El personal diplomático advirtió en un informe secreto sobre el funcionamiento de Campo de Mayo, uno de los peores centros de exterminio. A pesar de ello, la Corona y el gobierno de Suárez mantuvieron las relaciones con el régimen de Videla. Cartas desesperadas, llamadas telefónicas que acababan en lágrimas y un insoportable presentimiento de que […]
El personal diplomático advirtió en un informe secreto sobre el funcionamiento de Campo de Mayo, uno de los peores centros de exterminio. A pesar de ello, la Corona y el gobierno de Suárez mantuvieron las relaciones con el régimen de Videla.
Cartas desesperadas, llamadas telefónicas que acababan en lágrimas y un insoportable presentimiento de que lo peor siempre estaba por llegar. Entre 1976 y 1983, la embajada y los consulados de España en Argentina recibieron innumerables pedidos de auxilio por parte de familiares de desaparecidos. Tal como confirman distintos documentos a los que ha accedido Público, no hubo prácticamente ni un día en el que no se acercaran padres, esposas, hermanos o hijos en busca de socorro. Querían que el gobierno de España salvase a sus compatriotas en peligro, pero no lo consiguieron.
De acuerdo a los archivos consultados por este periódico, todos estos casos se tramitaron bajo el membrete de «reservado» y «secreto», algo que no valió de nada para los alrededor de 700 españoles -entre nativos y descendientes- que fueron secuestrados y desaparecidos por una de las dictaduras más atroces que ha sufrido América Latina. Las gestiones diplomáticas, siempre discretas, sólo permitieron que los denominados «presos gubernativos» -detenidos que habían sido «blanqueados», pasando a cárceles legales- fuesen puestos en libertad a cambio de su inmediata expulsión a España, independientemente de las raíces que cada uno de ellos hubiese echado en suelo argentino.
En cualquier caso, los abundantes cables e informes enviados desde Buenos Aires por los diplomáticos españoles confirman que el Gobierno de Adolfo Suárez estuvo al corriente de cada una de las denuncias que llegaban a su embajada en Buenos Aires, lo que le permitió conocer de primera mano la horrorosa realidad en la que estaba sumergida Argentina. A pesar de ello, el ejecutivo de UCD, amparado por la Corona, no tuvo ningún reparo en continuar firmando acuerdos y negocios con la dictadura de Videla.
Entre otros aspectos, el gobierno de Suárez conocía la existencia del campo de concentración que funcionaba en Campo de Mayo un regimiento militar que albergó uno de los peores centros de exterminio. Así fue informado por el cónsul español José Luis Pérez Ruiz a finales de junio de 1976, cuando envió un informe estrictamente confidencial (pinche para ver el documento) en el que revelaba la existencia de este reino de la muerte. «Por referirse este despacho a la eventual detención de uno de los desaparecidos en las instalaciones de Campo de Mayo, cuya utilización para dichos fines no ha sido reconocido por las autoridades argentinas, doy carácter de reservada a esta comunicación», explicaba Pérez Ruiz.
Su informe arroja otro detalle que podría resultar clave para determinar lo ocurrido con los desaparecidos de origen extranjero: en las reuniones mantenidas con funcionarios de la dictadura solía participar el capitán Bárcena, un misterioso militar que operaba en el ministerio de Exteriores argentino y que se encargaba «directamente» -según explicaba Pérez Ruiz en su nota reservada- de aquellos detenidos provenientes de otros países. De hecho, Bárcena estaba al corriente de la situación que atravesaban los presos españoles Herminio Martínez Borbolla, Diamantino González Álvarez y Antonio Garrido Ruiperez. La embajada proponía que todos ellos fuesen liberados a cambio de su inmediata expulsión de Argentina, pero la Junta Militar tardaba en responder. Durante una de las reuniones, Bárcena aseguró que los expedientes de estas tres personas «habían pasado al ministerio para su estudio y resolución». «Por consideración y deferencia a España, han sido adelantados en su tramitación y colocados a la cabeza de la lista de los casos que han de ser resueltos en primer lugar», prometió el capitán, que tenía suficiente capacidad para decidir sobre el futuro de los detenidos.
