La rebelión iniciada en España en julio de 1936, albergó desde antes de su inicio una mirada eliminacionista, de destrucción de todos quienes se le opusieran y a veces hasta de los que permanecieran pasivos. Un potencial genocida anidaba en ese propósito de aniquilación.
Con anterioridad al lanzamiento del golpe cívico militar orientado a dar por tierra con la república, quienes conspiraban para consumarlo se encargaron de crear un clima favorable, que deslegitimara al gobierno republicano y creara la sensación de que amplios sectores de la sociedad española experimentaban una amenaza mortal para sus vidas y sus propiedades.
El prejuicio de terratenientes, burguesías urbanas y sectores medios conservadores contra obreros y campesinos, fue explotado a fondo. La “canalla” vendría pronto a apoderarse de, o a destruir, todos los bienes materiales o simbólicos de las “gentes de orden”, como los llamaban.
Para apuntalar la perspectiva golpista y lograr consenso en sectores amplios de la población, los conspiradores de la derecha propiciaron la creación de una atmósfera de amenaza a la propiedad, a la integridad personal, a la religión y a las libertades políticas de las derechas.
La llegada del comunismo y la “salvación de España”
Todo ello convergía en el mito de que existía una revolución comunista en marcha, que podía producirse en cualquier momento, o ya se había iniciado. Y de que España estaba hundiéndose en la más completa anarquía, en un desorden que trastocaba las bases mismas de la moral, la religión y los sentimientos nacionales “sanos”.
Vale la pena dirigir brevemente la atención hacia quien lideraba la corriente específicamente fascista dentro de los diversos afluentes que convergían en el impulso hacia el golpe.
Veamos un pasaje de la proclama que el líder de Falange Española y de las Jons, José Antonio Primo de Rivera, difundió desde la Dirección General de Seguridad en la que se hallaba arrestado, el mismo día de su detención, 14 de marzo de 1936. Afirmaba allí que Rusia era la que había ganado las elecciones de febrero pues «el comunismo manda en la calle; en estos días los grupos comunistas de acción han incendiado en España centenares de casas, fábricas e iglesias, han asesinado a mansalva, han destituido y nombrado autoridades». Por ello Falange convocaba a todos «estudiantes, intelectuales, obreros, militares españoles, para una nueva empresa peligrosa y gozosa de reconquista».
A finales de abril José Antonio redactó una carta dirigida a los oficiales del ejército que se distribuyó el 4 de mayo con el título Carta a los militares de España.
En ella se hacía un llamamiento a la sublevación, con el pretexto central de que la “esencia” misma de la sociedad española se hallaba en trance de destrucción:
“España puede dejar de existir. Sencillamente: si por una adhesión a lo formulario del deber permanecéis neutrales en el pugilato de estas horas, podréis encontraros de la noche a la mañana con que lo sustantivo, lo permanente de España que servíais, ha desaparecido. […] Cuando lo permanente mismo peligra, ya no tenéis derecho a ser neutrales. Entonces ha sonado la hora en que vuestras armas tienen que entrar en juego para poner a salvo los valores fundamentales, sin los que es vano simulacro la disciplina. Y siempre ha sido así: la última partida es siempre la partida de las armas. A última hora —ha dicho Spengler—, siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización.”
La concepción violenta y militarista se evidencia con claridad: Las armas del ejército debían alzarse por la preservación misma de la nación, no hay otra forma de conjurar las amenazas en ciernes.
El mismo día de comienzo de las operaciones golpistas, el 17 de julio, Primo de Rivera comunica su propio llamado al levantamiento:
“Un grupo de españoles, soldados unos y otros hombres civiles, no quieren asistir a la total disolución de la Patria. Se alza hoy contra el Gobierno traidor, inepto, cruel e injusto que la conduce a la ruina. […] Trabajadores, labradores, intelectuales, soldados, marinos, guardianes de la patria: sacudid la resignación ante el cuadro de su hundimiento y venid con nosotros por España una, grande y libre. ¡Que Dios nos ayude! ¡Arriba España!”
El mensaje estaba claro, España misma necesitaba ser “salvada”, la patria estaba en peligro, los “comunistas” no merecían piedad.
