Una vez más se ha agitado el caldero. Nuevamente, como en otras ocasiones, ha surgido un «conflicto fronterizo» entre Perú y Chile como una manera de alentar intereses turbios, encubrir descontentos reales, tender cortinas de humo para atontar a los pueblos y promover carreras armamentistas. A diferencia de otras épocas, esta vez el debate ha […]
Una vez más se ha agitado el caldero. Nuevamente, como en otras ocasiones, ha surgido un «conflicto fronterizo» entre Perú y Chile como una manera de alentar intereses turbios, encubrir descontentos reales, tender cortinas de humo para atontar a los pueblos y promover carreras armamentistas.
A diferencia de otras épocas, esta vez el debate ha surgido en el plano marítimo a partir de la resolución adoptada por la Comisión de Constitución del Congreso Peruano sobre la línea de base para el dominio marítimo. En Santiago -según parece- la oligarquía chilena y los grupos chovinistas tradicionales, han puesto el grito en el cielo; y las autoridades oficiales han amenazado incluso con recurrir a los organismos internacionales, recordando tal vez que el Secretario General de la OEA es un ciudadano de esa nacionalidad.
El tema en sí, no es excepcionalmente trascendente ni tiene aplicación inmediata. Responde a largas diferencias que deben ser analizadas y resueltas mediante el diálogo, con paciencia, sabiduría y equidad, entre dos pueblos que se saben hermanos, que tienen los mismos intereses en el plano del progreso y el desarrollo, y los mismos enemigos que buscan impedirles la construcción de sociedades verdaderamente democráticas.
El que ahora los parlamentarios del Perú tomen cartas en el asunto, se explica ciertamente porque estamos en víspera de una contienda electoral. En la perspectiva de los comicios de abril del próximo año, una «defensa intransigente de los intereses de la patria» le cae como pera en dulce a la camarilla corrupta del APRA y a los politiqueros de oficio que le hacen el juego. Sobre todo porque es también una manera de enrostrar a la cancillería una política «débil» en relación al expansionismo chileno. Una línea sobre el mar, además, le sale a cuenta en lugar de ver el fondo, que es simplemente económico: hay en el Perú 4 mil millones de dólares chilenos que han cautivado buena parte del mercado interno. Los grandes almacenes comerciales como Saga Fallabella Tottus o Ripley, son chilenos, pero no pertenecen al país del sur. Nada tienen en común con la patria de Allende o de Neruda. Son más bien la expresión del Gran Capital acumulada en manos de los Momios, esa clase dominante que se dio maña para amamantar en el pasado a los González Videla y a los Pinochet.
Si ahora presionan a nuestro país es porque buscan los puertos, asociados con banqueros peruanos, como Dionisio Romero, o porque tratan de afirmar su dominio alcanzando el control de los aeropuertos para lo cual ya han dado un buenos pasos.
El estilo es el mismo. Y parte de la idea de afirmar que Chile es una unidad total, que los chilenos, cualquiera sea su origen o extracción social, por «patriotismo» o «espíritu nacional» se incorporan a la defensa de los intereses de la clase dominante porque ella es la poderosa y su ejército «el jamás vencido».
Haría bien la izquierda peruana y el movimiento popular de nuestro país si percibiera que en el escenario del sur no hay una posición homogénea y que ahora -como siempre- hay fuerzas contestatarias que ponen por encima de todo la relación entre los hombres y los pueblos, y que no se enfrentan por intereses mezquinos.
Una afirmación de esto la acaba de proporcionar el candidato presidencial Tomás Hirsch que ha puesto en evidencia la maniobra de las camarillas dirigentes de las tierras del Mapocho empeñadas en utilizar el tema «para distraer la atención ciudadana por la caída en las encuestas de la candidatura de Michelle Bachelet». Demostración clara que los afanes electorales no son privativos de nuestro país sino que asoman también más allá de nuestras fronteras.
Y es que aquí y allá se quiere, en efecto utilizar el caso por afán electoral. Y es bueno que eso se perciba para que se busque una solución por vía directa, y no a través de mecanismos multilaterales que responden a los intereses de las grandes potencias dominantes.
En lo que respecta a los peruanos, debemos ser conscientes que defender realmente la soberanía nacional no es trazar una línea imaginaria sobre el mar. Es, básicamente, preservar nuestra independencia y nuestra soberanía. Y es bueno subrayarlo ahora cuando muy recientemente el New York Times nos ha recordado cómo gracias al régimen fujimorista y sus protectores de ayer y de hoy, la empresa norteamericana Yanacocha, se ha llevado de nuestro país 500,000 kilos de oro puro en los últimos ocho años, por valor de 7 mil millones de dólares, y a cambio de eso, nos ha dejado cerros enteros cubiertos con cianuro.
El verdadero patriotismo no radica entonces en atizar diferencias con pueblos hermanos sino enfrentar la expoliadora voracidad de los monopolios. Peruanos y chilenos tenemos ahí una larga batalla por delante.
Gustavo Espinoza M. es miembro del Colectivo peruano «Nuestra Bandera»