Cuba no es solo una referencia política y moral, una retaguardia estratégica o un motivo de orgullo. Es también un país real y concreto, más prosaico que el ideal, con sus sufrimientos, sus desigualdades y sus malestares.
Es difícil encontrar otro ejemplo de un país tan pequeño que haya tenido un impacto tan profundo en el mundo como la Cuba revolucionaria, a la que es imposible separar de la experiencia de descolonización del Tercer Mundo, de las luchas antimperialistas, de la radicalización internacional de 1968 y del giro latinoamericano a la izquierda de fines de los años 1990.
La continuidad revolucionaria de la isla, que sorprendentemente logró sobrevivir a la caída del «campo socialista», permitió que no se quebrara del todo en América Latina el hilo de una memoria y de una experiencia de lucha, muy distintas a la regresión reaccionaria que tuvo lugar en Europa Oriental.
Pero Cuba no es solo una referencia política y moral, una retaguardia estratégica o un motivo de orgullo. Es también un país real y concreto, más prosaico que el ideal, con sus sufrimientos, sus desigualdades y sus malestares. Y es también una sociedad que enfrenta problemas característicos de las experiencias del «socialismo de Estado», que parecen venir de otro mundo y de otro siglo: el aislamiento internacional (condensado en el bloqueo norteamericano), la tendencia a la escasez y a la subproducción, los rasgos burocráticos de su régimen político, las presiones restauracionistas de sectores interiores y exteriores al partido gobernante.
En el imaginario de algún experimentado militante marxista, las recientes movilizaciones pueden parecer un eco lejano de aquellas que sacudieron a los países del Este (y también a la izquierda internacional): Hungría en 1956, Praga en 1968, Polonia en los años 1980, Berlín en 1989.
Lo cierto es que a menudo Cuba es más mentada, idealizada o vilipendiada que conocida. De comprender antes que juzgar, entonces, se trata esta larga conversación que mantuvimos desde Jacobin con dos jóvenes intelectuales cubanos: Ailynn Torres Santana, académica y militante feminista, integrante del Consejo Editorial de la revista Cuban Studies (Universidad de Harvard) y del Consejo de Redacción de la Revista Sin Permiso, y Julio César Guanche, historiador y jurista dedicado a la investigación sobre democracia, republicanismo y socialismo.
¿Qué significan estas movilizaciones? ¿Qué impacto tienen? ¿Cuál es el riesgo de que sean capitalizadas por la oposición procapitalista? ¿Cómo valorar la situación actual desde un punto de vista comprometido con un socialismo democrático?
MM
¿Cuál era la situación social, económica y política de Cuba antes de las movilizaciones del 11 de julio?
ATS
Las protestas sociales que comenzaron en Cuba el 11 de julio pasado no pueden entenderse del todo como una cuestión planificada, espasmódica o coyuntural. Responden a un proceso de largo aliento que tiene que ver, entre otras cosas, con la precarización sistemática y creciente de las condiciones y los recursos para el sostenimiento de la vida.
Una honda larga de ese proceso remite a la crisis de los años 1990, que implicó una progresiva reestructuración socioclasista de la sociedad cubana y la ampliación del empobrecimiento y la desigualdad. Una honda más corta comienza con el proceso de reforma económica y de la política social, que inició alrededor de 2006-2007 aunque se profundizó hacia 2011 y llega al presente. Su última etapa es la Tarea Ordenamiento, desde enero de este año.
La escalada de la precarización de la vida responde a distintos elementos. Juega un papel central el recrudecimiento de las sanciones del bloqueo económico, financiero y comercial de Estados Unidos hacia Cuba. Este es un elemento clave. También lo son las distorsiones —ya estructurales— de la política económica cubana en la reforma, que incluyen ralentizamientos, zigzagueos y errores de diseño e implementación.
Pondré dos ejemplos: la reforma en el agro ha sido profundamente desatendida, mientras se destinan millonarios recursos a la inversión turística hotelera; las transformaciones en la política social han resultado en una mercantilización y familiarización del bienestar cada vez mayores, con la consecuente disminución de la participación del Estado en el aseguramiento de ese bienestar.
En paralelo con lo anterior, el valor real del salario ha decrecido persistentemente; en los últimos seis meses ese decrecimiento ha sido dramático. Atravesamos un contexto de dolarización parcial de las economías domésticas, con la apertura y expansión por parte del gobierno de comercios en Moneda Libremente Convertible que expenden productos de primera necesidad (y que la mayoría de las veces no están disponibles en otro tipo de establecimientos) y hacen a las familias dependientes de las remesas (las cuales, a su vez, se han visto restringidas por la cancelación estadounidense de las vías por las que se envían).
