Con el efecto de arrastre de un frente municipalista republicano tipo años treinta, la técnica de eclosión social de la actual izquierda abertzale y el impulso ético de la revuelta del 15-M como factor dinamizador, pueden fabricarse los mimbres de un modelo transformador capaz de afirmar un proceso constituyente que dé al traste con el […]
Con el efecto de arrastre de un frente municipalista republicano tipo años treinta, la técnica de eclosión social de la actual izquierda abertzale y el impulso ético de la revuelta del 15-M como factor dinamizador, pueden fabricarse los mimbres de un modelo transformador capaz de afirmar un proceso constituyente que dé al traste con el sistema de numerus clausus vigente y supere la emergencia civilizatoria desatada por la gestión caníbal de la crisis.
1931 y 1975, estos son los años-clave que trajeron profundos cambios políticos en la reciente historia de España. Dos fechas que se parecen en lo que las distingue. En 1931, la resaca de la crisis económica mundial, junto con torva intransigencia de una monarquía Alfonsina fidelizada con las clases altas, dio lugar a un cambio de régimen en favor de una Segunda República moderada, de estirpe burgués y liberal, en la que en un principio la presencia de la izquierda parlamentaria (no así de los sindicatos de clase CNT y UGT) era casi testimonial. Cuarenta y cuatro años más tarde el ciclo que se habría ante los españoles era de signo resueltamentecontrario. Esta vez, de nuevo, una adversa coyuntura económica provocada por la primera crisis el petróleo que ha conocido la contemporaneidad, condicionaba que el ansiado cambio quedara en metáfora.
Aquí, al revés que en el cismático 31, el agotamiento del modelo político se debía a la desaparición física de dictador y no el empuje de las fuerzas de la oposición. Una circunstancia que fue hábilmente aprovechada por los propios franquistas para urdir una fuga hacia adelante pactando un recambio lampedusiano con la cúpulas de esos partidos y sindicatos. Así, lo que en los años treinta derivó en un vaivén democratizador que sería dinamitado por el cruento Alzamiento militar, en los setenta significaría la reinstauración de la monarquía en la persona designada por Franco. El denominador común entre una y otra experiencia histórica es la falta de una mayoría social capaz de consolidar un proceso de transformación sin el nihil obstat de los sectores conservadores que han detentado el poder desde la híbrida constitución de Cádiz en 1812.
De ahí que el interrogante sobre si ahora es posible la ruptura democrática que entonces se frustró haya que ponderarlo desde la perspectiva de esa mayoría activa para el cambio sostenible, que no significa una demasía numérica, sino una suficiencia determinante. Todo ello con la aceleración histórica que añade el hecho de que a la necesaria ruptura interna hoy ya hay que sumar la más que deseable ruptura externa con un sistema de explotación abusivo y depredador que pone en peligro el medio ambiente natural comprometiendo el futuro de las generaciones venideras. Es la tarea del héroe. Pero como lo que tenemos ante nosotros es una misión humana, limitada y temporal, parece aconsejable plantear el reto desde el posibilismo no fundamentalista. ¿Cuál seria, en ese contexto, el punto débil del sistema, ese talón de Aquiles que convenientemente manejado puede actuar como palanca para desencadenar el cambio?
La respuesta parece clara dada la conjunción de las fuerzas hegemónicas en ese vómito del»atado y bien atado» que nos domina: la monarquía del 18 de julio santificada por la Constitución de 1978, que como la canovista de 1876 ha sido un ardid para integrar a la nueva aristocracia del dinero con la oligarquía heredera del franquismo. Nuestro objetivo debe ser, pues, promover una asamblea constituyente de abajo arriba y de la fuera adentro, que devuelva al pueblo una soberanía doblemente secuestrada por los poderes micronacionales domésticos y por los macro estatales del marco europeo. La galopante corrupción que anida en uno y otro contexto debería suponer un aliciente para que la ciudadanía comprenda que sólo a través de la ruptura se puede establecer un marco de convivencia a la medida de las personas. El problema es operativo, ¿cómo lograr una movilización tan consistente que indefectiblemente genere el proceso constituyente?
En teoría hay varios caminos para lograrlo. Uno, el más clásico, es a través de los trillados mecanismos parlamentarios. Es decir, logrando la mayoría necesaria entre las fuerzas con representación en las cámaras para proceder a la revisión (total o parcial) de la constitución vigente. Pero eso a día de doy es casi una utopía. El grado de implicación con la monarquía de los principales grupos parlamentarios hace prácticamente imposible esperar de ellos un cambio contrario a sus intereses estratégicos. Sólo un cataclismo político que cambiara radicalmente la faz de esa representación,y originara la jubilación de la vieja guardia comprometida con los pactos de sangre de la transición, podría abrir brecha a esa posibilidad. E incluso así, dado el sistema reforzado de mayorías exigido para cambios en la Carta Magna, sería extremadamente difícil consumar esa opción.
