Reseña de «The Reckoning: From the Second Slavery to Abolition, 1776–1888», de Robin Blackburn (Verso, 2024).
La esclavitud en Estados Unidos, Brasil y Cuba dependía de los mercados capitalistas, que suministraban crédito y demanda para los productos fabricados por los esclavos. The Reckoning, la monumental historia de Robin Blackburn, ofrece un relato vertiginoso de la política que se esconde tras el auge y la caída de este sistema.
W.E.B. Du Bois calificó el auge y la caída de la esclavitud en América como «el drama más magnífico de los últimos mil años de la historia de la humanidad». Es un drama que sigue atenazando la imaginación popular, que tiene sus propias interpretaciones: la esclavitud como un «pecado original» que maldice al Nuevo Mundo con una dominación racial perpetua, la abolición como una cruzada puramente moral contra un régimen de supremacía blanca dirigido por y para una clase de crueles esclavistas, la esclavitud como una plaga premoderna que frena el progreso, la abolición como la marcha hacia adelante históricamente inevitable del progreso, la abolición como una aberración histórica.
A los historiadores, incluso a los que han adoptado estas narrativas tan amplias, les ha resultado útil considerar que el drama de la esclavitud en el Nuevo Mundo se desarrolla en dos actos. Desde los primeros años de la colonización europea hasta principios del siglo XIX hubo una «primera esclavitud», pionera en el crecimiento de las plantaciones de productos básicos en las Américas bajo la égida de la protección imperial.
Luego, tras la Revolución Haitiana y la destrucción de la esclavitud en gran parte del Caribe y América Latina, surgió una «segunda esclavitud» decimonónica centrada en Estados Unidos, Brasil y Cuba (los territorios ABC, centrados respectivamente en el algodón, el café y el azúcar). Además de cubrir un nuevo espacio geográfico, esta esclavitud era «más autónoma, más duradera y, en términos de mercado, más “productiva” (…) capaz de resistir el desafío de la Era de la Revolución y de satisfacer la creciente demanda de productos de las plantaciones».
Esta es la periodización que ofrece el eminente historiador marxista Robin Blackburn en su obra The Reckoning: From the Second Slavery to Abolition, 1776-1888. The Reckoning es el volumen que culmina el proyecto de décadas de Blackburn sobre el auge y la caída de la esclavitud en las Américas, rematando una trilogía que comenzó con The Overthrow of Colonial Slavery, 1776-1848, que considera los movimientos de emancipación en las colonias británicas, francesas y españolas del Nuevo Mundo. En su siguiente entrega, Blackburn retrocedió en el tiempo: The Making of New World Slavery: From the Baroque to the Modern, 1492-1800 detalla los orígenes de los sistemas esclavistas trastornados por la Era de las Revoluciones (dos volúmenes adicionales completan estos tres principales: An Unfinished Revolution: Karl Marx and Abraham Lincoln y The American Crucible: Slavery, Emancipation and Human Rights).
Completando esta serie de tomos con un estudio detallado de la esclavitud y la emancipación del siglo XIX en los territorios ABC, The Reckoning presenta esta dramática historia despojada de la mitificación nacional y de las oposiciones tan moralistas como ahistóricas sobre el bien y el mal. Se propone (y lo consigue) la tarea de superar las suposiciones trilladas que con demasiada frecuencia rigen nuestra comprensión de la esclavitud y la libertad.
En la narrativa de Blackburn, la segunda esclavitud emerge como un proceso desordenado, siempre cambiante y contradictorio, gobernado por agentes en conflicto con lealtades e intereses a menudo mutables. Fue un horrible milagro: un sistema de dominación absoluta que se expandía a medida que los viejos órdenes se desmoronaban a su alrededor, y sus amos encontraban nuevas formas de acomodarlo e imbricarlo en el orden decimonónico del capitalismo liberal. La segunda esclavitud, insiste Blackburn, estaba «encerrada en la órbita del capital industrial», que la sostenía proporcionando mercados para las mercancías producidas mediante el trabajo forzado y crédito para un mercado de seres humanos altamente especulativo.
Sin embargo, su relato también hace hincapié en la contingencia histórica de esta esclavitud y, por tanto, en las opciones políticas —y no solo en los determinantes económicos— necesarias tanto para mantener como para socavar su dominio. Blackburn sigue siendo consciente de las fuerzas estructurales de clase propias de la historia marxista, pero insiste en el modo en que las elecciones contextuales específicas de los actores determinaron la posibilidad misma de esas fuerzas. Los esclavistas tuvieron que actuar para constituirse como clase dominante, para defenderse de «acontecimientos revolucionarios que podrían haberlos consumido por completo». Su éxito transitorio no era un hecho, y sus maniobras políticas acabaron enfrentándose a demasiadas limitaciones y demasiada oposición.
Al proponer la esclavitud del siglo XIX como un fenómeno de la misma naturaleza que el capitalismo contemporáneo, se corre el riesgo de caer en un determinismo pesimista que parece incapaz de explicar el progreso de la abolición (si el capitalismo siempre ha parecido basarse en la esclavitud, ¿cómo explicamos algo como la Guerra Civil de los Estados Unidos?) y en una abstracción descuidada. Es demasiado fácil decir, aunque sea cierto, que la producción capitalista (independientemente de sus lógicas definitorias de trabajo libre) a menudo depende del trabajo no libre en la periferia global. Blackburn evita estos escollos; su exposición nos recuerda que solo podemos hacer tales abstracciones describiendo primero realidades empíricas concretas.
Debemos ser capaces de explicar por qué, cómo y en qué formas ciertas instancias de trabajo no libre bajo el capitalismo se mantuvieron y dieron paso a otros arreglos. La segunda esclavitud fue constitutivamente transitoria, útil en la forma en que «ayudó a cerrar las brechas» en el avance «desigual e incompleto» del capitalismo en el siglo XIX. Este avance no fue una «marcha irresistible del progreso», sino una «sucesión de opciones claras u ocultas, siendo una de las más importantes la de estar a favor o en contra de la esclavitud». La opción «contra la esclavitud» prevaleció, pero no sin una lucha política.
