Uno, cuando viaja, querría hacerlo siempre con la mirada limpia, inocente, del viajero, del forastero, del pionero; pero acaba viajando siempre con la mirada domesticada, prejuiciosa, del turista. En el caso de países como éste, en América Latina, la mirada del turista está infectada por el caramelo del exotismo, por la idea publicitaria de lo […]
Uno, cuando viaja, querría hacerlo siempre con la mirada limpia, inocente, del viajero, del forastero, del pionero; pero acaba viajando siempre con la mirada domesticada, prejuiciosa, del turista. En el caso de países como éste, en América Latina, la mirada del turista está infectada por el caramelo del exotismo, por la idea publicitaria de lo paradisíaco, por el espejismo cultural de lo caribeño, tropical; o por las gafas ahumadas que la uniformidad mediática nos coloca respecto a ciertos países.
En el caso del lector, cuando viaja, también su mirada es normalmente la de un turista, un turista de las letras. Así, viajamos a ciudades que hemos conocido literariamente, y cuyo trazado, cuyo cielo, cuyo ambiente, cuyas gentes, esperamos no conocer, sino reconocer a partir de nuestras lecturas. Y las lecturas, en ocasiones, participan del mismo simplismo y mitificación de las guías de viajes o los folletos de agencias.
Podríamos pensar que tal predisposición desembocase en la sorpresa o en la decepción, una vez conocida la realidad y su grado de diferencia con su reflejo literario o turístico. Sin embargo, no suele ser así, o cada vez menos, pues de la misma forma que el turista, sea o no lector, viaja hipnotizado por lo que Sánchez Ferlosio llamaba el «efecto turifel», por el que no busca conocer sino reconocer, no descubrir sino encajar la realidad con la imagen que de ella tiene; de la misma forma, como decía, que vemos lo que queremos ver, lo que esperamos ver, las propias ciudades tienden a parecerse cada vez más al tópico sobre ellas construido.
Por fortuna, en mi caso, en este viaje que nunca había esperado (pues nunca esperé verme en la prestigiosa tribuna del Rómulo Gallegos), Caracas es una ciudad sorprendente por falta de representación, poco literaria, al menos para el lector español, para el lector europeo. Sólo hoy, esta mañana, cuando he visto la ciudad desde lo alto, desde el Ávila, he podido reconocer algo de la «ciudad enorme, extraordinaria: un valle lleno de concreto y metal» de la que hablaba Adriano González León en País portátil, una de las pocas referencias literarias con que contaba para enfrentarme a esta increíble ciudad.
El protagonista de «El vano ayer» es un profesor universitario llamado Julio Denis. Pocos lectores han reparado en este nombre y apellido, Julio Denis. Algunos han creído en la existencia real, histórica, de Julio Denis, lo cual no sé si dice más de la potencia verosímil de la novela, o de la credulidad con que los lectores se enfrentan a la lectura de ficción. Hay quienes creen que existió un Julio Denis, y hasta habrá alguno que crea recordarlo, o que diga que lo conoció en vida, que fue alumno suyo, pues en ocasiones, y no hace falta llegar a extremos quijotescos, interiorizamos, hacemos propias las lecturas, incorporamos personajes a nuestra vida, intoxicamos nuestros recuerdos personales con nuestros recuerdos de lecturas.
En cualquier caso, pocos han reparado en la singularidad de ese nombre. Elegir ese nombre, Julio Denis, era un guiño a lectores cortazarianos, lectores muy cortazarianos, y éstos sí lo han reconocido. Se trata, en efecto, del seudónimo con el que Julio Cortázar firmó su primer libro de poemas, Presencias, en su juventud. Además de un guiño para iniciados, es un modestísimo homenaje a uno de mis más tempranos referentes literarios, el francoargentino Julio Cortázar. Si bien debo reconocer que ya no leo su obra con la misma fascinación con que la descubrí hace años, sí me sigue interesando.
Quiero referirme brevemente a Cortázar en este discurso de agradecimiento. Precisamente en estos días, cuando acaba de morir un gran escritor y crítico, y uno de los mayores cortazarianos, Saúl Yurkievich.
