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Cronopiando

Esperanza Aguirre y sus náuseas

Fuentes: Rebelión

Cronopiando Y es que, desde que Esperanza Aguirre llegó a Miami y se reunió en un típico hotel de la ciudad con la dirección de la contrarrevolución cubana, la representante de la comunidad de Madrid comenzó a sentir náuseas. No era para menos. Ella, la misma que se niega a hablar con los violentos, la […]

Cronopiando

Y es que, desde que Esperanza Aguirre llegó a Miami y se reunió en un típico hotel de la ciudad con la dirección de la contrarrevolución cubana, la representante de la comunidad de Madrid comenzó a sentir náuseas.

No era para menos. Ella, la misma que se niega a hablar con los violentos, la que tanto repudia la violencia, la que no concibe transigir ni un paso con quienes desprecian la vida humana, la quintaesencia de la ética y la moral perdidas, la más sensible funcionaria (después de la San Gil) en relación a la terrible lacra de la violencia, ella,

estrechando, de improviso, en medio del ágape de bienvenida, las manos de quienes hicieron estallar en pleno vuelo un avión comercial cubano provocando la muerte de sus 73 ocupantes.

Doña Esperanza preguntó dónde estaban los baños y, ya a solas, tras recomponer estómago y fachada, volvió a sumarse al regocijo general.

La fiesta acababa de empezar y tendría que ser fuerte para poder tolerar la proximidad de tan especiales anfitriones. Un torturador a medio tiempo, empleado de la CIA, le ofreció unos canapés; un clandestino terrorista experto en la colocación de bombas en hoteles cubanos le preparó un Cuba Libre…con muy poquito alcohol; un diestro falsificador de actas electorales con asiento en Miami, le brindó unos genuinos dulces de coco cubanos… y entre bocado y palabra, doña Esperanza, que no ignoraba la identidad de los tantos saludos y cumplidos, otra vez que, descompuesta, pregunta por los baños.

Y no ha hecho más que salir, luego de desahogar sus pormenores, cuando, de nuevo, un camarero, al parecer implicado en el asesinato de un fiscal venezolano en Caracas, se le acerca, bandeja en ristre, y pone en la boca de Doña Esperanza dos finos bombones rellenos de licor.

Y la alta funcionaria española, cuya exquisita sensibilidad humana no le permite asistir sin alterarse a la simple mirada de un violento, menos a un apretón de manos, que respira hondo al verse obligada a saludar a ciertos altos mandos militares destinados en Iraq. Miles, decenas de miles, centenares de miles de muertos que aportan todos los días, hoy también, esas malditas guerras que hasta el Papa calificara de «injustas e inmorales».

Y ella, doña Esperanza, la tolerante, la pacífica, la que, supongo, rechazó esa soberbia demostración de violencia que supone una guerra o un genocidio; la que, sospecho, en su día, rechazó el recurso de la violencia (casi como la San Gil) y mostró su oposición a que el Estado español participara como cómplice en esa masacre; la que, presumo, supo encontrar apego en las palabras de su guía espiritual para, también, maldecir las guerras; la que, posiblemente, ha sido la segunda (después de la San Gil) en exigir el respeto debido a la condición humana de las miles de personas torturadas en Guantánamo, Iraq o Afganistán… ella, sufriendo las arcadas de tener que congeniar con tantos intolerantes violentos a su alrededor.

Otra vez salió del baño doña Esperanza, aliviadas ya las consecuencias de tantas dolorosas circunstancias. Y otra vez, culminando ya la fiesta, que se le acerca un viejo decrépito con aires de eterna sospecha y le dice al oído que, por favor, lo escuche unos minutos. Y doña Esperanza que, incrédula, asiste a la amarga confesión de quien dice llamarse Posada y que le pide gestione su traslado a Madrid, que ya todo está arreglado, que lo están acusando, entre otros crímenes, de haber puesto las bombas en el avión cubano.

Y llegan y rodean a doña Esperanza, Santiago Alvarez, Osiel González, Reinold Rodríguez y otros «partisanos» que escribiría El País, con parecidas demandas.

Y doña Esperanza que nada ignora y que todo lo sabe, que sigue teniendo ese instinto natural para saber distinguir a un violento de un votante, que, torpemente, se excusa, pregunta por los baños y desagua su náusea por el retrete.