Las condiciones políticas de la segunda esclavitud
En una profunda ironía, el auge de la «Segunda Esclavitud» fue posible gracias al éxito de grandes luchas históricas mundiales por la libertad política. «Las victorias de la Revolución Estadounidense en 1783 y de la Revolución Haitiana en 1804», escribe Blackburn, «tuvieron impactos altamente contradictorios». La primera consolidó el poder de una clase esclavista ahora políticamente independiente para expandir geográficamente la producción; la destrucción de la esclavitud en Santo Domingo abrió una oportunidad para que los plantadores de azúcar de otros lugares, como Cuba, pudieran satisfacer la demanda.
Los cambios políticos que se produjeron en esta época también propiciaron el avance del complejo de plantaciones azucareras en la isla española, el llamado «milagro cubano». Las reformas metropolitanas y la guerra revolucionaria global condujeron a la «cubanización» de la producción comercial: el desarrollo de infraestructuras en la isla mediante la creación de monopolios coloniales, una posterior relajación de los controles del mercado influida por el libre comercio, destinada a fomentar el crecimiento de los ingresos y fácilmente aceptada por la incipiente clase plantadora y, sobre todo, un acceso más completo a los suministros, los esclavos y los compradores a medida que el control de la metrópoli sobre el comercio se desmoronaba durante las guerras napoleónicas. Del mismo modo, en Brasil, la liberalización del comercio (y, a diferencia de Cuba, la independencia política en 1822) fomentó una «bonanza del comercio de esclavos» que «supuso una expansión de la capacidad productiva de Brasil» entre 1780 y 1830.
Mientras tanto, como Estados Unidos ya había logrado la independencia, la expansión de la esclavitud quedó vinculada al proyecto de protección de las nuevas fronteras políticas. El teatro sureño de la Guerra de 1812 contra los británicos —y las numerosas ofensivas de desalojo de indios a partir de la década de 1780— pueden entenderse así como proyectos de mantenimiento de la seguridad contra la «incipiente colaboración entre los indios, los negros, los británicos y los españoles» que podría amenazar el recién acuñado dominio estadounidense.
La segunda esclavitud, subraya Blackburn, llegó a los nuevos territorios a través de la fuerza bruta, la del Estado, que respaldaba los intereses de las élites de colonos esclavistas. La colonización no fue dirigida simplemente por pequeños propietarios libres que trabajaban sus propias tierras, sino que fue promovida por el objetivo financiero y especulativo de los plantadores de extraer valor monetario —a través de los esclavos— de la tierra. La perspectiva de la tierra disponible significaba que el trabajo gratuito en las plantaciones quedaba descartado de hecho por una economía política fronteriza dominada por los plantadores comerciales que se comían la tierra. En las zonas escasamente pobladas, señala Blackburn, los plantadores se enfrentaban a la escasez de mano de obra; los emigrantes europeos libres preferían marcharse por su cuenta antes que someterse a trabajar en una plantación. Sin embargo, «los bancos y los factores algodoneros» estaban «impacientes y ansiosos por obtener un beneficio rápido», y la esclavitud «permitía desbrozar y cultivar la tierra con rapidez».
La colonización requería la coerción del cañón del fusil y el chasquido del látigo. Como el propio Marx observó en su sección sobre la colonización en El capital, la colonización «espontánea y no regulada» por parte de los vasallos no se prestaría a la acumulación capitalista. Estos últimos trabajarían simplemente para reproducir sus propias vidas, mientras que el capitalismo se basa en la explotación del trabajo. En consecuencia, Marx concluyó que «el impulso a la autoexpropiación por parte de la humanidad trabajadora para gloria del capital, existe tan poco que la esclavitud (…) es la única base natural de la riqueza colonial».
Capitalismo y esclavitud
El dinamismo prometeico y las fluctuaciones volátiles del capital fueron cruciales para el auge distintivo de la segunda esclavitud. El crédito era el rey. El auge del azúcar en Cuba a partir de la década de 1780 fue posible gracias al nuevo acceso de los plantadores al crédito a través de los comerciantes locales; a lo largo del siglo XIX, los plantadores cubanos más ricos reinvirtieron los beneficios del comercio y la construcción de ferrocarriles en la agricultura. En Brasil, los establecimientos comerciales internacionales de las grandes ciudades dispensaron el crédito en el que se apoyó el desarrollo de la esclavitud.
Los plantadores de algodón estadounidenses (que llegaron como colonos «generosamente dotados de crédito y de todas las facilidades comerciales») prometían su futura cosecha como garantía de los anticipos que recibían para comprar suministros para el cultivo cada temporada. El alto valor de mercado de sus trabajadores esclavizados ayudó especialmente a desencadenar la productividad capitalista de sus dominios. Basándose en el trabajo del historiador John Clegg, Blackburn señala que los plantadores estadounidenses se aprovecharon de una ley colonial británica de 1732 que eliminaba las restricciones sobre los activos que podían utilizarse como garantía. Por tanto, los plantadores podían poner esclavos —como algodón o tierras— para recibir créditos, cultivando un mercado financiero de esclavos.
Sin la protección mercantil colonial de la primera esclavitud, esta expansión del endeudamiento fue un «acicate para producir más y estar más abiertos a la innovación», ya que aumentó la dependencia de los plantadores de la rentabilidad del mercado (y la producción de esclavos era, como insiste Blackburn, bastante rentable) para seguir siendo solventes. La «disciplina de mercado» fue uno de los «principales motores» de la producción de las plantaciones en Estados Unidos, lo que llevó a los plantadores a obsesionarse tanto con la obtención de variedades de algodón más abundantes como con hacer trabajar más a sus esclavos.
Los esclavos eran un nodo crucial en la matriz de las finanzas de los plantadores, existiendo simultáneamente como inversiones de capital y como mano de obra explotada (en términos marxianos, su fuerza de trabajo se compraba de una vez en una suma global). El principio de la propiedad se consolidó en la segunda esclavitud; las manumisiones disminuyeron en Cuba y Brasil, donde antes eran más frecuentes que en el sur de Estados Unidos. A medida que la mano de obra esclava se hacía más valiosa, el aumento de los precios de los esclavos dificultaba comprar la propia libertad, al tiempo que convertía a los esclavos en el activo financiero «más importante» de una hacienda: la alquimia del mercado había dado a estos modernos representantes de una antigua forma de explotación un «carácter cada vez más capitalista».
A medida que aumentaba el valor de los esclavos y se profundizaba el endeudamiento, los plantadores trataban de «extraer el máximo de trabajo continuo de sus bienes muebles y, de esta forma, rentabilizar su fuerte inversión inicial». Los trabajos forzados casi constantes se convirtieron en la norma, tanto si contribuían a la producción de mercancías como a la fabricación doméstica necesaria para mantener la vida en las plantaciones.
