Desde hace rato venía oyendo hablar de Bogotá 39 y me atraía esa iniciativa del Hay Festival acogida por la Alcaldía Mayor de Bogotá que señala a un grupo de 39 latinoamericanos menores de 40 años como la avanzada de la literatura que viene. Entre ellos figuran nombres como los de Jorge Volpi o Junot […]
Desde hace rato venía oyendo hablar de Bogotá 39 y me atraía esa iniciativa del Hay Festival acogida por la Alcaldía Mayor de Bogotá que señala a un grupo de 39 latinoamericanos menores de 40 años como la avanzada de la literatura que viene. Entre ellos figuran nombres como los de Jorge Volpi o Junot Díaz, pero me interesaban más los desconocidos y despejar cuánto de publicidad y trigo podía haber en la propuesta. Finalmente se presentó la ocasión de un acercamiento con la visita a La Habana de tres de los 39: Álvaro Enrigue, de México; Eduardo Halfón, de Guatemala; e Iván Thays, de Perú, quienes llegaron acompañados por Cristina Fuentes, coordinadora del Hay Festival, su ayudante Izara García, la periodista colombiana Cristina Gómez y el fotógrafo de escritores Daniel Mordzinski.
El primer encuentro con el público fue al día siguiente en la sala Villena de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y no resultó como esperábamos. La convocatoria había sido abierta, pero concurrieron sobre todo escritores jóvenes. Un grupo como el de Bogotá 39, promovido por muchos medios como el que «define las tendencias que marcarán el futuro de la literatura latinoamericana», despierta recelos en los demás escritores pero aún más en Cuba porque aquí las exigencias literarias son altas, y las operaciones mediáticas y de mercado tienen menos peso. Hay también cierto encono porque quienes solo publican en la Isla son ignorados en este tipo de evento y eso a todos nos parece injusto y a algunos los irrita. Sin duda, entre nosotros existen escritores, editores y críticos literarios de tanta valía como en cualquier otro país de habla hispana. Lo demuestra el propio grupo Bogotá 39 en el que figuran cuatro cubanos: Ronaldo Menéndez, residente en España; Karla Suárez, residente en Francia, y Ena Lucía Portela y Wendy Guerra que viven en La Habana. Todos fueron formados en la Isla y publicados y premiados aquí con anterioridad, pero para Bogotá 39 fueron considerados como propuestas de las editoriales que los editan, premian y promueven en Europa.
Algunos narradores nuestros han obtenido este año el Premio de la Crítica con libros publicados por nuestras editoriales , pero sus nombres ni siquiera llegaron al jurado porque las editoriales y críticos residentes en la Isla no son tenidos en cuenta, lo mismo que si no existieran. Claro que los escritores que nos visitaban no tienen responsabilidad alguna en nada de esto, pero era a ellos a quienes el público tenía delante y a quienes iban a exigir una demostración contundente de que Bogotá 39 es algo más que oropel y fanfarria. Por desgracia, se retrasaron en el almuerzo y llegaron con media hora de atraso a la cita y ya esto se interpretó como pose de estrellas de televisión. Pero tampoco tenían culpa esta vez. No les habíamos facilitado transporte y cuando terminaron de comer tuvieron que salir a la calle a arreglársela como fuera.
A continuación, deben haber seguido el mismo guión que en otros escenarios, concebido para un público más general al que tal vez desean mostrar, con un poco de desenfado, que los escritores no son unos petardos. Pero aquí la audiencia era de profesionales y eso no era necesario. Todos coincidieron en dejar claro que entienden Bogotá 39 únicamente como un grupo de amigos que escriben y se leen entre sí y como una oportunidad de promoción que les cayó del cielo porque no se apuntaron a ella ni la buscaron. No derivan de la experiencia, dijeron, ninguna conclusión literaria: ni grupo, ni pos-pos-boom, ni «avanzada que define las tendencias que marcarán el futuro de la literatura latinoamericana», ni nada de nada. Lo repitieron tantas veces que a todo el mundo debió quedarle claro y no hay razón para no creerles. Cuando llegó la lectura, momento clave porque nos colocaba frente a la obra y, por tanto a la verdad, el resultado tampoco fue el mejor. Leer en Cuba es venir a bailar a casa del trompo. El escritor cubano, por regla general, lee muy bien porque está entrenado, y el público no lo está menos. Los visitantes, en cambio, lo hicieron sin la concentración necesaria, y ya inquietos porque a estas alturas comprendían que el público no estaba a su favor. Ni siquiera eligieron textos adecuados.
El cuento de Iván Thays, del que solo leyó fragmentos, decisión fatal, en su voz no resultó fácil de seguir. Sin embargo, cuando lo lees en la antología que nos dejaron, no puedes sino admitir que, de existir una «avanzada que marcará el futuro de la literatura latinoamericana», Iván formaría parte de ella con todo derecho. Igualmente interesantes son en la antología los cuentos de Álvaro y Eduardo. Este último, con quien conversé más, me impresionó como un hombre que se acerca a la narrativa y a la vida desde la poesía. En todo caso, una lectura, un texto y una tertulia desafortunada, no alcanzan para llegar a conclusiones respecto a un autor.