Lejos de ser una excepción, al igual que en el resto de la región la pandemia agudizó las crisis preexistentes en Cuba: asfixió el turismo —rubro central de la economía nacional— y prácticamente canceló al sector privado pequeño y mediano (fundamentalmente dedicado a los servicios), con consecuencias nefastas para las personas que conforman ese sector, especialmente para las empleadas.
En fecha reciente, la nueva escalada de contagios de COVID-19 provocó el desborde de parte del sistema de salud (en la provincia de Matanzas) y puso en números rojos la gestión sanitaria de la pandemia. La escasez brutal que viven las personas y familias en el país, sobre todo de alimentos y medicamentos, configura un panorama muy difícil de gestionar doméstica, institucional y nacionalmente.
Todos los elementos mencionados están en absoluta relación. Ninguno explica por sí solo la crisis, así como ninguno puede desconsiderarse.
Pero a lo anterior hay que añadir déficits acumulados y procesos de otro tipo. Cuentan los déficits de derechos laborales para quienes trabajan en el sector privado, el sistemático vaciamiento del papel de los sindicatos, la obstaculización del proceso de creación y ampliación de otras formas de propiedad (como la cooperativa), la cancelación práctica de la posibilidad de crear asociaciones y formalizar espacios de la sociedad civil debido a la existencia de una ley de asociaciones desactualizada e inauditamente limitada, la acumulación de demandas insatisfechas relacionadas con derechos civiles y políticos de expresión, organización y disenso que tienen escasas garantías, la criminalización de voces ciudadanas diversas como «mercenarias», «líderes de la restauración capitalista» o directamente como «opositoras al socialismo» y la intensificación del programa de «desestabilización del régimen» por parte del gobierno de Estados Unidos, que dedica recursos millonarios a formar o apoyar espacios y actores que abreven en su política contra Cuba.
Nuevamente, todo ello está en relación. En esas condiciones se llega a estas movilizaciones. Para explicarlas no se pueden seguir razonamientos unilaterales.
MM
¿Cómo describir las movilizaciones, su magnitud y su contenido político? ¿Qué papel tuvieron en ellas los sectores de la oposición financiada por EE. UU.? ¿Qué piensan de la caracterización de éstas como un intento de «golpe blando» o «revolución de terciopelo»?
JCG
Confirmar las informaciones resulta bastante difícil, pues la prensa oficial ha sido muy omisa en su cobertura. Sin embargo, un sitio de periodismo de datos registró unas sesenta localidades del país en las que hubo algún tipo de protesta. Estamos hablando del proceso de protesta social más grande que ha tenido Cuba desde el año 1959.
La cobertura de la prensa estatal ha estado enfocada en los problemas de vandalismo —que ha habido, pero no son el signo de cada una de las protestas ocurridas—, en las respuestas frente a la protesta y en las convocatorias oficiales a «actos de reafirmación revolucionaria», como el del pasado sábado.
Lo cierto es que existe un largo acumulado político de demandas y un problema estructural en la política cubana. Y es que esa política no ha concedido espacio real para el manejo de las diferencias de modo institucionalizado; no ha permitido a ciertos sectores —incluso los que no tienen nada que ver con sectores disidentes— participar como actores legítimos dentro del sistema político nacional. Este hecho los ha empujado a los márgenes y, muchas veces, ha radicalizado diferencias que podrían haber sido gestionadas de mejor manera. Estoy refiriéndome con esto a un amplio espectro que no cuenta con espacios de expresión y de participación.
Por supuesto que existen sectores de derecha —que con razón podemos llamar revanchistas y extremistas—, con vinculación real con los Estados Unidos y con los programas federales de subversión hacia Cuba (programas de «cambio de régimen»). Esa corriente tiene articulación con zonas similares que existen en Florida, que están pidiendo la intervención de los Estados Unidos sobre Cuba.
Ahora bien, Miami no es un lugar unívoco de enunciación. Tampoco lo es «La Habana». Hay actores en esa geografía que no comparten esa agenda, y que podrían contribuir desde allí a mostrar que existen otras voces, que podrían contribuir a deslindar y disputar los llamados a la intervención, al caos y la desestabilización predominantes.
Por otro lado, con respecto a la idea de «golpe blando», lo primero que hay que decir es que tiene varias aplicaciones. Dentro del país se está usando para definir correctamente un programa existente de subversión real sobre procesos de raíz popular en América Latina. Es un proyecto impulsado por las oligarquías latinoamericanas y las contrarreformas contra procesos populares que apelan a repertorios de «estados fallidos», lawfare, guerra mediática y algorítimica a través de redes sociales, entre otros. Hay rasgos de ese programa que se observan en Cuba en la línea de tiempo que ha llegado hasta aquí.
