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España: sin humo y sin humor

Fuentes: http://kalvellido.blogsome.com

Puede que España haya dado al universo del humor unos cuantos nombres, que pasarán a la historia del ingenio y la gracia retrechera, para vergüenza de buena parte de quienes hoy intentan hacerla reír. Incluso es plausible que hoy existan personajes que arranquen carcajadas espontáneas a personas poco exigentes; al fin y al cabo esforzados […]

Puede que España haya dado al universo del humor unos cuantos nombres, que pasarán a la historia del ingenio y la gracia retrechera, para vergüenza de buena parte de quienes hoy intentan hacerla reír. Incluso es plausible que hoy existan personajes que arranquen carcajadas espontáneas a personas poco exigentes; al fin y al cabo esforzados buscadores de sonrisas como los Morancos, Cruz y Raya, Arévalo, Paz Padilla, Jaimito y Eva Hache, deben tener trabajo. Hasta creo que, las menos de las veces, se den algunos rasgos de humor en los cientos de intentos por hacer reír al pueblo español, ya sea desde la política, el dibujo, la radio, el cine, el teatro, el circo o la televisión. Uno, en su tonel, practica el optimismo.

Y me entristece pensar que el pueblo español parece estar muy necesitado de la risa, si tenemos en cuenta los mil y un programas que, vanamente, están dedicados a ello. ¿Será que buena parte de la península ibérica tiene que pasar obligatoriamente por la risoterapia, para calmar los cabreos y frustraciones que atenazan a sus habitantes, encarnados en los número rojos de millones de cuentas corrientes, en el endeudamiento para cuarenta años al que obliga la compra de un piso, en la angustia por llegar a mediados de mes (a fin ya no arriban sino los que ganan más de 3.000 euros), en la inquietud por el dónde y con quién dejar a esa criatura que acaba de nacer, cuyos progenitores (A y B) trabajan desde las 8 de la mañana a las 8 de la tarde?

Para resistir un estado de cosas como ese, se hace más que imprescindible, evidentemente, que alguien entretenga esos minutos moribundos que preludian al descanso nocturno, intentando lo que sea con tal de llegar al colchón, acompañado de una sonrisa de oreja a oreja que atempere la horrorosa certeza del mañana. Pero, por lo que llevo visto y oído, la España casposa y rastrera, la vengativa y franquista, la que escucha con la boca abierta, sin que se le suba el rubor a las mejillas, a burdos descendientes del homo erectus como Acebes, Zaplana o Rajoy, trata de sobrevivir con las risotadas que le provoca la carencia de chispa, es decir, con los chistes verdes, con ese humor zafio y estúpido que destilan la mayor parte de los espacios de entretenimiento, sean los que destinan los periódicos, la radio o la mil veces maldita televisión.

Por otro lado, mi España corajuda y republicana, roja y combativa, lo tiene crudo, aunque descansa en la seguridad de que no fallarán los latigazos coloristas de Juan Kalvellido, las películas de un solo fotograma de El Roto, las viejas grabaciones de Les Luthiers o Leo Masliah, los espectáculos de Leo Bassi, las películas de Woody Allen, o algunos geniales fragmentos de las de los Hermanos Marx, escenas de «El jovencito Frankenstein», «La Vida de Brian», «Las vacaciones de Mister Hulot», las obras del Perich, retazos de Forges, las historias de Ibáñez y sus hijos Mortadelo, Pepe Gotera, Filemón etc. Todo eso y poco más. Pero esa España tiene buen talante, sabe esperar y conformarse, de momento, con todo ello y algo más que se conserva en la memoria. A pesar de los palos, practica el optimismo, qué diantre.

El problema fundamental de la España del siglo XXI es la singular carencia de ingenio, virtud de la que Miguel Gila y Miguel Mihura ejercitaron con valor y generosidad, y que Pedro Reyes o mi amigo Luis Rebolledo practican casi en petit comité, habida cuenta de que los otrora admirados Gran Wyoming o Pablo Carbonell se han metido de lleno en los amorosos brazos de guionistas especializados en hallar gags, cada día más patéticos, porque no dan abasto por sí solos.

Me resulta sorprendente que, ahora que paso unos días en Madrid, me pregunten a mí, que por fortuna ya no veo ninguna televisión española, por las razones que llevaron al fracaso el último show del señor Monzón, o la debacle de un programa de un tal Buenafuente, del que no conozco nada excepto su buena voluntad y cuatro paridas mal dichas que algún conocido me remitió por mail. Por lo visto, haber pasado unos cuantos años trabajando para el medio, dan patente de corso al ciudadano medio para imaginar que «yo tengo que saber todo sobre las estrellas de la tele», y por tanto debo estar más que enterado de las causas que han motivado esos fracasos (joder, yo no sé cómo se puede tildar de hecatombe profesional al hecho de cambiar de productora, de emisora y cobrar un sueldo millonario). Es entonces cuando percibo que ese fiasco no es el de Wyoming o de Carbonell, Buenafuente o el espantoso Club de la Comedia (refugio de los amagos de chistes más mediocres que uno ha escuchado desde que era niño), sino de todo un público ávido de que le proporcionen, gratuitamente, su ración diaria de carcajadas. De lo contrario pegará al niño, reñirá con su esposa, se irá al bar de la esquina a emborracharse, insultará a los vecinos o romperá el televisor.

Todos y cada uno de los sufridos aspirantes a humoristas citados o aludidos subliminalmente, hacen que Gila resplandezca en el firmamento, que a su lado brille aún las geniales salidas de Luis Sánchez Polak, alias Tip, o que Pepe Rubianes sea una de las personas más añoradas en la pequeña pantalla. Difíciles tiempos en los que Albert Boadella (castrado ya intelectualmente por voluntad propia), el ministro José Bono (al que no le hace falta ningún tipo de vasectomía cerebral) o la ministra de Cultura, Carmen Calvo (ataviada con modelos de Ágata Ruiz de la Prada), sustituyen a los malos humoristas. Esta España sin humo, se ha quedado también sin humor. Menos mal que Kalvellido aún resiste. Es una perla en el mar de la mediocridad.