Yo creo que Cortázar sigue siendo un autor fundamental, y uno de los más influyentes. Sin embargo, desde hace unos años, según es más lejana la fecha de su muerte, vemos cómo la figura de Cortázar va perdiendo algo de brillo. La culpa es de sus partidarios tanto como de sus detractores. Los primeros, porque se han acomodado en un Cortázar de andar por casa, un peluche literario, una mitología floja y casi adolescente, una fascinación a la que seguramente contribuyó el propio Cortázar en vida, y que provoca el desinterés de quienes aún no conocen su obra, y la vergüenza de quienes lo hemos leído y ahora lo vemos en manos de mitómanos de medio pelo. Los segundos, los detractores, vienen haciendo su trabajo poco a poco, intentando erosionar el prestigio que consiguió en vida.
Es habitual escuchar opiniones de cierto menosprecio hacia la obra de Cortázar. Se trata a veces de escritores, en algunos casos escritores en cuya obra es reconocible la influencia cortazariana, y que sin embargo se alejan de él, se lo sacuden como caspa de los hombros, quite, quite, Cortázar no es para tanto, yo no tengo nada que ver, mis maestros son otros.
Como tasadores, nos dicen que está sobrevalorado, que es correcto pero no más. Y consiguen que, quienes aún estimamos la obra de Cortázar, lo digamos casi en tono de disculpa, como un pecadillo juvenil, como un capricho, una ordinariez. Yo mismo, al leer este discurso, lo hago con cierto temor, a la espera de que mañana digan «vaya, miren a quién le dieron el Rómulo Gallegos, un tipo que todavía no ha salido de Cortázar». O me indulten por mi juventud, y dirán que es que aún no pasé el «sarampión Cortázar».
En algunos casos el menosprecio viene de escritores jóvenes, que tal vez participen de ese esnobismo juvenil de quienes pretenden construirse un lugar propio mediante el derribo de las estatuas de sus padres, de sus padres literarios en este caso. Pero en ciertos casos, me temo, lo que hay detrás es una forma tardía y rastrera de pasar factura a Cortázar por su compromiso político, tan incorrecto hoy en día.
Por ejemplo, uno de los libros más interesantes de Cortázar, que además fue, según creo, finalista del Rómulo Gallegos, es el Libro de Manuel. Se trata del intento más evidente, pero también más logrado, de aquello que Carlos Fuentes (otro Premio Rómulo Gallegos, por cierto) definió como el intento de conducir con una sola mano dos caballos: el estético y el político.
En efecto, es el libro más abiertamente político de Cortázar, y no por ello deja de ser una interesante novela, una escritura innovadora, en la que están presentes, incluso en mayor medida que en otras obras, los elementos característicos de la obra cortazariana.
Sin embargo, es considerada por los críticos, antólogos y periodistas culturales como una obra menor en la narrativa de Cortázar. Un juicio que, me temo, tiene más que ver con su contenido político que con sus virtudes literarias. De hecho, pocas de esas opiniones argumentan algo por el lado literario, sobre sus características narrativas, sino que más bien acentúan el lado político, considerándola «ingenua», «panfletaria», «izquierdista». Es un libro incómodo, en su tiempo lo era, y lo sigue siendo.
Parece difícil, así lo sugieren los mandarines de la cultura, hablar hoy de compromiso literario, a estas alturas, pasados los grandes momentos de la literatura comprometida. Los años de la guerra fría, seguramente, hicieron mucho daño al compromiso de los autores, cuando los intelectuales hacían bandera, en algunas ocasiones hasta el descrédito.
La llamada literatura comprometida estuvo en muchas ocasiones supeditada a las necesidades políticas, tomando la forma de una literatura militante que en muchos casos, no siempre, pudo descuidar su propuesta estética, lo que acentuó ese descrédito del compromiso, y también esa confusión en torno a su significado.
En efecto, el término literatura comprometida es vago, no dice nada. No basta con saber que una escritura es comprometida, eso es como no decir nada. Hay qué saber con qué o con quién está comprometida. Un autor español muy interesante y poco leído, Jesús López Pacheco, perteneciente a una generación de autores que fueron menospreciados precisamente por su compromiso, invertía los términos, redefiniéndolos, y llamaba arte comprometido al que está comprometido con la clase dominante, pues parece ser el compromiso más evidente en muchos casos; y se refería como arte libre al opuesto, al que se enfrenta a esa clase y ese discurso dominantes.