Pero pretender que la narrativa del golpe blando explique cada expresión de malestar social o su capitalización por el enemigo equivale a obturar cualquier espacio a la autenticidad de las demandas nacionales. En Cuba hay también agendas cubanas, problemáticas cubanas, activismos cubanos, que no tienen ningún tipo de vinculación con la estrategia del golpe blando.
Es muy peligroso identificar toda protesta como inscrita en el empeño de guerra no convencional. Hacerlo habilita solo un tipo de respuesta: represiva y militar. Porque según se lea la protesta, se imaginarán sus soluciones. Y si esta se define solo como «golpe blando», entonces no queda otra que enfrentarla directamente, como se enfrenta a un enemigo.
El asunto es que estamos en presencia de una protesta cuyas dimensiones populares no se pueden escamotear. Hay un pueblo cubano al que es necesario atender; hay que escuchar lo que está diciendo para comprender cuáles son las razones y dónde están las raíces que han contribuido a esta situación, en la que el bloqueo estadounidense juega un papel crucial pero en la que también tienen incidencia las dinámicas sociales propias de la isla.
Cuando comenzó la protesta, en San Antonio de los Baños, el presidente Miguel Díaz-Canel acudió en persona a esa localidad. Es una tradición que había desarrollado Fidel Castro: en 1994 hubo una protesta —que no fue tan grande comparada con la actual, pero que es su antecedente más directo—; Fidel se presentó en el lugar al tiempo que prohibió expresamente el uso de armas letales contra civiles.
Y allí radica una diferencia clave con lo que ocurrió ahora. Díaz Canel usó una frase —que luego no ha repetido más hasta hoy del mismo modo—: para los revolucionarios «la orden de combatir está dada». Para muchos, esa frase tenía en Cuba una connotación militar frente a una agresión externa. Pero en este contexto, inédito para todos (también para el gobierno), se usó para hacer alusión a una protesta civil que tenía componentes de violencia civil pero también pacíficos.
Se perdió así una oportunidad para dar garantías de que no iba a haber ningún tipo de uso de armas, como se había hecho exitosamente en 1994. Se perdió la oportunidad para garantizar que la contención policial no iba a permitir ningún tipo de violencia contra las personas, ni contra bienes colectivos (había convocatorias e incentivos —sobre todo desde el exterior— a provocar incendios, saqueos, apedrear o incluso matar policías); que se protegería la integridad física de los participantes, estuviesen en un lado u otro de las protestas. Todo ello, de la mano de un llamado a procesar políticamente el conflicto. Quizás se trataba de una opción compleja, pero sin dudas era necesaria.
Cuba tiene compromisos con la no violencia estatal. No obstante, hay pruebas de violencia policial —como también de violencia civil— que son inaceptables para esa cultura, y que muy probablemente marquen un «antes y un después» tras estas protestas. A su vez, la tradición revolucionaria cubana tiene un compromiso muy fuerte con la activación política de lo popular. Ello es algo que no concierne única y exclusivamente a la parte del pueblo que se reconoce de modo oficial como «revolucionaria».
El nacionalismo cubano es una de las ideologías más poderosas de toda la historia nacional. Posee una agenda contra todo tipo de intervención y una cultura de soberanía, en gran medida antimperialista, tradicionalmente caracterizada por el rechazo a cualquier injerencia extranjera. Frente a una intervención, la respuesta cubana no vendría solo del campo revolucionario, sino de un espectro amplio con ningún interés en cualquier tipo de injerencia, al que el gobierno haría bien en interpelar de modo ampliado para ese objetivo.
MM
En el último artículo que escribieron para Jacobin mencionan el componente generacional como una arista de análisis fundamental a la hora de pensar la Cuba de hoy. ¿Qué peso tiene esa cuestión en las movilizaciones actuales?
ATS
Esa pregunta ha estado muy presente en los últimos días. Es una pregunta sobre el quiénes se manifestaron y si hay una frontera generacional que explique su ocupación del espacio público de esa forma.
Antes decía que la sociedad civil cubana se ha densificado considerablemente en los últimos años. En ese proceso, las juventudes cumplen un papel importante, como sucede en otras partes del mundo. Si se observan a los actores feministas, antirrascistas, animalistas, de artistas y creadores, periodistas y otros, vemos que en efecto hay una fuerza vital importante —aunque no exclusiva— en nuevas voces y generaciones que, por supuesto, son diversas a su interior y corresponden a un abanico amplio del espectro político.
No todos son ni se reconocen a sí mismos dentro del campo de las izquierdas (en sentido amplio). También se posicionan de forma distinta respecto ya no a la política, sino al gobierno cubano específicamente: a veces en frontal oposición, a veces con cierta equidistancia, a veces con apoyo incondicional, otras aspirando a un acompañamiento crítico y a veces moviéndose de una a otra de esas opciones.