La productividad se mantenía gracias a la violencia bruta del amo y el capataz, pero se perfeccionaba aún más con la adopción y el perfeccionamiento por parte de los plantadores de los modelos capitalistas de trabajo como la estandarización o los registros cuantificados. Como señaló Marx en El capital, la subsunción del trabajo esclavo en el mercado mundial capitalista permitió que «los horrores civilizados del exceso de trabajo» se «concedieran fácilmente a los horrores bárbaros de la esclavitud».
Uno de los logros de The Reckoning es aportar claridad al largo debate sobre la relación entre esclavitud y capitalismo. El espacio no permite hacer un recuento completo de estas discusiones; baste decir que Blackburn se opone a las interpretaciones que ven la esclavitud del siglo XIX como elemento necesario, antecedente o causante de los mecanismos específicos del crecimiento capitalista en el norte de Estados Unidos y Gran Bretaña y Europa. En trabajos anteriores ha respaldado una versión matizada de la tesis, planteada por el historiador y político Eric Williams, de que el ascenso capitalista de Inglaterra en el siglo XVIII fue posible gracias a la «superexplotación» de los esclavos en América. Pero en The Reckoning, Blackburn pide a los lectores que
den vuelta la tesis de Williams y se pregunten cómo el auge del capitalismo en Europa generó una esclavitud más completa en el Nuevo Mundo, una esclavitud que requería (…) las estructuras fungibles de una empresa dependiente de los mercados mundiales (…) [E]n la construcción de la segunda esclavitud, el principal motivo de los plantadores era ganar dinero.
Los mercados de crédito, tan importantes para la segunda esclavitud, tenían que existir antes para poder ser utilizados; lo mismo ocurría con la demanda industrial que daba cabida a los productos fabricados en las plantaciones. En otras palabras, el capitalismo libre de la metrópoli no dependía de la segunda esclavitud, sino que esta dependía del capitalismo libre.
Los esclavistas tenían una relación bilateral con el mercado. El valor colateral de las plantaciones, en constante aumento, solo era útil mientras no estallara la burbuja crediticia (lo que ocurría en los periodos cíclicos de crisis capitalista); aunque el trabajo esclavo fuera rentable, el dinero invertido en él era dinero no invertido en tecnología avanzada, lo que creaba una economía sureña que era a la vez increíblemente rentable y subdesarrollada.
Sin embargo, la falta comparable de capital fijo (no esclavo) de los plantadores —activos físicos como máquinas y edificios— no los hacía menos capitalistas. El capitalismo no se distingue tanto por un nivel específico de desarrollo tecnológico como por la organización de la producción en torno a la maximización del beneficio, y si esto puede lograrse mediante la superexplotación de los seres humanos en lugar de la inversión en maquinaria agrícola, entonces que así sea. La recolección del algodón, el azúcar y el café, nos dice Blackburn, eran difíciles de mecanizar, pues requerían «gran precisión e intrincada coordinación ojo-mano». La «masa de trabajadores del campo tenía aptitudes que las nuevas máquinas no podían imitar». La mecanización fue «selectiva», limitándose en su mayor parte al procesamiento del algodón en bruto, los granos de café y la caña de azúcar, de modo que pudiera destinarse simultáneamente más mano de obra esclava al campo.
Esta dependencia de la mano de obra esclava, unida a la expansión geográfica de las plantaciones y a la ralentización del comercio transatlántico de esclavos, produjo algunas de las peores crueldades del sistema esclavista. En Estados Unidos, el Alto Sur se convirtió en un centro de «cría» de esclavos. Allí, los miembros de familias separadas violentamente eran vendidos a los señores del algodón más al sur. Una dinámica similar surgió en Brasil, donde el estancamiento de la economía azucarera del Norte llevó a los plantadores a empezar a vender esclavos a los plantadores de café del Sur. Las plantaciones estadounidenses se distinguieron por cultivar poblaciones de esclavos que se reproducían por sí mismas (las familias eran una propuesta más barata que las nuevas compras constantes), mientras que el trabajo excesivo hasta la muerte de los africanos recién importados, especialmente en las plantaciones de azúcar, era más común entre los homólogos latinos de los plantadores estadounidenses.
Por muy diferentes que fueran las esclavitudes en los territorios ABC, las exigencias de la producción capitalista eran universales. El capitalismo, escribe Blackburn, «produjo una homogeneización definitiva de los rasgos básicos de los diferentes sistemas esclavistas americanos». La diversidad de las ocupaciones de los esclavos disminuyó a medida que cada vez más esclavos se veían obligados a dedicarse a la producción de mercancías agrícolas; los regímenes laborales pasaron a medirse por el reloj; los esclavos se convirtieron en el activo más valioso para los plantadores. «El éxito de la mercantilización exigía la estandarización», conjetura con ironía Blackburn.
La política de clase de la abolición
El contexto atlántico común que dio lugar a modelos tan similares entre los esclavistas del ABC no era solo económico. Uno de los principales cambios geopolíticos que sustentaron la segunda esclavitud, en una sugerencia poco probable de Blackburn, fue el Congreso de Viena que siguió a las Guerras Napoleónicas, en el que las potencias europeas diseñaron los términos de la paz continental. Esta restauración no fue puramente el triunfo de la reacción del Viejo Mundo, sino también el aseguramiento de unas condiciones de cooperación internacional que favorecieron el auge del capitalismo industrial: políticas comerciales más regularizadas y abiertas y una paz que permitió el crecimiento de la demanda de consumo metropolitano. Paralelamente a este desarrollo económico se produjo una «aburguesamiento de la política»: el derecho de propiedad, o la expectativa del mismo, se convirtió en el fundamento de la legitimidad del gobierno.
La llegada de las normas democráticas burguesas supuso un problema para los esclavistas, incluso cuando esta clase dependía activamente del sistema de libre comercio y de los derechos de propiedad que sustentaban estas normas. Al otro lado del Atlántico —desde el norte de Estados Unidos hasta Haití, desde las nuevas repúblicas latinoamericanas hasta el Imperio Británico— la Era de las Revoluciones estuvo acompañada por el avance de medidas antiesclavistas. «Desde el principio», escribe Blackburn, «la segunda esclavitud se vio acechada por su traición a los ideales del republicanismo criollo». Esto puso al sistema esclavista en una situación en la que, frente a los partidarios de la abolición, los esclavistas «sabían que tenían que practicar la política si querían sobrevivir».
