Lo peor de los que se creen graciosos es que acaban creyéndose que lo son de verdad. Tener gracia para contar algo no es fácil. Al revés: es tremendamente complicado. Porque la gracia sale del alma del gracioso. Y cuando un presunto gracioso tiene alma de cántaro y cabeza de botijo lo que resulta no […]
Lo peor de los que se creen graciosos es que acaban creyéndose que lo son de verdad. Tener gracia para contar algo no es fácil. Al revés: es tremendamente complicado. Porque la gracia sale del alma del gracioso. Y cuando un presunto gracioso tiene alma de cántaro y cabeza de botijo lo que resulta no es un gracioso sino un patético bocazas.
El otro día estuvo en Peníscola Rafael Hernando, portavoz del PP en el Congreso de los Diputados. Se celebraba allí el congreso provincial de su partido. Y como estaba en su salsa, vitoreado por el entusiasmo desbordado de sus fans con el escapulario azul al cuello, se quiso hacer el gracioso. La gracia consistió en fingirse irrespetuosamente tartamudo a la hora de pronunciar el apellido de Ximo Puig. Que si Puig. Que si Puy. Que si Puich…
Hablaba en estas páginas Adolf Beltran del «estilo perdonavidas y la mala sombra» de ese individuo. Acertado dibujo de un tipo al que sólo le falta el uniforme falangista para salir a la calle dando puñetazos a quien le plante cara o no levante el brazo y extienda la palma de la mano mientras suena en su móvil el «Cara al sol».
Habla el chulo portavoz del PP con la boca torcida, como si se reservara el veneno de su saliva para el segundo turno de insultos, como si para ese segundo turno de insultos guardara en stand by sus cojones de macho ibérico al estilo Humphrey Bogart, pero sin ese acuoso melodrama que Bogart destilaba como nadie -tal vez Marlon Brando o Edward G. Robinson- al interpretar sus personajes.
Esta democracia no es una democracia seria. Eso ya lo sabemos. Si lo fuera, si esta democracia fuera algo serio y no un refrito anfibio de franquismo remasterizado, ni Rajoy el de los seiscientos ladrones ni su bufón de alcantarilla tendrían sitio en esa democracia.
No es la primera vez que ese pelanas se burla con su ironía malapata de quien piensa diferente. Se siente a gusto así, en medio de esta crisis moral que, como decía Antonio Machado, es el terreno abonado para el triunfo del cinismo. Memorable el desprecio hacia las víctimas que el fascismo dejó en las cunetas y a los pies de las tapias de los cementerios. Recuerden aquello que dijo sobre esas víctimas y las familias que intentan recuperar sus cuerpos y la dignidad de unas ideas arrumbadas por la dictadura franquista y la propia transición. Recuerden aquello que dijo, sí, recuérdenlo para saber de qué fulano escribo en estas líneas: «algunos sólo se han acordado de su padre cuando había subvenciones para encontrarlo».
Le pregunto al falangista: ¿cuántas víctimas cercanas tiene usted enterradas en las cunetas? Seguro que ninguna y que si tiene algunas de cuando la guerra no estarán abandonadas en la sórdida invisibilidad de las cunetas sino que durante muchos años estuvieron bien a la vista sus nombres en las fachadas de las iglesias. Desprecia el del PP con un cinismo que aterra la honorabilidad de esas víctimas invisibles y yo desprecio con la misma energía la honorabilidad con que el franquismo -o sea, el sello acuñado con sangre republicana por los suyos- premió insultantemente a sus asesinos. También recordaba el colega Adolf Beltran lo que ese desalmado dijo a propósito de la exhumación en el Valle de los Caídos: «Esto de estar todos los días con los muertos para arriba y para abajo supongo que será el entretenimiento de algunos».
El entretenimiento, sí. La alegría que a mucha gente nos da pensar en la barbarie de su querida dictadura. Los bailes que organizamos para celebrar que España es el segundo país del planeta con más desaparecidos después de Camboya. El entretenimiento es el suyo, el de ese Rafael Hernando portavoz del PP en el Congreso de los Diputados, dedicándose a hacer gracietas sobre los demás que no son los suyos, sobre los vivos y los muertos que no son los suyos.
No sabe, ese ignorante con cargo al erario público, que para ser gracioso hay que tener alma de cómico o de poeta inmenso de la palabra. Si no se tiene eso -y ese despojo moral no tiene ni una cosa ni otra- lo que sale de su boca torcida y torticera no es una gracia sino un escupitajo que en vez de saliva lo que contiene es mierda de desagüe.
Ni alma de cómico ni poeta inmenso de la palabra. Ya lo dije antes y con eso concluyo el perfil de ese indocumentado: qué se puede esperar de un tipo con hechuras falangistas que tiene -además- alma de cántaro y la cabeza hueca de un botijo. Pues eso.
Artículo publicado originalmente en eldiario.es