Esa diversificación de la sociedad civil choca con un proceso de clasificación y reclasificación política cada vez más cerrada y predatoria. Muchas veces, desde el gobierno toda esa complejidad se traduce en «revolucionarios» versus «contrarrevolucionarios». Esta última categoría se vuelve una ficción poderosa donde entran cada vez más voces que son, incluso, antagónicas entre sí. Desde otros extremos políticos, la clasificación es otra: «comunistas» versus «anticomunistas», «oficialistas» o no, y otros pares similares.
También se ha reactivado la categoría de «centristas», que curiosamente es utilizada por voces opuestas (desde el gobierno y desde parte de su oposición) para calificar a sectores, personas o grupos que consideran «insuficientemente definidos»: sea que no se refieran al gobierno cubano como «dictadura» o sea que produzcan críticas sobre políticas o repertorios oficiales. Es posible que aquí esté simplificando en exceso el mapa, pero ese es el panorama a grandes rasgos.
Ese camino extravía la necesidad de repolitizar y resignificar constantemente las identidades políticas, que no se ganan de una vez y para siempre.
Para una parte de quienes se manifestaron (y de quienes no se manifestaron), juventudes incluidas, el comunismo o el socialismo es demodé o algo directamente negativo. Para otros grupos que también salieron a la calle pero en respuesta a los y las manifestantes, la etiqueta es clara y suficiente para expresar sus opciones por la justicia. Para el gobierno, a veces hablar de socialismo o de comunismo pareciera una entelequia que define no lo que se hace sino lo que se es. Para otras personas, no son las identidades políticas lo que está en juego sino las formas de sostener su propia vida.
Específicamente respecto a las protestas, las redes sociales jugaron un papel principal como vitrina de lo que sucedía y también para la convocatoria o el contagio de un territorio a otro. En ese proceso las juventudes fueron importantes, porque son las que tienen más manejo del mundo digital. Pero lo mismo podría decirse de las juventudes que salieron a las calles por cuenta propia para disputar las manifestaciones.
Sin embargo, y al contrario de otros análisis que he escuchado sobre este proceso, creo que estas no fueron protestas principalmente de jóvenes, aunque su presencia es indiscutible. Los registros gráficos muestran una importante y en cierto sentido llamativa diversidad generacional. Lo que sí me parece más evidente es la presencia de una marca socioclasista. Recordemos que las protestas empezaron por zonas periféricas respecto a los centros urbanos y, en la capital, en municipios densamente poblados y altamente precarizados. La dimensión territorial, que es también socioclasista aunque hay heterogeneidad en los barrios cubanos, es muy decidora y pienso que explica más las protestas.
JCG
Los años 1990 fueron una época definitoria en Cuba, con la caída de la URSS, con la radicalización del bloqueo y la agresión estadunidense y el acumulado de problemas internos que ya habían sido reconocidos de modo oficial desde el proceso de «Rectificación» de 1986. Esa crisis implicó cambios de todo tipo, que marcaron una frontera real respecto a lo que Cuba había sido hasta entonces.
Fue una década que marcó también un «antes y un después» para la memoria colectiva cubana. Los cubanos perdieron en promedio unas 20 libras per cápita. Sin embargo, la década previa, la comprendida entre 1975 y 1985, fue la época de mayor bienestar social en Cuba (relación con la URSS mediante). Ese «colchón social» fue fundamental para enfrentar la crisis. Fue una época con muchas contradicciones —las artes plásticas y el cine cubanos dejaron muchos testimonios de ello—, a la vez que un lapso de bienestar económico y seguridad social bastante ampliados.
La ruptura de los 90 implicó una Cuba «nueva». Las generaciones que se socializaron durante y después de esa década percibieron sus demandas más en función de carencias y fracasos de la revolución, que en comparación con un pasado que para la enorme mayoría quedaba tan lejos como 1959. Para los jóvenes de hoy, el pasado son los años 90, no 1958.
Sin dudas, la referencia a 1959 sigue siendo central en la memoria y la historia de Cuba, en la memoria de lo que alcanzó y pudo ser y hacer la revolución cubana. Ahora, cuando el discurso oficial asegura que hay «intentos de restaurar» la Cuba previa al 59 propone no solo un regreso antidialéctico «al pasado». La cuestión es que un espectro social que ya cuenta con cierta edad piensa las complejidades de su vida cotidiana no en relación al retorno o la restauración capitalista, sino en función de procesos y dinámicas que han vivido por sí mismos antes, a los que muchos han dedicado sus vidas completas, pero que han dejado de ser y ya nunca más serán como eran. Para el caso de los más jóvenes, la situación es aún más compleja, pues muchos no encuentran, tras vivir esa Cuba pos 90, un pasado «dorado» como referente.