Dada su potencial incertidumbre política —así como la volatilidad de la frontera de los colonos—, los esclavistas tuvieron que forjar alianzas entre clases para mantener el poder. Esto dio como resultado un republicanismo pervertido en el que revolucionarios plantadores como Thomas Jefferson se unieron a las clases populares para ascender al poder, y los sucesivos partidos políticos forjaron alianzas transversales en torno a intereses nacionales comunes, como la infraestructura.
Blackburn deja claro que los regímenes de la segunda esclavitud sobrevivieron en parte a la Era de las Revoluciones porque los esclavos, por numerosos que fueran, eran minoría en los sistemas políticos del ABC. Esto aseguró que, en contraste con Haití, la revuelta siempre pudiera ser cómodamente reprimida por milicias de no esclavistas empleados por la clase dominante. Sin embargo, esta distribución de la población generó una profunda contradicción: en los países del ABC existía una importante coalición de clases que no dependían de la esclavitud. Podían así desarrollar una política de oposición, a la que se daba voz en un contexto de democracia burguesa. Las alianzas no podían garantizarse: «un régimen esclavista nacido del compromiso podría ser destruido también por él».
Al narrar la disolución de ese compromiso, Blackburn invierte el habitual nostrum liberal de izquierda de que la Guerra Civil estadounidense fue «causada por la esclavitud». Sugiere, en cambio, que fue el antiesclavismo el que «encendió el fuego secesionista». La diferencia es clave. Los abolicionistas, sostiene Blackburn, fueron los innovadores, y los esclavistas los defensores del statu quo.
The Reckoning ofrece un análisis de clase de este entorno antiesclavista. El abolicionismo, encabezado en la década de 1830 por una serie de pequeños productores, pequeños burgueses y profesionales, a menudo evangélicos, organizados en grupos como la American Anti-Slavery Society, fue inicialmente una respuesta política moralista a un sentimiento de desarraigo en una sociedad cada vez más comercial (un orden social dominado por los esclavistas, sus aliados del Norte y un Estado permisivo). Esta orientación se unió a ciertas preocupaciones puritanas y conservadoras: la templanza, la santidad de la familia violada tanto por la esclavitud como por el vicio urbano.
Aun así, dada la indebida influencia gubernamental de los esclavistas y la importancia económica de la esclavitud, el abolicionismo implicaba un «cuestionamiento radical del orden político y social». Hicieron falta las dos décadas más para construir una política antiesclavista de masas significativa que apelara al «trabajo organizado y a los vástagos de los granjeros del norte ávidos de tierras», atrayendo el interés de los trabajadores ansiosos por preservar la dignidad del trabajo frente a las degradaciones de los esclavistas y deseosos de emigrar al Oeste libres de la usurpación de los esclavistas.
Blackburn es especialmente hábil a la hora de destacar los errores no forzados del bando proesclavista. La «ley mordaza» de 1835, que prohibía las peticiones al Congreso relacionadas con la esclavitud; la Ley del Esclavo Fugitivo de 1850, que obligaba a devolver a sus amos los esclavos fugados en los estados libres; la Ley de Kansas-Nebraska, que sentó precedente y amenazó con abrir los territorios libres a los colonos esclavistas; la decisión Dred Scott de 1857, que declaró la esclavitud una institución reconocida a nivel nacional.
A medida que el Partido Demócrata nacional apoyaba cada vez más el expansionismo proesclavista, las coaliciones transversales dentro de los partidos Demócrata y whig se deshicieron; este último acabó derrumbándose, allanando el camino a los republicanos antiesclavistas, compuestos por desertores del Norte de ambos partidos. El propio separatismo regional se había reformulado en términos de esclavitud dentro de las organizaciones políticas, religiosas y de la sociedad civil; en palabras del político esclavista John Calhoun, «rompiendo y debilitando las cuerdas» que unían a la Unión.
En la década de 1850 surgió lo que Blackburn denomina «abolición radical», un movimiento que estaba «dispuesto a trabajar dentro de las instituciones políticas existentes, pero decidido a combinarlo con la acción directa contra la esclavitud, especialmente ayudando a los fugitivos». Esta potente fuerza («el coraje de los abolicionistas, la astucia de los políticos antiesclavistas y la animosidad secesionista reavivada») se había «combinado para provocar un cambio radical en la opinión del norte», llevando al republicano antiesclavista Abraham Lincoln a la Casa Blanca en las elecciones de 1860. Para los esclavistas, aquello fue demasiado.
Estados a favor y en contra de la esclavitud
La contradicción central que condujo a la Guerra Civil, según Blackburn, fue la profunda tensión entre la esclavitud y las aspiraciones de un sistema político democrático. «Ambos sectores», los esclavistas del Sur y sus oponentes del Norte, ampliamente antiesclavistas, «aspiraban ahora a un gobierno permanentemente responsable ante sus intereses». El fundamento de la guerra para el Sur, por tanto, no era vulgarmente económico, sino que radicaba en la conservación del poder político necesario para mantener un régimen particular de acumulación de capital (la esclavitud) que estaba reñido con la experiencia y la visión del capitalismo y la sociedad civil democrática del Norte, independientemente de los importantes lazos económicos entre ambas regiones.
La secesión surgió del abandono de los intentos políticos de mantener viva la esclavitud dentro de la Unión. En una palabra: los esclavistas consideraban que el Estado federal era útil hasta que dejó de serlo. Por eso, en palabras de Blackburn, «apostaron la granja a una perspectiva tan arriesgada como la secesión», a pesar de haber acumulado un poder considerable. Para ellos y sus homólogos de Cuba y Brasil, la lealtad a la integridad del Estado era una virtud que había que equilibrar con la preservación del sistema esclavista, y cambiar por él si era necesario. Pero esto también significaba que los gobiernos cuasidemocráticos podían considerar la esclavitud como parte de una política más amplia —que incluía a los ciudadanos no esclavistas— cuyo núcleo era la existencia continuada del Estado. En consecuencia, escribe Blackburn, «la abolición fue el resultado de un conflicto entre el formato y la estructura del Estado moderno y las pretensiones de los esclavistas».
