que pudiera ser imputado a la naturaleza sistémica de la historia humana: mientras que la dialéctica hegeliana produce síntesis, el mecanismo de retroalimentación (el feedback), que es la versión no idealista de aquélla, lo que produciría serían consecuencias inesperadas o no pretendidas.

En una lógica sistémica, una de las razones por las que fueron refutadas las previsiones de Marx, es la existencia misma del marxismo. El marxismo, participando en la organización del movimiento obrero, contribuyó al nacimiento, por un lado, de fuerzas reformistas, internas al sistema capitalista, como las socialdemocracias, el Labour, o el Frente Popular, que han contribuido a la larga a la desdramatización de los movimientos revolucionarios de la clase obrera. Por otro lado, con el leninismo y las revoluciones socialistas «en un solo país», se reintroducía el nacionalismo (y su versión tecermundista, «los frentes de liberación nacional») en el horizonte del proletariado mundial. Marx tenía en mente un capitalismo en el que el marxismo no operaba. Tal vez si los dirigentes sindicales, socialdemócratas o bolcheviques no se hubieran apropiado de Marx, y si los burgueses y los capitalistas no lo hubieran estudiado atentamente para neutralizar su lógica, tal vez entonces, ¡quien sabe!, los proletarios del mundo se habrían unido hace tiempo.

Mas todo eso es sabiduría postrera. Quedan, en cambio, la gratitud y la delicia. Gratitud, porque, tras milenios en que los objetos del filosofar eran el ser, la substancia, la esencia, la transcedencia, el nóumeno, o el yo, con Marx irrumpen como objetos del pensamiento entidades inimaginables para la tradición clásica, como la mina, la fábrica, la venta de sí propio, las mercancías, la calderilla. Y la delicia de sentencias como ésta: «La exigencia de abandonar las ilusiones respecto de la propia condición [del pueblo] es la exigencia de abandonar una condición que necesita de ilusiones.»

Marco d’Eramo es un analista político y ensayista italiano que escribe regularmente en el cotidiano comunista Il Manifesto.

Traducción para www.sinpermiso.info: Casiopea Altisench