En el pasado, el futuro era mejor. Al menos para mi generación, la de los que tenían 20 años en la década de 1960 (Cuba, Che, Vietnam, bosanova, Cinema nuevo, Nouvelle vague, Beatles, tropicalismo, etc.). ¿Con qué sueñan los jóvenes de hoy? Mi generación soñó con el cambio del Brasil (castrado por el golpe militar […]
En el pasado, el futuro era mejor. Al menos para mi generación, la de los que tenían 20 años en la década de 1960 (Cuba, Che, Vietnam, bosanova, Cinema nuevo, Nouvelle vague, Beatles, tropicalismo, etc.).
¿Con qué sueñan los jóvenes de hoy? Mi generación soñó con el cambio del Brasil (castrado por el golpe militar de 1964) y del mundo (congelado por la caída del muro de Berlín). La globocolonización neoliberal se cuidó de privatizar no sólo las empresas públicas y estatales, sino también los sueños. Los jóvenes ya no sueñan a escala nacional o planetaria, excepto en lo concerniente a la preservación de la naturaleza. Sueñan a escala individual y familiar: confort, riqueza, belleza y poder.
¿Quién robó los grandes sueños? ¿Por qué el vocablo ‘utopía’ desapareció del lenguaje corriente y resulta sospechoso ante los ojos de los intelectuales europeos?
El primero que habló de utopía (del griego utopos, ningún lugar) fue Hesíodo, poeta del siglo 8 a.C, en su famoso texto «Los trabajos y los días». Evoca a los hombres que vivían como dioses, «sin preocupaciones en sus corazones, protegidos del dolor y de la miseria». Nadie envejecía y, dotadas de «vigor incansable», las personas disfrutaban las «delicias de los banquetes». «No conocían las penas y vivían en paz y abundancia como señores de su tierra».
Hesíodo no alimentaba veleidades nostálgicas. Su texto se aproxima más a la literatura profética que a la idílica. La edad de oro había desaparecido porque los hombres «no fueron capaces de evitar la violencia imprudente entre sí y no querían honrar a los dioses». Ahora, dice Hesíodo, al comparar la realidad con el sueño, no hay «ningún amor entre amigos o hermanos, como en el pasado. Los malandrines saquearán las ciudades unos de los otros y el poder hará que desaparezcan la ley y el pudor».
La palabra utopía fue acuñada por Tomás Moro en 1516, como título de su libro más conocido. Esa idea de que en tiempos antiguos había una sociedad perfecta y que nos toca a nosotros recuperarla está más acentuada en los hijos de la tradición judeocristiana. El mito bíblico del paraíso, exento de todo dolor y pecado, resuena fuerte en nuestro inconsciente. Lo que fue, será. Ni Marx logró librarse del paradigma bíblico. Su comunismo primitivo, inmune a la alienación y explotación, es la imagen de un pasado reflejado en el futuro: la construcción de la sociedad comunista, donde se dará la adecuación entre existencia y esencia del ser humano.
¿En qué lugar de la Tierra sobrevive la utopía que, en el siglo 20, movilizó a millones de militantes dispuestos a dar la vida para que todos tuviésemos vida? El fundamentalismo islámico no se compara con el ardor de los jóvenes revolucionarios. Éstos querían cambiar el mundo, no imponer una creencia religiosa; buscaban implantar la justicia, no el predominio de una fe; deseaban una nueva sociedad, no la hegemonía de una religión; vislumbraban el éxito en la caída del poder opresor, no en la muerte coronada por el martirio.
El socialismo fue la gran utopía de mi generación. Soñábamos con una sociedad en la que nadie estuviera amenazado por el hambre, la guerra, la explotación, la discriminación, la marginación. Rusia fue la primera en implantar, en 1917, el nuevo sistema esbozado en la crítica de Marx y Engels al capitalismo. En 1949 el gigante chino dio el mismo paso.
Aunque el socialismo haya representado grandes avances en cuanto a los derechos sociales, no tardaron en repetirse las «desilusiones» de Hesíodo: los crímenes de Stalin, la Revolución Cultural china, el imperialismo político, la dictadura del proletariado reducida a la dictadura de los dirigentes del partido único, etc.
Hanna Arendt, militante de izquierda alemana, al renegar de sus ideas revolucionarias cometió la equivocación de ver el marxismo y el fascismo como versiones diferentes del totalitarismo. Y esparció el pensamiento antiutópico, representado hoy en el Brasil por el PSDB y por el PT. De ese modo cerró el horizonte de la esperanza y reforzó el neoliberalismo.
Para los adeptos al antiutopismo, que ya no creen en la sociedad poscapitalista, sí se da identificación entre este sistema y democracia. El capitalismo sería perverso en sus abusos, pero no en su esencia. Creen, por consiguiente, que es posible «humanizarlo», sin darse cuenta de las conexiones entre Wall Street y Etiopía, el bienestar de los países escandinavos y la significativa presencia de su capital y de sus empresas en los países emergentes.
Se sufre hoy de distropía, la utopía deteriorada, escepticismo y desencanto, que lleva a muchos a acomodarse tristes en su rincón. ¿Qué queda de esperanza cuando ya no creemos en líderes, partidos, doctrinas e ideologías? ¿Qué queda cuando, por nuestra parte, se cierran todas las puertas y ventanas? Queda la amargura, el desaliento, el rechazo del poder. Ése es el momento en que el sistema conmemora su victoria sobre nosotros. Vaciarnos de utopía, neutralizarnos, comprarnos, he ahí la táctica de quienes profesan el dogma de que «fuera del mercado no hay salvación».
Quien no sueña con la utopía corre el serio peligro de recurrir al sueño químico de las drogas, que siempre termina en pesadilla.
Traducción de J.L.Burguet