Efectivamente, Borbolla, González y Garrido fueron puestos en libertad y deportados a España. Sin embargo, la liberación no supuso el final del sufrimiento para una de estas familias: Rocío Martínez Borbolla, hermana de Herminio, fue secuestrada y desaparecida por la dictadura en un operativo realizado el 14 de junio de 1976, coincidiendo con las gestiones realizadas desde la embajada para conseguir la libertad de su hermano. A pesar de los pedidos realizados por sus familiares, esta joven oriunda de la localidad asturiana de Los Cabrales se perdió para siempre en el infierno de Buenos Aires.
«Un muro de silencio»
Esta dramática realidad quedó debidamente reflejada en el documento «muy reservado» que elaboró el encargado de Asuntos Consulares a finales de octubre de 1976 (consulte aquí el informe). A través de esta nota oficial, el Gobierno español pudo conocer cómo se desarrollaban habitualmente los operativos en que eran secuestrados sus connacionales. «Respecto a los desaparecidos -señalaba-, el esquema más común es que la detención se hace en las horas de la madrugada por un grupo de gente armada, que con frecuencia se presentan como policías de paisano, y a veces con traje militar de fajina».
«Suelen llevarse a los detenidos con los ojos vendados a un lugar desconocido y con frecuencia saquean el domicilio. Algunos de los detenidos, de esta forma, son puestos en libertad a los pocos días, de noche, llevándolos en automóvil a algún lugar -a veces en plena ciudad-, donde los dejan con los ojos vendados y con el compromiso de no quitarse la venda hasta transcurridos unos minutos. Son los que sus raptores no consideran peligrosos, después de extensos interrogatorios. De los otros, alguno ha sido llevado, también de madrugada, en el maletero de un coche a una comisaría de Policía. La mayoría, sin embargo, desaparecen sin dejar rastro» , advertía.
El informe también describía las infructuosas gestiones realizadas para tratar de rescatar a los secuestrados. «Todos estos asuntos aquí funcionan, en general, con una lentitud exasperante, y tratándose de desaparecidos, es prácticamente imposible obtener ninguna información. Con frecuencia se encuentra uno frente a un muro de silencio (…) Solamente hemos tenido información de desaparecidos cuando estos son puestos en libertad por sus aprehensores y vienen a informarnos de las circunstancias de su detención insistiendo, invariablemente, en que quieren dar el asunto por terminado y no desean que se haga ninguna gestión para esclarecerlo por parte de este Consulado; pero de los que no han aparecido no hemos recibido la más mínima información oficial respecto a su paradero o a la identidad de sus raptores».
Negocio con extranjeros
En ese contexto, los represores aprovechaban la dramática situación que vivían miles de personas para tratar de hacer negocios, siempre a costa del sufrimiento ajeno. Las monedas de cambio eran las mujeres y hombres de distintas nacionalidades que habían caído en las garras del terrorismo de Estado, tal como quedó confirmado en un cable reservado del 8 de septiembre de 1976 (pinche para poder leer el informe). Ese día, el encargado de Asuntos Consulares de la embajada de España en Argentina, José Luis Pérez Ruiz, envió un informe secreto al ministro de Exteriores, Marcelino Oreja, para avisarle que si había interés en reunir datos sobre los detenidos de origen español, primero debían pagar a los agentes corruptos.
«Tengo la honra de poner en conocimiento de Vuestra Excelencia que se ha recibido información, muy confidencial, de que hay algunos miembros de la Policía que, mediante el pago de una cantidad que al parecer oscila entre los 10.000 y los 30.000 pesos (entre 40 y 70 dólares de la época), suministran información sobre lo ocurrido a extranjeros desaparecidos. Según dichas informaciones, alguna embajada acreditada en Buenos Aires ha utilizado dichos servicios», revelaba el funcionario en su nota. A renglón seguido, comunicaba que el embajador español, Gregorio Marañón, ya había dado su visto bueno para la compra de información sobre sus compatriotas secuestrados, por lo que la representación diplomática se apresuró a solicitar al ministro un «adelanto de caja» para pagar la extorsión. No valdría de mucho: los españoles desaparecidos en Argentina siguen, cuatro décadas después, desaparecidos.