Situada frente a esos discursos dominantes, la literatura puede reproducirlos sin más, puede incluso reforzarlos; o puede impugnarnos, cuestionarlos, combatirlos.
Porque el escritor en todo momento está comprometido con la representación crítica del mundo, lo quiera o no. Escribir es tomar partido, es participar, es intervenir. El autor puede asumir esa responsabilidad o no, pero esa responsabilidad está ahí, existe al margen de sus intenciones, le antecede. El no asumir esa responsabilidad responsablemente, valga la redundancia, equivale a comprometerse con el discurso dominante, a ser cómplice de él.
Sin embargo, cuando hablamos de literatura política solemos limitar tal nombre a las novelas que impugnan la realidad. ¿Y qué pasa con las novelas que están conformes con esa realidad, que la aceptan, que la dan por buena, que la sostienen, que la ensalzan incluso? ¿No son tan políticas como aquéllas? Hasta la literatura más evasiva, más aparentemente inofensiva, tiene un sentido político, aunque sea de tipo reaccionario.
Frente a la aparente incapacidad de la literatura para cambiar el mundo, podemos afirmar, de forma contundente, su demostrada capacidad de conservar el mundo. De la misma forma que hay obras que se proponen, aunque sea ingenuamente, cambiar el mundo; hay otras que, proponiéndoselo o no, se dedican a conservarlo, lo sostienen y consolidan, lo hacen soportable o lo muestran como inevitable. Son, por tanto, tanto o más políticas que aquéllas, aunque nadie las considere como tales.
Una de las principales responsabilidades del autor tiene que ver con el lenguaje. Pocas cosas más políticas que el lenguaje. «El escritor», decía el propio Cortázar, «toma conciencia de las limitaciones lingüísticas, del hecho de que el lenguaje es una herencia recibida, una herencia pasiva en la que él no ha tenido ninguna intervención».
El lenguaje, decía Cortázar, nos engaña prácticamente a cada palabra que decimos. «Empleamos un lenguaje completamente marginal en relación a cierto tipo de realidades más hondas, a las que quizás podríamos acceder si no nos dejáramos engañar por la facilidad con que el lenguaje todo lo explica o pretende explicarlo.»
El lenguaje está cargado, atiborrado de significados, más de los que podemos controlar, y acabamos siendo sus siervos, estando a su disposición, reproduciendo sus esquemas que son el cemento con el que esta sociedad resiste. El lenguaje como instrumento de dominación, como recurso de perpetuación de la situación dada.
Algo de esta condición del lenguaje como instrumento de dominación saben los pueblos americanos. Porque la lengua española, que hoy nos permite entendernos y compartir una gran cultura, fue también, y durante mucho tiempo, expresión del Imperio, a la vez que instrumento de dominación, como hoy lo sería en otra medida el inglés. Eduardo Subirats ha afirmado las relaciones entre imperio y lengua, y cómo, en el caso de la conquista de América, la lengua se erigió en «sistema racional y, por tanto, principio constitutivo de la identidad, y las conciencias individuales y colectivas», es decir, «el corazón de la lógica de dominación gramatical».
El lenguaje nos domina, y con él nos dominan, somos dominados. El lenguaje nos impide muchas veces formular rupturas, denunciar iniquidades, hacer inteligible proyectos. El lenguaje esconde, oculta mucho, casi más que lo que alumbra.
El lenguaje es una trampa en la que caemos, a veces voluntariamente, otras a traición. Los grandes autores se proponen romper con ese lenguaje dominador, darle la vuelta, destruirlo para luego construir, y esa es también, o especialmente, una tarea política. Es lo que, en la literatura castellana, ha hecho un autor como Juan Goytisolo, que ha expuesto las costuras de la lengua como instrumento de la construcción de una identidad nacional levantada sobre siglos de barbarie.
Junto al lenguaje, otro elemento a tener en cuenta es la mirada del autor, su forma de mirar el mundo, la distancia desde la que lo hace.
Afirma John Berger, en uno de sus ensayos sobre arte, que cuando una pintura carece de vida se debe a que el pintor no ha tenido el coraje de acercarse lo suficiente para iniciar una colaboración. Se queda a una distancia de «copia». Lo vemos, por ejemplo, en muchos pintores clásicos que retratan escenas rurales, pastores, carreteros, campesinos en sus tareas, pero que lo hacen sin acercarse lo suficiente, les falta ese coraje, y prefieren el bucolismo. Pintan vaqueros que no huelen a establo, ni siquiera las vacas. Carreteros que no parecen estar castigados por el duro trabajo. Son idealizaciones, sin humanidad, sólo figurillas.