En Cuba, los esclavistas contaban con un garante estatal menos expuesto al riesgo de infiltración por parte de alborotadores antiesclavistas: tras la pérdida por parte de España de sus colonias americanas continentales a principios del siglo XIX, el tambaleante imperio desarrolló un «nuevo sistema colonial construido en torno a las plantaciones de esclavos de Cuba» existentes en un mercado protegido. Con el tesoro metropolitano así dependiente, los gobernantes españoles diseñaron una «política de atracción», una conciliación con la élite cubana que la implicaba aún más en la administración colonial y evitaba los rumores de independencia. Sin embargo, especialmente tras la Guerra Civil estadounidense, los dirigentes españoles reconocieron que el mantenimiento de la esclavitud americana ya no era sostenible, por lo que se vieron en un aprieto: «A largo plazo, el dominio español requería sin duda la supresión de la esclavitud. Pero a corto plazo, la preparación española para defender la esclavitud ayudó a reconciliar a los esclavistas cubanos con el dominio español».
Blackburn describe la situación cubana como una especie de inversión de la de Estados Unidos antes de la guerra civil, en la constelación de propietarios de esclavos, el Estado y la política de separatismo y (anti)esclavitud; en este caso, el Estado dio a los propietarios de esclavos razones para permanecer leales. Dado que, por el momento, el Estado dependía de los esclavistas (a diferencia de Estados Unidos), no era tan obvio que las aparentes contradicciones desembocaran en una conflagración alimentada por la esclavitud. El estado español podía utilizar el estatus de la esclavitud como zanahoria o como palo para atemperar las demandas de una mayor autonomía cubana.
Los secesionistas declarados vieron este vínculo estratégico entre el dominio español y el mantenimiento de la esclavitud, incluso cuando la política de atracción les había dado espacio para organizarse. Muchos de estos disidentes tenían su base en un Oriente menos dependiente de la esclavitud para la exportación que los grandes plantadores de azúcar esclavistas de Occidente, y por tanto no tenían motivos para seguir tolerando los gastos a los que les obligaban los impuestos y el mercantilismo españoles. No tenían un «pacto fáustico con el tráfico de esclavos»; por tanto, «sus inclinaciones patrióticas no se veían frenadas por pensamientos de interés económico y seguridad». Al abolicionismo «tibio» y moralista de la clase media existente podía sumarse una diversa coalición transclasista de rebeldes, cuya ala radical se vio alentada por la victoria norteña en Estados Unidos a «identificarse claramente con el abolicionismo».
Así, cuando estalló la revuelta secesionista en 1868, su líder Carlos Manuel de Céspedes pudo declarar la necesidad de la abolición en una Cuba libre. Sin embargo, dada la correlación de fuerzas, seguía existiendo una «cruel paradoja», que recordaba a la experimentada por el propio Estado español: los secesionistas antiesclavistas tenían que luchar por conseguir el apoyo financiero y político de los esclavistas occidentales. Pero solo las exigencias materiales de la guerra en la década de 1870 pudieron resolver esta contradicción y traducir la altisonante retórica abolicionista de los rebeldes en el fin de la esclavitud.
Mientras tanto, en Brasil se desarrollaban una serie de negociaciones entre las fuerzas proesclavistas, las fuerzas antiesclavistas y un Estado a menudo ambivalente. En cifras nacionales brutas, la esclavitud ya estaba en declive desde 1850, cuando los británicos lograron poner fin a las importaciones legales de esclavos brasileños. Sin embargo, la población esclava continuó creciendo durante este periodo en el Sur productor de café, estableciendo una división regional que sería significativa en la caída de la esclavitud.
La política fue crucial en este prolongado proceso, especialmente dada la orientación débilmente emancipadora de la monarquía. Junto a la pequeña minoría de esclavistas políticamente influyentes había una vasta ciudadanía libre, la mitad de la cual era gente de color; así, «cualquier crecimiento de la conciencia cívica» (como el experimentado durante la guerra de 1865-1870 con Paraguay) podía traducirse en un cuestionamiento de la esclavitud. Si a esto se añade una afluencia de inmigrantes europeos, las «luchas de clases más amplias de la nueva formación social socavaron tanto la esclavitud como el Imperio que la había defendido». Una sociedad cada vez más heterogénea empujaba contra una segunda esclavitud dependiente de la homogeneización sistematizada.
La Guerra del Paraguay acentuó las contradicciones de un régimen cuasi-emancipador que dependía del poder de los esclavistas: mientras los plantadores apoyaban y ayudaban a financiar la guerra, la monarquía intentaba ganarse el favor de las potencias externas y aumentar el número de reclutas mediante programas de manumisión militar que permitían a los esclavos obtener la libertad luchando. Por razones prácticas e ideológicas, el Estado brasileño vio que no podía mantener la legitimidad en la victoria como «potencia esclavista impenitente».
El propio rey Pedro II propuso la «ley de libertad de vientre», promulgada en 1871, que decretaba la libertad de los hijos de madres esclavizadas al cumplir los veintiún años y preveía fondos regionales de manumisión. El Estado imperial, siempre ambivalente, «tenía interés en aplicar la ley del modo menos perjudicial para los intereses de los esclavistas», de modo que los resultados fueron solo «modestísimos tramos de emancipación».
Paralelamente a esta emancipación de a retazos, se profundizaba la brecha económica entre el norte y el sur. La competitividad y la alta demanda de las exportaciones de café del sur impulsaron el valor de la moneda brasileña, lo que perjudicó a los plantadores de azúcar y algodón establecidos en el norte, donde el valor de los esclavos cayó. Al igual que en Estados Unidos y Cuba (allí, entre el este y el oeste), los resentimientos sectoriales y regionales derivados de las divergentes vías de desarrollo podían manifestarse como antiesclavitud: «Si se consideraba que el auge del café perjudicaba a otros sectores de la economía, y este auge descansaba en la continua explotación de la mano de obra esclava, entonces la oposición a la esclavitud podía parecer una respuesta apropiada».
Este sentimiento, aunque presente entre algunas élites del norte, cobró vida gracias al antiesclavismo masivo de la población afrobrasileña —«el abolicionismo se vio impulsado por la afirmación de la identidad afrobrasileña en un orden político y social creolizado»— y de las clases pequeñoburguesas y profesionales, ideológicamente heterogéneas.