La segunda posibilidad está en relación directa con las revueltas de indignación popular que han llevado a ocupar calles y plazas a una parte sustantiva de la ciudadanía más activa y responsable, en la estela de sus equivalentes en las distintas experiencias de la primavera árabe. En estas movilizaciones populares anidan sin duda grandes yacimientos de iniciativa transformadora, que de continuar, crecer y expandirse exponencialmente podrían suministrar una acumulación de fuerzas capaz de crear las condiciones para abrir un nuevo tiempo político. El problema es que se trata de un movimiento extraparlamentario, que por sí sólo carece en principio de la sustancia de la que están hechos los acontecimientos que oficializan el cambio de ciclo. Claro que si la inteligencia colectiva que está demostrando esa galaxia insurreccional que gira en torno del 15-M alcanzara a aglutinar a las bases de los sindicatos de clase, una vez depurados los elementos que frenan su incorporación a la protesta radical, el camino hacía la ruptura se habría despejado considerablemente. En tal caso, habría una España oficial bunkerizada y corrupta a la defensiva frente a una España real, combativa y democrática que supondría en la práctica una enmienda a la totalidad del burocrático nicho institucional.
Sin embargo, cuando las dos variables ya expuestas adquieren una relevancia que trasciende de sus iniciales limitaciones y alumbran una perspectiva de calado francamente rupturista es utilizando la plataforma de las elecciones municipales como factor galvanizador de la desconexión con el sistema. Lo que significa volver la mirada inquisitiva a los hechos del 31 con los códigos sociológicos y las realidades estructurales de inicios del siglo XXI. El pensar local para el actual global que está inserto en el ADN de la democracia de proximidad. De esta forma, insertando una mayoría de candidaturas republicanas ganadoras en el tejido político municipal no sólo se lograría deslegitimar el poder del aparato del Estado, un artefacto enfeudado en un modelo dinástico, neoliberal y confesional, sino que se llenaría de contenido a las revueltas populares, que suelen ser esencialmente urbanas, y al mismo tiempo se colocaría una bomba de tiempo en la necrosadas cúpulas del duopolio parlamentario dominante. Ese efecto dominó y el inevitable contagio que la bola de nieve asambleariacapitalizaría, acarrearía tal acumulación de fuerzas transformadoras que podrían promover con éxito un proceso constituyente, aparte de inmunizarle ante las inevitables tentaciones desestabilizadoras de los cancerberos del statu quo al venir cargado de legitimidad de origen.
La propuesta esbozada no es un mero ejercicio teórico ni un voluntarista brindis al sol. Viene avalada por dos tradiciones políticas que, aunque distintas en su naturaleza y distantes en el tiempo, están refrendadas por su demostrada eficiencia. Y ambas articulan resortes creativos de legalidad institucional junto al impulso democrático inclusivo que significa la proclamación del pueblo insurgente, una voz participativa que normalmente permanece extramuros de un modelo político sumido en el decisionismo. Se trataría de la confluencia constituyente de quienes han accedido a la conciencia de que los agentes del sistema «no nos representan» y de los que aún sometidos a su compulsión representativa como víctimas de la crisis económica, pueden en momentos de catarsis desertar hacia posiciones más esclarecidas. Todo con el fin de enriquecer un alud multitudinario, superador del amorfo y despersonalizado movimiento de masas, donde lo colectivo y lo individual se retroalimenten, que es una de las grandes virtudes del 15-M realmente existente.
La primera tradicional es la libertaria de los años treinta del siglo pasado y la otra es la esgrimida en la actualidad por la izquierda abertzale en su colosal desafío autodeterminacionista. Una pone en valor su transversalidad abstencionista, haciendo de él un activo para el cambio de régimen en esos raros momentos estelares que ofrece la historia para construir una verdadera demo-acracia que liquide la heteronomía representativa.La otra, dotada del vigor y la ejemplaridad que supone su presentismo, aduce el mérito de aglutinar en una larga marcha de resistencia a una mayoría popular que ha derivado en hegemonía social mediante un proceso de acumulación de fuerzas sobre el principio reivindicativo de la autonomía. No hay caminos para la democracia, la democracia es el camino.
(Este artículo está inspirado en el libro de reciente publicación Por una asamblea constituyente. Una solución democrática a la crisis. Editado por Sequitur).