En la historia feminista que me concierne, que comienza en México, con el Primer Año Internacional de la Mujer, en 1975, hay un momento clave, la percepción de lo colectivo, una dimensión que ni siquiera podía intuirse en Buenos Aires en el grupo de mujeres, no más de seis, que nos reuníamos para pensar la […]
En la historia feminista que me concierne, que comienza en México, con el Primer Año Internacional de la Mujer, en 1975, hay un momento clave, la percepción de lo colectivo, una dimensión que ni siquiera podía intuirse en Buenos Aires en el grupo de mujeres, no más de seis, que nos reuníamos para pensar la condición femenina desde lo íntimo, es decir el cuerpo, esa singular manera de expandirse hacia la reflexión o la acción que caracterizó al movimiento feminista. Y que es lo que le dio legitimidad y fuerza porque no puede pensarse que no haya una relación o un circuito entre las vísceras ―el corazón si se quiere, con su ritmo propio― y los conceptos, entre lo corporal y lo intelectual, tal como se esforzaron de comprender Platón, Spinoza y sobre todo Freud, que le dio forma.
Pero ese colectivo, el feminismo, constituido como movimiento sobre esa base, impresionaba no solo por ser multitudinario y por su variedad de clases, etnias, regiones, cada cual con sus demandas y sus intereses, sino también porque la intención global de un cambio daba lugar, naturalmente, a interpretaciones contrapuestas que llegaban a configurar posiciones irreconciliables. Desde entonces, para que las diferencias fueran productivas, las feministas más radicalizadas crearon la instancia del foro paralelo como modo de tomar distancia respecto de las instituciones. Las razones políticas e ideológicas de esa posición serían arietes en su lucha contra el sistema en todas sus manifestaciones: las públicas y las recónditas. La historia es conocida.
El foro aparte. Aparte. Apartarse. A treinta años o más de esa fecha clave creo encontrar el meollo de mis relaciones con el feminismo. Nunca fue la mía una adhesión orgánica y no por haberme radicalizado, en el sentido de aquellas militantes «paralelas», sino por haber disentido en cuestiones que podrían parecer pueriles porque atañen a la literatura, más precisamente a la escritura, y no a la explotación de que son víctimas históricas las mujeres. El compromiso contra la opresión no plantea resistencias, se llega a él por humanismo, sin condiciones. El escollo, si así puede llamarse, estaba dado por la necesidad de presentar, defender o investigar una literatura femenina cuyos rasgos había que establecer para delimitar un cuerpo que se dejara asimilar a una propuesta feminista. Develar esas peculiaridades del texto femenino era una forma de circunscribir un espacio propio, no enajenable, regido por una voluntad de ser que restituiría lo que se nos había negado. Fue un período cargado de metáforas: el texto amasado como el buen pan; el deslizamiento de lo textil a lo textual: tramar, urdir, bordar o coser homologados con escribir. Erótica escrita, escritura erótica. Emergía de pronto, en alguna literatura, la tentación de arremeter contra esa blandura respetuosa de los deseos, sin filo, sumisa a una construcción imaginaria feminista discutible. Recuerdo dos desafíos: un texto feminista rabioso que se atrevía a defender ―también para las mujeres― una sexualidad sadomasoquista y otro, sin rabia, pero valiente, de Julieta Campos, que en el Congreso de Escritoras de México, en 1981, defendía la índole andrógina de la escritura, exponiéndose a que se la considerara antifeminista. Yo misma pensé, en ese momento, que esa postura androginoide era una bella imagen para eludir la discusión y, exagerando, para no dejarse tocar por cuestiones plebeyamente feministas. Sin embargo, Julieta Campos había rodeado el misterio, sin revelado, la mejor manera para preservarse, solitaria, ante un auditorio feminista. ¿Se avanzaba mejor y más velozmente en la búsqueda de las marcas de género femenino? El enigma, a mi entender, se rastreaba en los contenidos de una obra, en los mensajes explícitos, en la trama, en los personajes. En ese sentido, la crítica feminista se parecía a la crítica sociológica y sus lecturas interpretativas eran glosa, sobre-narración, sobre-texto, las más de las veces sobre-texto parasitario. La atracción por la androginia de la escritura tenía una ventaja: soportaba bien la liberalización de las elecciones sexuales, el carácter polimorfo del deseo amoroso. Y otra más: al menos instalaba una perplejidad frente a escrituras que podían ser de mujer, Proust, por ejemplo, entraba en ese señalamiento de atributos.
En esta breve historia hay otros núcleos irreductibles. Por ejemplo, la crítica feminista parecía respetar los cánones del género, de géneros literarios esta vez. No se cuestionaba el orden impuesto que rige en el manual de la literatura: novela, cuento, poema. En esas configuraciones formales, retóricas, no veía una marca impositiva, autoritaria, duramente varonil. ¿Marcas masculinas en la preceptiva literaria? ¿Alguien las rastrea? Por otro lado, una expectativa crítica que se centrara en el tema mujer, entendiendo por esto sus desventuras propias de ser mujer, ¿escucha a la escritura misma? ¿Entra en esa dimensión separada escribir, cuyo dolor y pérdida no se circunscribe al argumento, a las formalidades de una historia?
Se habla o se habló de estética feminista. ¿Se postula un manifiesto, como fueron el manifiesto surrealista, o el comunista? Si así fuera, no habría de contentarse con un arte que previera sus huellas. Prever las huellas que voy a dejar, establecer de antemano mi iconografía para entrar en el postulado del manifiesto, implica paradójicamente una sumisión a un imaginario establecido. No se puede negar un imaginario que emite señales femeninas impuestas por la cultura, pero, de manera más evidente en las artes plásticas, suele mostrar sus signos con demasiada transparencia. Escribir es también ocultar, disfrazar las evidencias e incluso privarse y privar al otro de toda certeza. A veces pienso que es pura pérdida en el momento que se ejecuta y copiosa acumulación cuando se la deja reposar, como si leudara. Y otra vez surge la idea del pan promisorio, amasado… que otros van a comerse.