En la década de 1880 se produjo una agitación abolicionista masiva. Pero, a diferencia de Estados Unidos, este movimiento nunca llegó a convertirse en un partido político nacional antiesclavista, ya que los partidos liberal, conservador y republicano brasileños eran todos leales a los esclavistas. Además, a diferencia del norte de Estados Unidos, que vio el apoyo capitalista al obrerismo libre, el «movimiento abolicionista no podía abarcar a las principales fuerzas del avance capitalista en Brasil porque estas estaban implicadas en el sistema esclavista».
Así, la caída de la esclavitud allí procedió localmente, apoyándose en las contradicciones de la división regional. Comenzando con la prohibición de las exportaciones interregionales de esclavos y la posterior abolición en la provincia nororiental de Ceará, la emancipación avanzó a buen ritmo entre 1883 y 1885 en varias provincias, alentada por manifestaciones abolicionistas masivas. Al mismo tiempo, en el sur, el apuntalamiento institucional de la esclavitud se tambaleó en medio de una depresión de los precios del café. Los acreedores recelaban de prestar a los esclavistas, dado que la agitación abolicionista había puesto en tela de juicio la continuidad de la esclavitud. El mercado capitalista había sostenido la esclavitud; ahora facilitaba su caída.
Este efecto dominó abolicionista condujo a la esclavitud brasileña a una «crisis terminal». Entre varias leyes de compromiso de emancipación gradual y compensada y la acción local, el número de esclavos había caído precipitadamente. Aun así, las élites proesclavistas frenaron al gobierno nacional, lo que provocó una agitación popular aún más masiva. Al igual que en Estados Unidos y Cuba, el antiesclavismo popular surgió parcialmente cuando la mayoría no esclavista reconoció que los intereses de los esclavistas también los oprimían. En este caso, el compromiso de emancipación compensada favorecido por los esclavistas enfureció a los ciudadanos que veían cómo su carga fiscal crecía para enriquecer a los ya ricos plantadores. Los esclavos, por su parte, se rebelaron y desertaron en masa de las plantaciones con la ayuda de los ciudadanos libres. Finalmente, el gobierno nacional se vio obligado a actuar, y en 1888 promulgó la ley de emancipación inmediata e incondicional.
Emancipación y guerra
Dado el declive precedente del número de esclavos en Brasil, la abolición legal allí tuvo la extraña cualidad de reconocer legalmente lo que ya era un hecho en gran parte del país. En la narrativa ofrecida por Blackburn, esta última emancipación demostró un patrón igualmente presente en Cuba y Estados Unidos: las realidades materiales de la libertad alcanzada a menudo superaron los compromisos ideológicos con la emancipación y sus expresiones legales. Así pues, los dirigentes tuvieron que hacer declaraciones y ajustes políticos para ponerse al día —lo que al mismo tiempo aceleró los procesos de emancipación en curso— y estar seguros de su corrección moral final.
La emancipación brasileña se produjo en tiempos de paz, pero este patrón fue más evidente durante la guerra en Estados Unidos y Cuba: las exigencias y el caos del conflicto socavaron la sociedad esclavista. Los líderes de la rebelión cubana inclinaron la cabeza hacia una eventual abolición, pero «un compromiso más consecuente con la emancipación también surgió dentro de las filas rebeldes» a medida que la independencia y el abolicionismo se vinculaban estratégicamente. Los rebeldes locales llevaron a cabo la abolición obligando a los esclavos a tomar las armas; finalmente, más de la mitad de los soldados rasos eran negros u hombres de color, con números «engrosados por el reclutamiento entre los antiguos esclavos». El ejército rebelde «era temido por los grandes propietarios de esclavos como una amenaza para la economía esclavista». Al final de la guerra, en 1878, la población esclava había disminuido un 38%. Esto se debió en parte a una ley de 1870 que liberaba a los niños nacidos de madres esclavas y a los esclavos mayores de sesenta años, pero también, y de forma significativa, gracias a la invasión rebelde o a la huida en tiempos de guerra.
España derrotó a los secesionistas cubanos, pero los disturbios de los esclavos en tiempos de guerra proporcionaron una medida de progreso antiesclavista. Una disposición de la ley de 1870 había prohibido la promulgación de nuevas leyes sobre la esclavitud en Cuba hasta el final de la insurrección; ahora, esa medida volvía a estar sobre la mesa. La preservación de la esclavitud en aras de la integridad imperial y la seguridad fiscal ya no era una excusa una vez que la existencia del imperio estaba (por el momento) asegurada. La ley de emancipación firmada finalmente en 1880 escoltó la salida de la esclavitud con un «quejido más que con un estruendo».
Por el contrario, la 13º Enmienda, que abolió la esclavitud en Estados Unidos en 1865, resonó con fuerza: no solo fue la primera de las aboliciones del ABC, inspirando acciones en Cuba y Brasil, sino que también se produjo tras cuatro años de guerra devastadora que habían mostrado un camino militar hacia la transformación política antiesclavista. Blackburn sugiere que, desde la perspectiva de un gobierno de la Unión en apuros durante los dos primeros años de lucha, tenía sentido una «nueva política tanto hacia la esclavitud como hacia el armamento de los negros». Reformular la guerra como una guerra por la libertad humana —y no por el mero unionismo— ayudó a remediar la decaída moral del norte. De ahí la redefinición de Lincoln de los objetivos de la guerra en diciembre de 1862: «Al dar la libertad a los esclavos aseguramos la libertad a los libres». La guerra había radicalizado el norte.
También había una razón eminentemente práctica y estratégica para este cambio: como había señalado un año antes el senador radical antiesclavista Charles Sumner, «a menudo se dice que la guerra acabará con la esclavitud. Esto es probable, pero es aún más seguro que sea el derrocamiento de la esclavitud lo que ponga fin a la guerra». Acabar con la esclavitud era acabar con la mano de obra que producía las provisiones que, como señala Blackburn, eran cruciales para el esfuerzo bélico confederado; era privar a los esclavistas de su capital; era negar el propio sistema social por el que luchaba la Confederación. Sobre todo, proporcionaba cientos de miles de potenciales reclutas in situ para el ejército de la Unión.