Con el golpe en marcha
La represión violenta y sistemática fue un componente esencial del golpe de Estado en España de julio de 1936 que dio origen a la guerra civil. En las ‘’instrucciones reservadas’’ que emitía el general Emilio Mola, director de la conspiración en marcha, en junio de 1936, ya se hacía hincapié en ello:
“Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas.”
Apenas producido el golpe, el 19 de julio efectúa otra declaración rotunda:
“Hay que sembrar el terror (…) hay que dejar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros.
El que sería después el máximo jefe militar del sur de España, Gonzalo Queipo de Llano trazó una nota distintiva de su actuación a través de la emisión de proclamas radiales particularmente feroces, desde el mismo día de su apoderamiento de Sevilla.
Así decía por radio el 18 de julio de 1936: “¡Sevillanos! La suerte está echada y decidida por nosotros y es inútil que la canalla resista y produzca esa algarabía de gritos y tiros que oís por todas partes. Tropas del Tercio y Regulares se encuentran ya camino de Sevilla y, en cuanto lleguen, esos alborotadores serán cazados como alimañas. ¡Viva España!”.
Nótese la explícita deshumanización de la denostada “canalla”, al asimilarlos a “alimañas”, una denominación despectiva dirigida hacia especies de inferior nivel de desarrollo en la escala zoológica.
Menos de una semana después, el 24 de julio, vuelve a amenazar de muerte a quienes resistan: “Hay en Sevilla unos seres afeminados que todo lo dudan, incluso que en Sevilla está asegurada la tranquilidad […]. Esos seres se empeñan en propagar noticias falsas. ¿Qué haré? Pues imponer un durísimo castigo para acallar a esos idiotas congéneres de Azaña. Por ello faculto a todos los ciudadanos a que cuando se tropiecen con uno de esos sujetos lo callen de un tiro. O me lo traigan a mí, que yo se lo pegaré”.
Más de un año después, el coronel Juan Yagüe, protagonista de grandes hechos represivos, sostenía en Asturias, región hacía poco tomada por los franquistas:
“Y al que resista, ya sabéis lo que tenéis que hacer: a la cárcel o al paredón, lo mismo da. Nosotros nos hemos propuesto redimiros y os redimiremos, queráis o no queráis. Necesitaros, no os necesitamos para nada; elecciones, no volverá a haber jamás, ¿para qué queremos vuestros votos? Primero vamos a redimir los del otro lado; vamos a imponerles nuestra civilización, ya que no quieren por las buenas, por las malas, venciéndoles de la misma manera que vencimos a los moros, cuando se resistían a aceptar nuestras carreteras, nuestros médicos y nuestras vacunas, nuestra civilización, en una palabra.”
Es de destacar la fuerte raigambre colonial del modo de pensar el enfrentamiento y la represión que denotan las palabras de Yagüe. Los “desafectos” al bando golpista eran equiparados a la población colonial, desprovistos de una auténtica civilización y resistentes a obtener y aprovechar sus “beneficios”. De paso se les auguraba la privación perpetua de cualquier derecho político. ¡Nunca más elecciones!
Del lenguaje a la acción
Al tiempo que esas palabras eran emitidas, se pasaba a los hechos. La acción de los sublevados estaba orientada al exterminio, no ya del adversario en combate, sino de cualquiera que pudiera tener alguna conexión con la resistencia frente a los objetivos golpistas.
Los fusilamientos de a millares, los “paseos” culminados con un tiro en la nuca, las condiciones inhumanas de cárceles y campos de concentración que solían llevar a la muerte a quienes allí estaban; eran diferentes formas que conducían a la aniquilación del “enemigo” que habían construido.
Excluidos de la comunidad nacional (La “AntiEspaña”) y hasta de la condición humana, el destino de los vencidos era la eliminación física o la sistemática demolición de la personalidad, a la que se buscaba hundir con torturas, vejaciones y la inducción a un miedo paralizante.
Unas prácticas genocidas con fundamento de clase, ideológico, religioso y nacional (la “guerra a muerte” contra los “separatismos”), se abatían sobre el país ibérico. El suelo hispano era el campo de acción para una dictadura en guerra prolongada contra su propio pueblo.
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