Algo similar ocurre en muchas novelas. Pocos autores tienen el coraje de acercarse lo suficiente a la realidad como para iniciar una colaboración con ella. Los desfavorecidos, los trabajadores, los olvidados, no suelen estar en el campo de atención de los novelistas. Y cuando están, muchas veces lo hacen desde la idealización, desde la distancia. También en las novelas hay pastores inodoros, y menesterosos que no sufren de los huesos. Cuando sudan, su sudor es también un sudor ideal, un sudor estereotipado, el sudor que imagina quien no ha conocido más sudor que el del verano y la práctica deportiva, acaso el del sexo; un sudor tan distinto al provocado por la actividad laboral, por la enfermedad, por el sufrimiento.
Añade Berger: «Acercarse significa olvidar la convención, la fama, la razón, las jerarquías y el propio yo. También significa arriesgarse a la incoherencia, a la locura incluso. Pues puede suceder que uno se acerque demasiado y entonces se rompa la colaboración y el pintor se disuelva en el modelo. O el animal devora o pisotea al pintor.» Hay novelistas que, como los pintores a que se refiere Berger, tienen miedo a acercarse demasiado, a ser devorados o su estudio de paredes acolchadas.
El mundo está lleno de situaciones a las que es difícil acercarse sin ser devorado o pisoteado. Es un riesgo que pocos corren. Normalmente los novelistas preferimos consolarnos con nuestra conciencia de limitación, de incapacidad. Los novelistas no miramos muy de cerca, por ejemplo, a los miles de muertos de Irak, porque creemos que no tenemos nada que hacer, que es una realidad que, esa sí, huele demasiado a sudor y a sangre como para acercarse.
El novelista oye hablar de 20.000 muertos y piensa, como recurso defensivo de su pasividad, que sus herramientas son pobres, que ni siquiera escogiendo a uno solo de esos muertos podría hacer algo con él, que ni una novela voluminosa serviría para reflejar en su totalidad la desgracia de una sola de esas personas. Por eso, normalmente, a ese tipo de muertos los dejamos al margen, son las figurillas de nuestros paisajes, son los miles de extras que en las películas bélicas caen despedazados en segundo plano, apenas atendemos a cómo se retuercen cuando reciben un disparo, los olvidamos sabiendo que en cuanto salgan del enfoque de la cámara se levantarán, se sacudirán la ropa y recibirán su bocadillo y su gratificación económica por su trabajo de figurante.
Así pensamos, desde el engaño de la ficción, en los figurantes de la vida real. Como si esos miles de muertos fuesen relleno, segundo plano, fondo, que se levantarán cuando ya no les miren y se sacudirán la ropa y pedirán el bocadillo. También la literatura está llena de figurantes, de personajes que abultan. Como el Chichikov de Gogol, también el autor va recogiendo almas muertas con las que poblar sus novelas, vidas sin interés con las que inflar su censo.
Así, la literatura está llena de almas muertas, de personajes al margen, de secundarios insignificantes, de cocheros alcoholizados que aparecen un par de páginas para conducir al protagonista a casa de su amada; o criadas que tiran una bandeja de copas en el momento crítico de la discusión entre los dos protagonistas; o soldados sin nombre cuyos sesos salpican al héroe en su trinchera.
Pasamos unas páginas y seguimos atendiendo al héroe. Pero a veces, leyendo, nos preguntamos qué será de aquel cochero, qué vida tendrá, si pegará a su mujer al llegar a casa (pues lo pensamos también a partir de esquemas previsibles). O aquella criada que tiró la cristalería. ¿Fue reprendida, fue despedida, encontró otra casa donde servir, acabó prostituyéndose? O esos soldados despedazados. ¿No tenían mujer, hijos, madre? ¿Qué pensaron éstos cuando recibieron la carta burocrática comunicando el fallecimiento en valiente acto de servicio?