Antes de que el gobierno estadounidense respaldara esta política de guerra, los propios esclavos le estaban dando vida abandonando las plantaciones y uniéndose a las brigadas de la Unión en lo que Du Bois describió célebremente en Black Reconstruction como una «huelga general». La magnitud de este fenómeno y su evidente beneficio militar —junto con la constante presión de los republicanos radicales sobre Lincoln— propiciaron un estímulo legal explícito a través de las Leyes de Confiscación que ofrecían a los esclavos un camino hacia la libertad tras las líneas de la Unión como «propiedad» de contrabando del enemigo. La Ley de Milicias fue aún más lejos, permitiendo el alistamiento de negros. Finalmente, en 1863, la proclamación de emancipación declaró libres a todos los esclavos de los esclavistas rebeldes.
Al final de la guerra, el progreso de la libertad sobre el terreno había iniciado un cambio importante. Si en su primer discurso inaugural de 1861 Lincoln dijo con cautela que no tenía «ningún propósito (…) de interferir con la institución de la esclavitud en los estados donde existe», en su segundo discurso inaugural, de 1865, habló con fervor revolucionario de la guerra antiesclavista en curso, a la que describió como el inicio de «los juicios del Señor» contra los esclavistas.
Contradicciones y límites de la libertad
Blackburn es sobrio y nada idealista acerca de las perspectivas revolucionarias de la reconstrucción social posterior a la abolición. Sobre Estados Unidos, escribe: «Los tribunos antiesclavistas prevalecieron pero se mostraron incapaces de imponer las condiciones que reclamaban como primordiales». Es cierto que no descarta los éxitos de la época de la Reconstrucción, desde las constituciones estatales que consagraron el voto negro, la igualdad ante la ley y las obras públicas y la educación financiadas con impuestos hasta el impresionante grado de representación política de los negros en el sur durante los años inmediatamente posteriores a la guerra. Pero, en última instancia, sugiere que los alineamientos de clase producidos por la guerra y la emancipación socavaron trágicamente la política intrépida que el Estado federal necesitaba para hacer realidad las esperanzas del abolicionismo radical.
Tras la abolición, la esclavitud se vio sustituida por diversos tipos de trabajo, desde el minifundio independiente hasta el trabajo asalariado, pasando por el peonaje por deudas efectivo en las antiguas plantaciones de esclavos. La libertad en un sentido simple significaba la libertad de abandonar una plantación, y también la libertad de trabajar menos: el sur se enfrentaba así a una «escasez de mano de obra», no debida a una caída de la oferta de trabajadores, sino a una caída de la oferta de fuerza de trabajo que estos estaban dispuestos a aportar. El éxito del capital del norte en la guerra había destruido irónicamente uno de los sistemas laborales mejor organizados desde el punto de vista capitalista, haciendo que la región pasara de la homogeneización a una mayor desigualdad y variación.
Sin embargo, entre las relaciones de deuda y el terror blanco cotidiano experimentado por los libertos, una cosa era constante: las «formas extraeconómicas de coerción». Se trataba de una continuación del mismo patrón presente en el asentamiento inicial del sur algodonero respaldado por el Estado: cuando los poderes de producción estaban subdesarrollados, la fuerza decidía la forma de explotación. Pero cuando esa fuerza procedía del poder de los agentes federales que vigilaban las condiciones de trabajo gratuito de los antiguos esclavos, incluso algunos miembros del norte, otrora antiesclavistas, se mostraron reticentes. Creció un recelo conservador a la intervención del Estado en las relaciones entre capital y trabajo, encabezado por los capitalistas y sus protectores en el ala no radical del Partido Republicano.
De hecho, los republicanos se estaban fracturando. Ya no unidos por la lucha contra la esclavitud y la Confederación, el partido de Lincoln tuvo que enfrentarse a contradicciones internas largamente latentes. Blackburn señala que, antes de la guerra, el lenguaje republicano del trabajo libre —una «fuerza histórica proteica e innatamente autojustificativa»— y su dignidad resultaba muy atractivo para muchos votantes de la clase trabajadora. Pero lo que resultó fue una alianza productivista entre clases con la burguesía del norte.
El Partido Republicano ofreció una defensa de la «sociedad del capitalismo a pequeña escala» contra las depredaciones del poder esclavista, y así «ensambló un programa que atraía tanto a los trabajadores como a los empresarios». Pero la brecha entre estas clases se amplió durante y después de la guerra a medida que los capitalistas se enriquecían con las exigencias financieras de la producción en tiempos de guerra y la manía de la expansión ferroviaria: «los republicanos se habían convertido en grandes partidarios de los intereses conservadores» y no podían permitirse el lujo político de deshacerse de esos lazos.
Una vez conseguida la abolición y superadas las extraordinarias exigencias de la guerra, los radicales ya no tenían mandato, y no consiguieron adaptar su programa pequeñoburgués que favorecía a los terratenientes y pequeños productores al nuevo proletariado del norte. Sus esperanzas de un proyecto de ley de confiscación —que obligara al Estado a apropiarse de las propiedades de setenta mil «rebeldes en jefe» para distribuirlas entre pequeños propietarios blancos y negros y pagar deudas y pensiones— fracasaron, ya que los republicanos simpatizantes de los capitalistas pensaban que esto sentaría un «peligroso precedente» de un gobierno que favorecía al trabajo frente al capital en un contexto de creciente conciencia obrera en el norte.
Además, «los fabricantes del norte esperaban una rápida recuperación de la economía de las plantaciones sobre la base del trabajo asalariado», y la destrucción y redistribución de las fincas en beneficio de los pequeños propietarios sería contraria a la reanudación de la producción de mercancías. De hecho, como sostiene Blackburn, la destrucción efectiva del capital esclavista había «despejado el camino al orden capitalista ascendente resultante», dirigido por capitalistas del norte que invertían en el desarrollo del sur. La oligarquía sureña participó, pero solo como «socio menor».
Los gobiernos estatales sureños de la era de la Reconstrucción eran metonímicos de la división de clases en la coalición antiesclavista de la preguerra. Estos gobiernos pretendían gobernar ostensiblemente a favor de los trabajadores del sur, blancos y negros, pero dependían del patrocinio de los capitalistas del norte. Las élites impidieron que esas administraciones, por ejemplo, levantaran milicias negras que podrían haber contrarrestado eficazmente el terror blanco. Los gobiernos de la Reconstrucción no pudieron resistir la presión y cayeron entre 1869 y 1877. La Freedman’s Bureau, que proporcionaba una infraestructura estatal para apoyar a los trabajadores del sur, se disolvió en 1870; los plantadores empezaron a regresar a sus tierras. Muchos negros cayeron en la servidumbre por deudas de la aparcería, y sus intereses divergieron de los de los pequeños agricultores blancos que poseían sus propias tierras.