Pero la lectura en la UNEAC no era la esencia de la visita ni tampoco el objetivo. Álvaro, Eduardo e Iván no vinieron a impresionarnos como escritores ni a pavonearse como hombres de éxito por las calles de La Habana. Para quien quiera leerlos y juzgarlos, dejaron libros y sus fichas bibliográficas. Vinieron como amigos, atraídos por nuestra cultura y nuestros mitos, a conocernos, a hablar con nosotros sin intermediarios de izquierda o de derecha, a formarse una idea propia de la luz en el malecón o del andar de los habaneros del que tanto han leído y oído hablar. Y todavía a algo más simple: a visitar a una amiga que a su vez quiso compartirlos con los demás y ampliar a nosotros su experiencia. Vinieron para conocer los nombres y las obras de las que los medios y las editoras internacionales no les hablan, de las que Bogotá 39 no hace promoción. No llegaron como inspectores políticos ni sociólogos y mucho menos como fanáticos de la Revolución ni a darnos un apoyo ni a negárnoslo. Tampoco vinieron a hacernos un favor con la visita ni a que se la agradeciéramos, sino por sus propias motivaciones y curiosidad. Fueron respetuosos, cumplieron el programa que les preparamos, escucharon con paciencia nuestras historias, indagaron otras por su cuenta, y se llevaron muchos, muchos libros y películas y discos y direcciones de gente. Visitaron el Instituto Superior de Arte y la galería Villa Manuela, almorzaron en La Guarida, en la misma mesa que la reina de España, cenaron con más de 40 escritores y artistas en la Fundación Ludwig, vieron películas de los nuevos realizadores, conocieron a Antón Arrufat y a Reina María Rodríguez, compartieron una «excursión a Vuelta Abajo» con Jorge Ángel Pérez, Ángel Satiesteban y la actriz Sheila Roche, caminaron por la Habana Vieja al libre albedrío, visitaron el pueblo de Los Palacios en Pinar del Río y un campamento de los artistas que ayudan a los damnificados por los ciclones a reconstruir sus casas; vieron bailar rumba, orinaron en nuestros baños públicos, degustaron una «cena dirigida» en un restaurante estatal, conversaron con Pedro Pablo Oliva y disfrutaron de su obra, hojearon libros que pertenecieron a Dulce María Loynaz y se sentaron en muebles de su casa, dialogaron hasta el cansancio con escritores y artistas pinareños en una charla esta vez amena y chispeante que condujo con gracia sin par Gleyvis Coro, escucharon a algunos de los mejores músicos de jazz de Cuba, viajaron en almendrones, panataxis y yutones, fueron a la Casa de las Américas, disfrutaron de la exposición antológica de Arte Cinético que allí se exhibe, se pagaron los tragos y demás gastos, y fueron retratados y retratados y retratados por Daniel Mordzinki, todo esto en dos días y medio. Hicieron tantas preguntas como quisieron, creyeron unas respuestas y otras no, y es de suponer que se hayan marchado con más interrogantes y dudas que con las que arribaron. Y lo mismo puede decirse de Cristina, Izara y la periodista Catalina Gómez, que trataba de descifrar algunas claves comparando a Cuba con Irán.
No eran invitados oficiales ni nadie los empujó a venir, pero vinieron, y es un gesto que debemos reconocer, cuando menos, porque viajar a Cuba o tener amigos en Cuba ha devenido un acto a contracorriente y, sobre todo, fuera de moda. Se necesita una dosis de valentía e independencia para comprar el billete, porque te expondrás a críticas y hasta a insultos. Algunos, en nombre de la democracia y de la «solidaridad» con el pueblo cubano, hacen lo mismo que critican: no dan permiso de viaje para visitar Cuba. Y también habría que agradecerles por otras razones con las que no tienen nada que ver: la falta de intercambio y debate con nuestros iguales está hundiendo al intelectual cubano en una soledad que nos empobrece y debilita cuando estamos dentro del rin y nadamos dentro del agua, y por tanto, nos encontramos en el mejor de los sitios para dar al país no solo una obra sino también un ejercicio de inteligencia y reflexión que ayude a despejar caminos. Exigirle a alguien, para compartir con él un café, editarle un libro, publicarle un artículo o invitarlo a un evento, que abandone su país o adopte determinadas posiciones políticas o ideológicas no es una lección de democracia. Necesitamos preguntas, cuestionamientos, debates, confrontar nuestros argumentos y puntos de vista, tomarnos el café y compartir bromas y chismes literarios. Corremos el riesgo, de tanto mirar nuestro propio ombligo, de creer que los 39 de Bogotá’39 debían ser cubanos. Nadie se hace socialista por venir a Cuba, como tampoco uno se adscribe al PRI o al PAN cuando visita México ni se fanatiza por Uribe o las FARC cuando va a Colombia o se enamora de Esperanza Aguirre cuando viaja a Madrid. Si vuelven, quizá encuentren algunos desaires e incomprensiones, pero también amistad y… lectores.
La Habana, 1ro. de febrero de 2009.
Senel Paz es narrador y guionista y de cine.