Ese tipo de preguntas marginales son las que amplían la literatura a veces. Preguntarse por esos márgenes, por esos seres insignificantes, por la carne de cañón de la literatura, que suele ser la misma carne de cañón de la vida, el «inmenso tropel de los muertos anónimos que han construido el mundo» a que se refería Albert Camus.
En una de sus grandes novelas, Hadjí Murat, Tolstoi relata las luchas caucásicas entre rusos y chechenos, donde miles de jóvenes son triturados por la máquina de guerra sin dejar rastro de su paso por el mundo, ni de su paso por la novela, pues estamos pendientes de las acciones del héroe, Hadjí Murat, o de las palabras del miserable Zar Nicolás I y sus oficiales. Pero de fondo, en los márgenes, vemos pasar ejércitos que arrasan aldeas, talan bosques, destruyen viviendas y depósitos de víveres. Vemos soldados que tienen miedo y que mueren en emboscadas sanguinarias. Vemos, fugaz, un muchacho atravesado por la espalda con una bayoneta. Leemos acerca de un correo que, en su urgencia, revienta durante el viaje diez caballos y apalea a otros tantos cocheros, y pensamos en esas espaldas amoratadas por los varazos, y en las manos cortadas por agarrar las riendas con firmeza.
Tostoi decide, en un momento dado, fijarse en un soldado raso, en un figurante, un secundario, al que coloca en el centro de la escena. El soldado Avdéiev, herido por una bala en el vientre mientras hacía guardia en su posición. Durante varias páginas nos olvidamos del héroe chechenio, de los oficiales rusos y sus discusiones tácticas. Durante varias páginas sólo existe Avdéiev, que sale de su condición de carne de cañón, de alma muerta, para ocupar el centro del relato. Vemos cómo lo trasladan al hospital. Oímos sus quejidos mientras lo acuestan. Se oprime la herida con ambas manos, los ojos fijos. El médico le da la vuelta y en su espalda aparecen unas cicatrices blancas, huellas de una paliza de tiempo atrás. Le introducen una sonda en el vientre. Le preguntan si quiere dejar dicho algo para su familia. Le vemos cerrar los ojos, su rostro de pómulos salientes se vuelve pálido. Pide una vela pero no es capaz ya de sujetarla.
La descripción minuciosa de su muerte contrasta con el helado parte oficial, que se limita a referir el incidente y menciona que «en la escaramuza tuvimos un muerto y dos heridos leves». Ni siquiera lo nombra, nada dice de sus últimas palabras, de la insistencia en pedir una vela, del origen de las cicatrices en su espalda. Tostoi continúa, y nos conduce hasta la familia del joven Avdéiev, a los que encontramos trillando avena en la era cubierta con una capa de hielo, mientras empieza a clarear el día
Conocemos cómo la madre recibe la carta con la noticia de su muerte en la guerra «defendiendo al zar, la patria y la fe ortodoxa», según redactó el escribiente de la compañía. «Al recibir la noticia, nos dice Tostoi, la vieja lloró todo lo que se lo permitieron sus ocupaciones. Después se puso a trabajar.»
La literatura, como la vida, es una enorme fosa común, en la que encajan, hueso con hueso, miles de vidas anónimas, despreciables, mero relleno. En ocasiones, alguien, Tostoi por ejemplo, saca un cuerpo de la fosa común y le pone nombre, apellido, diminutivo, familia.
Cuando leo, no puedo evitar detenerme en los márgenes, preguntarme por lo que queda de fondo, por lo que no resalta, por el brillo efímero de algunos hombres que existen antes y después de su breve aparición, que tienen una vida por contar.
El novelista acaba asumiendo, sin remedio, a veces con rabia y otras con alivio, su incapacidad para relatar el mundo, su necesario carácter fragmentario, pequeño, su necesidad de elegir, de acotar el visor con que mira la realidad. Piensa que necesitaría muchas páginas para una sola de esas vidas, en apariencia insignificantes, en apariencia contingentes. Un cochero, un sirviente, un soldado con la placa al cuello, o una mujer que guarda el cadáver de su hijo abrasado en una maleta, a la que se refiere Sebald en su Historia Natural de la Destrucción.