Hay una broma cubana que cuenta que al Período Especial —la crisis de los 1990— «entramos todos pero salimos de uno en uno», a lo que se agrega que algunos nunca salieron. Es una situación común en muchas geografías —las salidas de tipo privado a las crisis—, pero en Cuba atenta contra la promesa revolucionaria de la igualdad, una de las grandes bases del 59. Cuba tuvo parámetros sobre la desigualdad realmente muy favorables, no solo para los parámetros latinoamericanos sino mundiales. Ese «salimos de uno en uno» significa un quiebre enorme. Fidel Castro buscó dar cuenta de un renovado programa igualitario con la llamada «Batalla de ideas» al filo de los años 2000, pero visto en retrospectiva fue insuficiente y luego no tuvo reediciones tras su deceso.
MM
¿Cuál es la realidad y la influencia de la oposición proburguesa en el país?
ATS
La oposición es parte del espectro político cubano pero, insisto, no lo agota. Respecto al gobierno, existe una oposición organizada —que funciona dentro y/o fuera del país—, con una clara agenda de «cambio de régimen». O sea, es una oposición al gobierno cubano y también al socialismo, al comunismo, a las izquierdas en general. Existen igualmente voces opositoras no organizadas y, dentro de ellas, algunas se definen como antigobierno pero no «antirrégimen», y otras como ambas cosas.
Una parte importante de esa oposición organizada (en grupos políticos, medios de comunicación, proyectos específicos, iglesias, etc.) tiene vínculos con Estados Unidos y con los financiamientos federales de ese país destinados a lo que se llama «política de desestabilización».
Cuál es la influencia que tiene la oposición respecto al gobierno en específico o al socialismo en general es una pregunta difícil de responder. La amplificación mediática de sus acciones o las burbujas que definen las redes sociales pueden configurar un espejismo en el que su influencia aparenta ser más de lo que es. Eso desconoce los sectores y actores alrededor de los cuales el gobierno produce consenso, que existen y son importantes.
Una parte de la oposición —organizada o no organizada— ha defendido en este contexto de crisis agravada una agenda de intervención militar en Cuba. No es algo nuevo pero sí más audible en los últimos meses, semanas, días. Una intervención militar de Estados Unidos en Cuba es improbable en este momento, pero el hecho de que orbite como opción defendida por ciertos sectores muestra sobre todo la intensidad del conflicto. No obstante, dentro de Cuba la línea antintervencionista creo que tiene mayoritarios y profundísimos niveles de consenso.
Ese consenso no es monolítico. Por el contrario, tiene importantes diferencias: desde quienes piensan que en la situación de plaza sitiada de Cuba es preferible priorizar la defensa hacia al enemigo exterior, hasta quienes pensamos que la plaza sitiada no informa completamente sobre toda la complejidad, déficits, precariedad y limitaciones de derechos que también hay en el país y a lo cual hay que responder, aún desde esa plaza sitiada.
No creo que en estas protestas haya una marca ideológica que permita leerlas en bloque, como protestas de la oposición o lideradas por ella. A la vez, como era de esperar, en este momento hay una intensa disputa por la apropiación del acto de protesta para esas agendas políticas.
JCG
La protesta actual tiene una composición clasista identificable si se observa con detenimiento a los participantes y se hace un mapa de los barrios y localidades donde se generaron, mayormente empobrecidos. Esto es importante, porque si no se confunden con protestas proburguesas o completamente conectadas con la política imperialista estadunidense.
Con esa confusión se pierde de vista la composición real, situada, de la sociedad cubana, en la cual existe una burguesía (conectada a las transformaciones que el propio Estado ha implementado) con conexiones con sus similares en EE. UU. y Europa, fundamentalmente. Sin embargo, también existe una burocracia estatal y militar vinculada al sector empresarial y al turismo.
Esa confusión presenta a la burguesía como una condición externa a la revolución, al Estado cubano, a las dinámicas institucionales cubanas, pero invisibiliza que también hay intereses calificables de «burgueses» anclados en el propio Estado.
MM
¿Cuál es la realidad interna del Partido Comunista de Cuba? ¿Tiene una vida deliberativa conocida, tendencias definidas, corrientes críticas? ¿Existe o hay espacio para una izquierda alternativa (dentro o fuera del partido, pero independiente de la dirección del PCC)?
ATS
La unidad ha sido un valor político fundamental en la Cuba posterior al 59. Esa unidad, se ha dicho mucho, se tradujo en unanimidad expresa dentro de los órganos políticos. En el funcionamiento público, tanto de la Asamblea Nacional del Poder Popular como del Partido Comunista, se aprecia una única línea gruesa que no deja ver desacuerdos. Pero eso no significa que el Estado/Partido sea un actor racional único.
