El día 17 de este mes se cumplen 41 años de las ejecuciones por garrote vil de los anarquistas Francisco Granado Gata y Joaquín Delgado Martínez. Sin duda, dos de los crímenes franquistas menos recordados por culpa del silencio cómplice de una izquierda miedica a la que no interesa divulgar que en las Españas hubo […]
El día 17 de este mes se cumplen 41 años de las ejecuciones por garrote vil de los anarquistas Francisco Granado Gata y Joaquín Delgado Martínez.
Sin duda, dos de los crímenes franquistas menos recordados por culpa del silencio cómplice de una izquierda miedica a la que no interesa divulgar que en las Españas hubo alguna vez otra forma de lucha. No vaya a ser que su conocimiento resulte sugerente a algún desesperado paria de la tierra borbónica. El parte médico forense aseguraba que las muertes habían tenido «como causa inmediata, asistolia; y como causa fundamental, traumatismo bulbar». Un eufemismo hipócrita de algún funcionario de bata blanca y camisa azul. Como el de aquel juez canalla que achacó la muerte de mi abuelo, asesinado por la Guardia Civil en 1.937, a «la revolución marxista».
Se les acusó de colocar sendos artefactos explosivos en el edificio de la Dirección General de Seguridad y en la sede del Sindicato Vertical, ambos en Madrid, que no produjeron víctimas mortales. Sin embargo, Francisco y Joaquín eran inocentes de los cargos que se les imputaban. Hoy lo sabemos porque hace diez años, otros dos militantes, Antonio Martín Bellido y Sergio Hernández, se declararon públicamente autores de los atentados.
Poco importa. Si hubiesen podido, habrían puesto ellos mismos las bombas contra el Régimen, como las habría colocado cualquier persona de bien. A eso se le llama «Resistencia», ¿recuerdan? Poco importó, decía, la autoría material. Lo único que los jueces necesitaban conocer para condenar a Delgado y a Granado era su militancia en las Juventudes Libertarias y en la organización anarquista Defensa Interior.
No hacía falta más pruebas de su delito. Si eran anarquistas, eran culpables y había que matarlos en nombre de la ley y del orden nacional sindicalista. El reloj de la cárcel de Carabanchel marcaba las cinco de la madrugada cuando el verdugo dio la última vuelta de garrote. En aquel momento, Fraga Iribarne era ministro de Información y Turismo, y quince días después Berlanga estrenaba su película en La Mostra de Venecia.