El relato de Blackburn ve en este nuevo orden un precursor de los sistemas de desigualdad racializada que caracterizarían la primera mitad del siglo XX: «Hacia finales del siglo [XIX], el Sur contaba con una estructura agroindustrial esencialmente capitalista cuyas posiciones de clase se asignaban mediante un sistema de discriminaciones basadas en el color, el sexo y la condición de nativo».
Los obstáculos a la transformación social radical también estaban presentes en Cuba y Brasil. En el primero, la ley final de emancipación obligaba a los antiguos esclavos a trabajar para sus amos durante ocho años por una escasa remuneración en calidad de «patrocinados». Este remanente regresivo dio paso a otra forma de pauperización con relativa rapidez, ya que una recesión en la industria azucarera llevó a los plantadores a preferir trabajadores asalariados a los que no tenían que mantener durante todo el año. Esto y la afluencia de inversiones de capital extranjero en ferrocarriles y equipos para las plantaciones propiciaron un mayor grado de proletarización entre los antiguos esclavos que en Estados Unidos. La gente de color en Cuba siguió enfrentándose a indignidades cotidianas, y la propia isla cayó bajo el yugo del imperialismo estadounidense tras librarse del español.
En Brasil, la abolición había «sacudido» a la nación, llevando a la ruina a los plantadores endeudados; la «“gobernabilidad” del Imperio se había visto comprometida». Una administración liberal reformista llegó al poder. En 1889, un golpe militar derrocó al emperador y se instauró una república. Pero este rápido cambio no inició un giro revolucionario. Los propios plantadores apoyaron el golpe, ya que consideraban que la monarquía facilitaba la emancipación (a pesar de la ironía de que la república fuera el producto final del fomento abolicionista).
Al alinearse con el nuevo gobierno, esta clase capitalista reaccionaria impidió que la abolición desembocara en una revolución social total, al igual que hicieron algunos de sus análogos en Estados Unidos. Mantenían un cuasi-monopolio de la tierra, y muchos habían emancipado preventivamente a sus esclavos para mantener la mano de obra de sus plantaciones. Sin embargo, al igual que en Cuba, pronto encontraron una preferencia por mano de obra asalariada más flexible en forma de masas de inmigrantes. La república «no honró la lucha abolicionista y permitió que floreciera la desigualdad racial». Lo que quedó, en palabras del escritor negro brasileño del siglo XIX João da Cruz e Sousa, fue «una libertad andrajosa y ridícula».
Una revolución inacabada
The Reckoning concluye exponiendo, pero no resolviendo, una paradoja: la abolición fue sin duda una ruptura histórico-mundial en la historia global de la explotación laboral —un logro de tal dificultad que «normalmente requirió dos, tres o cuatro intentos antes de imponerse»—, pero también un éxito que se vio rápidamente truncado en su potencial más radical. Las «aspiraciones utópicas» fueron «bajadas a tierra» con velocidad. En Estados Unidos, Brasil y Cuba, esto se debió a la habilidad de la clase capitalista no solo para impedir una oleada de revolución social que algunos activistas antiesclavistas deseaban, sino también para encontrar formas de mantener su régimen de extracción de valor: «la historia más amplia de la esclavitud y la abolición muestra la dificultad de frenar o redirigir —por no hablar de controlar— el gigante de la acumulación capitalista».
Aquí queda claro cómo el argumento político central de Blackburn —que la segunda esclavitud se mantuvo y se destruyó solo por la política deliberada de clases opuestas, y que por tanto dependía del éxito de la misma— encaja dentro de determinaciones económicas más amplias. El hecho de que el capitalismo pudiera continuar sin la forma específica de explotación que fue la segunda esclavitud, que el capitalismo no dependiera en última instancia de la esclavitud, dio lugar a la contienda política intra e interclasista en torno a la supervivencia de la esclavitud en la era capitalista. Los esclavistas tuvieron que luchar para mantener la esclavitud porque el mundo capitalista podría seguir adelante una vez que desapareciera; a la inversa, los abolicionistas tuvieron que luchar para acabar con ella porque el mundo capitalista, tal y como era entonces, extraía mucho valor de ella.
Que los abolicionistas tuvieran tanto éxito es, por supuesto, un triunfo, a pesar de que podamos desear que hayan tenido aún más éxito del que tuvieron. No en vano uno de los volúmenes de la serie de Blackburn sobre la esclavitud y la abolición se titula An Unfinished Revolution [Una revolución inconclusa].
La insistencia de Blackburn en que las sociedades ABC fueron esculpidas de forma única durante décadas (hasta hoy) por el legado de la esclavitud a primera vista parece rimar con la pesimista creencia liberal du jour en la esclavitud y el racismo como algo «impreso en nuestro ADN». Pero su relato establece una distinción importante. Al identificar los mecanismos básicos de la acumulación y la explotación capitalistas como algo distinto de la esclavitud racial que una vez subsumieron, es capaz de llevar a cabo dos tareas. En primer lugar, sigue siendo consciente del papel diferente que han desempeñado en el capitalismo las formas de trabajo no libre posteriores a la esclavitud (ya sea la servidumbre del imperio europeo o el trabajo de los convictos en Estados Unidos). En segundo lugar, el relato de Blackburn deja claro que las desigualdades y la violencia persistentes en las sociedades ABC no aparecen como los fenotipos de los genes de la esclavitud, sino como las formas específicas en que el dominio continuado del capitalismo magnificó las disparidades que no se abordaron inmediatamente después de la abolición (de ahí su elogio de los éxitos de la Cuba posrevolucionaria a la hora de contrarrestar las antiguas desigualdades raciales y de clase mediante el «enfoque “estructural” de la provisión social universal»).
Es decir, la «revolución inconclusa» de Blackburn puede entenderse no como una revolución contra el sistema esclavista, ya que esta revolución ha terminado, sino contra el propio capitalismo. La visión singular del movimiento antiesclavista era doble. Los abolicionistas pusieron de manifiesto la depravación de la esclavitud en América pero, al hacerlo, también ayudaron a revelar la crueldad incesante de un sistema económico limitado únicamente por la necesidad de generar beneficios.
Alec Israeli es editor asistente de Jacobin.
Traducción: Florencia Oroz
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/12/esclavitud-capitalismo-y-la-politica-de-la-abolicion/