Por ejemplo, los debates en la Asamblea Nacional, cuando se estaba por aprobar la nueva Constitución, mostraron como nunca antes desacuerdos sobre ciertos temas. En el espacio público eso fue bastante inédito. Mirado en más detalle —y no solo a partir de lo que se dice sino de lo que se hace—, son claros clivajes que muestran distintos actores y sectores dentro de la política institucional. Eso no tendría que ser un problema. Toda la política implica conflicto.
Pero la pregunta iba por otro lado: sobre la capacidad del Partido de acoger debates entre las izquierdas, para sí mismas y de cara a la sociedad. A eso le añadiría: sobre la posibilidad de que la idea de «vida buena» no sea —o no siga siendo— cooptada por formas antidemocráticas de la política, por las derechas, las nuevas derechas o las ultraderechas.
Al respecto, veo una gran cerrazón dentro de los aparatos del Partido (e institucionales en general) a acoger voces diversas del campo de las izquierdas, que podrían o bien integrar y dinamizar parte de esas estructuras o bien realizar un acompañamiento crítico. Son rápidamente excluidas, tratadas como outsiders. Las consecuencias que eso tiene están históricamente verificadas.
JCG
El actual Partido Comunista de Cuba nació de una fusión de fuerzas revolucionarias que habían contribuido desigualmente al triunfo de 1959. El antiguo partido comunista (PSP) fue una fuerza que no participó activamente de la insurrección armada frente a Batista. No obstante, el proceso unitario de los años 1960 unificó al MR 26 de Julio, al Directorio Revolucionario 13 de Marzo y a aquel Partido Comunista en un nuevo partido (1965), con el actual nombre de PCC.
El PCC declara que su carácter de partido único está basado en José Martí, pero en la obra martiana no se puede encontrar una sola referencia a un partido único creado por él para la República, pues se trataba —el Partido Revolucionario Cubano— de un partido creado para la Revolución. Los estatutos del PRC rechazan expresamente el carácter único de ese partido una vez alcanzada la República que debía fundar la Revolución.
La tradición del partido único seguida en Cuba es la de la experiencia socialista del siglo XX, con centro en la URSS. Aquí encontramos un hecho curioso. Si bien desde 1976 hasta 2019 el PCC fue único en la práctica, la Constitución no incluía ese carácter dentro de su articulado, incluso cuando se cambió la base social e ideológica del PCC en la reforma de 1992, respecto a 1976. Ese cambio fue una promesa proveniente de un proceso crítico hacia las propias maneras del partido, que venía del proceso de Rectificación del año 1986, que había señalado muchos problemas de representación, de representación de la diversidad, al interior del sistema político.
La promesa se formulaba así: si tenemos un solo partido, este tiene que representar a toda la nación, lo que debía haber significado un reconocimiento de diferencias u ocasionalmente de corrientes en su interior. Eso, hasta hoy, no ocurrió. En 2019 por primera vez se consagró expresamente ese carácter de partido único.
Existen diversidades al interior del partido, pero no hay expresión pública de ellas. Quizás se deba a la estructura del Partido cubano, la de «partido de vanguardia» con «centralismo democrático», propia de la experiencia socialista del siglo XX, que produjo continuamente gran desigualdad entre la dirección superior del Partido y sus bases. En ello, el debate partidista existente desde abajo encuentra poca traducción e inserción en sus estructuras superiores. Y la encuentra mucho menos en el discurso oficial, que suele entender las diferencias como si fuesen fisuras.
MM
Ustedes estudian cuestiones de la teoría política y jurídica vinculada al republicanismo y la democracia. ¿Cuál es su evaluación sobre el régimen político cubano? ¿Hay posibilidad de alguna reforma democrática en el sistema político (separación del Partido y el Estado, sindicatos independientes, multipartidismo, etc.)?
ATS
Me interesa sobre todo el análisis de la posibilidad o la imposibilidad de democratización amplia en Cuba, de cara a la sociedad, a los grupos empobrecidos, a los feminismos, los antirracismos y todos aquellos que repiensen y actúen contra la desigualdad. Y me interesa especialmente sus/nuestras posibilidades o imposibilidades de interlocución no solo con el gobierno, sino con otros actores y sectores de la sociedad civil con los que sea posible converger en imaginación política. La tramitación política de estas protestas sociales puede ayudar a comprender las opciones que están sobre la mesa colectiva.
Si tomamos como medidor la intervención del Presidente Díaz Canel del 11 de julio, el día que comenzaron las protestas, diríamos que las posibilidades de democratización son escasas o nulas. Hubo un llamado al combate entre «revolucionarios» y «contrarrevolucionarios» y, por todo lo que he dicho antes, eso no deja espacio a casi nada, porque simplifica el diagnóstico de las jornadas.
Sin embargo, en los días siguientes se produjo un arco de transformación en su discurso y se pasó a uno que apela a la solidaridad, al amor, contra el odio, por la escucha a las personas con «necesidades insatisfechas». Ese cambio importa y mucho, porque entrevé conciencia sobre la gravedad del conflicto y la necesidad de tramitarlo políticamente.