«El vano ayer» es también una expresión de esta incapacidad. La novela quiere mirar a veces a los márgenes, a las discontinuidades, a quienes dejaron un efímero rastro de su paso por la vida. Intentamos reconstruir la historia del profesor Denis pero acabamos perdidos, pues en cualquier momento se rompe su hilo, no dejó más huellas. Ni siquiera somos capaces de confirmar si un estudiante fue asesinado o no. Como él, miles de represaliados quedan a merced del testimonio de los posibles testigos, que van muriendo.
«El vano ayer» no es una novela sobre el franquismo. Es más bien una novela sobre el peso del pasado en el presente, sobre la forma en que se construye el discurso del pasado para su uso en el presente. He usado intencionadamente la forma reflexiva, «se construye», como si el discurso se construyese a sí mismo. Así parece a veces, pues no creemos participar en tal construcción. ¿Quién levanta entonces ese discurso, esa memoria, de la que nosotros somos meros usuarios?
Pues entre otros agentes, los creadores. Los escritores. Los novelistas, especialmente. La imagen del franquismo, en España, ha quedado fijada en los ciudadanos españoles sobre todo a través de novelas. Y de películas y series de televisión, por supuesto, seguramente con más fuerza, por el mayor poder de lo audiovisual. Pero yo he querido fijarme en las novelas, para señalar la responsabilidad de los novelistas.
Que una novela como ésta reciba el Premio Rómulo Gallegos, por un jurado en el que no hay ningún español, me confirma que tiene una lectura que va más allá de lo local, de lo español. Por eso dije que no es tanto, o no sólo, una novela sobre el franquismo. Creo que tiene una clara lectura en este continente, entre los países latinoamericanos.
En «El vano ayer» leemos acerca de un país que ha sufrido recientemente unos años negros, de dictadura, de represión, de brutalidad, de corrupción. Leemos historias de torturas, de desaparecidos, de registros domiciliarios, de visitas policiales nocturnas, del uso de delatores, de infiltrados.
Leemos sobre el miedo, sobre la humillación. Leemos sobre las complicidades de quienes se benefician, por acción o por omisión, de la existencia de un régimen dictatorial. Leemos sobre la valentía o la inconsciencia de unos pocos que resisten, que luchan, que caen. Leemos sobre censura, sobre purgas, sobre delitos de opinión. Se trata, creo, de elementos que resultan muy familiares a muchos ciudadanos de Latinoamérica.
Seguramente en muchos de estos países son válidas las reflexiones que plantea «El vano ayer». Sólo hay que hacer algunos ajustes, cambiar algunos nombres, fechas, poco más.
Un ejercicio de reflexión que tiene también, o sobre todo, consecuencias en el tiempo presente. Como señala el ya citado Eduardo Subirats, «no existe crítica del presente sin revisión del pasado. Y sólo la renovación de la memoria permite abrir el tiempo futuro». Ahí tenemos mucho que decir los jóvenes, las generaciones que recibimos como legado una memoria de la que no participamos, y que habitamos un tiempo en cuya formación no tomamos parte.
De lo que estamos hablando, por tanto, y volviendo a una cuestión que ya mencioné, es de la responsabilidad de los autores. En la construcción del discurso del pasado, pero también el del presente. Existen entre nosotros, en cada país y en el mundo, conflictos y problemas que no tienen reflejo en una ficción que muchas veces es cómoda, despreocupada, ombliguista.
Cuestiones graves que quedan al margen de la ficción, como si no existieran. Y en la percepción de los lectores, en la construcción de la imagen de su tiempo, presente o pasado, lo que no se cuenta en las novelas o en las películas, parece no existir, o existir menos, de forma menos problemática.
Si los grandes medios de comunicación, las poderosas empresas informativas, marcan la agenda del mundo, de qué se habla y de qué no, y cómo se hace, también la literatura crea una agenda paralela, tal vez a corto plazo no tan poderosa, pero de efectos más definitivos, más devastadores. Yo escribo, o intento escribir, desde esa conciencia de responsabilidad, aunque nadie me pida cuentas, no todavía.
Al recibir este Premio Rómulo Gallegos asumo, por supuesto, otra responsabilidad, de otro tipo. Sé que sobre mi obra futura va a pesar este gran galardón. Sé que me abre las puertas a la gran comunidad de lectores latinoamericanos. Sé que tengo que merecerlo, en cada libro que escriba, sé que tengo que estar a la altura de esta impresionante lista de ganadores. Espero no decepcionarles. Muchas gracias.