Ahora, traducir las protestas en un programa político transformador y democratizador implica bastante más. Implica abrir las instituciones políticas, laborales y de coordinación social a una profunda crítica social y política. Implica repensar el papel de los sindicatos, que son ahora mismo estructuras fósiles como mismo lo son al menos una parte de las organizaciones de masas.
Implica transformar la prensa estatal y regular la prensa independiente bajo principios de soberanía y apego a la ley. Implica elaborar y aprobar urgentemente una nueva Ley de Asociaciones. Implica hacer porosas las estructuras institucionales a las demandas e iniciativas ciudadanas, que hacemos desde los feminismos y otros espacios políticos o gremiales.
E implica, también, trabar más alianzas dentro de la sociedad civil, porque no toda la política es aquella que busca interpelar al poder institucional. Hay más que eso y siempre lo ha habido: actores que trabajan en los barrios, redes nacionales, colectivos reconocidos o no oficialmente que se conectan y funcionan.
JCG
Hace diez años la palabra «república» apenas se usaba en Cuba. Su empleo se limitaba al nombre oficial del país: República de Cuba. En los discursos políticos, en los textos escolares, incluso en el debate intelectual, estaba ausente. De un tiempo para acá, la situación ha cambiado, tanto a nivel social como a nivel oficial. No existen explicaciones oficiales para el siguiente hecho, pero la Constitución de 1976 se titulaba «Constitución Socialista», mientras que la 2019 es «Constitución de la República de Cuba».
Hay también un uso del concepto de República dentro de Cuba muy ignorante intelectualmente y muy interesado políticamente que confunde toda demanda que se haga sobre la república socialista cubana con el republicanismo liberal burgués previo a 1959. Esa idea desconoce demasiadas cosas.
Desconoce, por ejemplo, que el republicanismo, en su vertiente popular y democrática, es un contenido central de la política cubana del siglo XIX y el XX, y desconoce las diferencias entre el republicanismo socialista y el republicanismo liberal. El republicanismo democrático socialista tiene cuatro ejes fundamentales, que sirven para pensar también cómo el socialismo y la república necesitan encontrarse y marchar juntos.
Uno de ellos es considerar la libertad como inalienable. Cuba tiene problemas reales en este campo, porque en su historia revolucionaria ha recortado el estatus de la libertad política a categorías políticas como «revolucionario» respecto a la de «ciudadano», que es la que categoría universal de relación con el Estado. Hacer distinciones entre «revolucionarios» y «no revolucionarios» para el acceso, por ejemplo, al campo de los derechos políticos, es un problema de libertad republicana y socialista.
Otro problema es la relación entre el Derecho y la Ley. En Cuba, hasta el año 2019, la Asamblea Nacional del Poder Popular aprobó tres veces más decretos que leyes, y, en general, tuvo una baja elaboración legislativa en forma de leyes. Las «leyes» tienen un sentido propio en la jerarquía legislativa: expresan discusión, deliberación y capacidad de articulación. La carencia de leyes propiamente dichas en favor de la gran presencia de decretos supone una muy escasa vida política parlamentaria y una pobre discusión política sobre el contenido de las materias fundamentales que deberían ser sometidas a leyes.
Pero a esa historia hoy se le suma un problema adicional: el lenguaje constitucional de 2019 es mucho más amplio que muchos de los decretos que se han aprobado después de ese año. Entonces, si bien existe mayor reconocimiento de derechos de participación y de garantías a derechos en la Constitución vigente, se han ido aprobando decretos más restrictivos. Un ejemplo de ello es el DL 370, que regula la expresión a través de redes públicas de transmisión de datos. Es otro problema republicano socialista, en este caso para la elaboración colectiva de lo político y para la producción popular del Derecho.
Otro problema para el republicanismo socialista en Cuba es el de la propiedad distribuida y con capacidad de protección y control frente a ella. Esa discusión se ha mantenido en el país entre la dicotomía entre «propiedad estatal» y «propiedad privada».
La privada sería la capitalista, que no existía en Cuba regulada constitucionalmente hasta el 2019, mientras que la única propiedad expresamente socialista sería primero la estatal y luego la cooperativa. Sin embargo, apenas se ha dado una discusión franca, frontal, sobre los problemas de la propiedad estatal burocráticamente controlada y burocráticamente dirigida que no supone ampliación de poder colectivo para los trabajadores ni supone capacidad de reivindicación de los derechos de propiedad para sus reales titulares, fuesen colectivos obreros, colectivos ciudadanos, etc.
Ese es otro problema para el republicanismo socialista, si entendemos que el socialismo es un programa de distribución de poder y de propiedad para construir capacidades para producir la vida y controlar las condiciones de la existencia.
MM
¿Cómo valoran las reformas económicas iniciadas hace más de una década, que incluyeron la apertura al capital extranjero de algunas áreas de la economía? ¿Y qué evaluación hacen del liderazgo de Miguel Díaz-Canel?
ATS
El cambio en el liderazgo del poder político era, obviamente, inevitable. Las reformas económicas también lo eran, y lo siguen siendo. No se trata de si reformas sí o reformas no. Analistas de todas las disciplinas, especialmente desde la economía y las ciencias sociales, dentro y fuera de las instituciones, se han pronunciado sistemáticamente por la necesidad de reformas. La discusión pasa por qué tipo de reformas, en qué tiempos, con qué costos, para quiénes, para qué.
El bloqueo estadounidense y la política de desestabilización política de ese gobierno hacia Cuba ha estado ahí, cada vez peor, y en el corto plazo parece que continuará. Eso hay que denunciarlo, no naturalizarlo jamás, y continuar acumulando solidaridades en ese sentido. A la vez, las reformas económicas y sociales en Cuba necesitan revisarse: detener algunas, reensamblar otras, destruir rápidamente otras sumamente peligrosas que continuarán engrosando el grupo de los y las empobrecidas.
La reforma cubana tiene problemas de implementación pero también de diseño. Es desconsiderada en la práctica, aunque no lo sea en el discurso, respecto al empobrecimiento y la desigualdad. Las formas concretas de asegurar justicia social no están en el centro de la discusión partidista ni institucional, como argumentamos en nuestro más reciente artículo en Jacobin.
Las medidas de protección social existentes son insuficientes y en muchos sentidos deformes. La escasez de recursos restringe las posibilidades pero no justifica nada de eso. Podría hacerse —y necesita hacerse— de modo distinto. Desde antes de las protestas y ahora más, hay urgencias. En primer lugar, es imprescindible no criminalizar ni simplificar las protestas: entender su legitimidad y sus razones tanto como su complejidad.
Segundo, asumir un proceso de revisión profunda de lo sucedido, incluidos muy especialmente, los abusos policiales denunciados y testimoniados que necesitan investigarse tanto como poner en libertad a las personas inocentes y levantar las causas que tienen en su haber parte de los y las manifestantes. Tercero, urge resituar la discusión de la justicia social y de la igualdad como contenido factual de los programas de economía política que se están implementando. Cuarto, es vital producir una conversación entre distintas imaginaciones políticas, y muy especialmente de las del campo de las izquierdas.
Nunca es admisible, y ahora lo es menos, la «cosmetización» del conflicto. Está en juego, sobre todo, la vida buena y justa para cubanos y cubanas.
JCG
Sobre Díaz-Canel hay algo que es clave. Raúl Castro no tiene ningún cargo actual, pero Díaz Canel anunció que Raúl sería consultado para los grandes temas que se requiriera. En este mismo momento, mientras conversamos con Jacobin América Latina, Raúl Castro se encuentra reunido con el Buró Político del PCC, en una reunión que estaría tratando el tema de las protestas.
El tipo de legitimidad que tuvieron Fidel y Raúl Castro es irremplazable en Cuba. Tuvieron una amplia línea de apoyo, por razones tanto de historia como por sus labores al frente del país, y también tuvieron sus enemigos y sus críticos.
El nuevo hecho es que el actual gobierno tiene que construir su legitimidad sobre otras bases: la legitimidad de su gestión y la legitimidad institucional. Ahí es donde tiene que enfocar todo su trabajo Díaz-Canel. Tiene que ampliar la superficie de contacto del Estado con la sociedad cubana, dar cuenta de que existe un problema serio de representación de la sociedad cubana dentro de las instituciones y comprometerse con que el amplio apoyo popular a la constitución de 2019 no significa un cheque en blanco para cualquier tipo de actuación estatal.
Tiene haberes a su favor. La política pública de ciencia en Cuba no la definió Díaz-Canel, sino Fidel Castro, y ha sido muy exitosa. Díaz-Canel tiene el mérito de haber continuado esa política y de haber logrado, bajo su gobierno y en medio de la pandemia del COVID-19, un logro tan descomunal como dos vacunas cubanas, primeras en América Latina, con calidad mundial.
El modo en que se maneje la crisis actual va a definir muchas cosas en Cuba. Esa es su responsabilidad. Debe tener la capacidad de conducir un proceso político apto para comprender la legitimidad que habita en las protestas, facilitar articulaciones populares contra los enemigos externos y darle un nuevo cauce al pacto nacional cubano. Será una prueba definitiva para su liderazgo.
Fuente: https://jacobinlat.com/2021/07/22/esta-en-juego-la-vida-buena-y-justa-para-cubanos-y-cubanas/