Desde hace mucho tiempo, varias organizaciones se empeñan en denunciar, con toda razón, los Centros de Internamiento de Extranjeros como verdaderas prisiones que privan de libertad a personas que no han cometido ningún delito. Más recientemente, numerosas asociaciones han criticado, muy justificadamente también, la política que ha convertido a Canarias en prisiones, impidiendo que las personas migrantes llegadas por mar se trasladen a la Península. Otro tanto ha ocurrido con los menores que quedaban en Ceuta después de que la mayoría de los que habían entrado de golpe fueron devueltos sin contemplaciones a Marruecos.
Podría sorprender, por lo tanto, que en general las organizaciones defensoras de los derechos de las personas migradas hayan prestado relativamente poca atención a una de las formas fundamentales de la privación de libertad que afecta desproporcionadamente a estas personas: la prisión propiamente dicha.
A principios de 2020, antes de que estallara la pandemia, en el Estado español había 58.372 personas reclusas, de las que 15.188 eran extranjeras. Es decir, la proporción de extranjeras entre la población reclusa, el 28,1%, era más del doble del 12,9% que existía entre la población general. Y si nos fijamos en Catalunya, descubrimos que las personas extranjeras constituían el 46,25% de la población penitenciaria (3.779 de 7.884) cuando las personas empadronadas nacidas en el extranjero representaban el 20,4% de la población total del país (y personas extranjeras con tarjeta de residencia, o certificado de registro de ciudadano de la Unión Europea, el 16,55%).
Para empezar a analizar estos datos, es interesante contrastarlos con los de otros países europeos, ya que esto podría darnos algunas pistas de cómo interpretarlos.
Comparación con varios países europeos
En Grecia, donde la población nacida en el extranjero (la mitad de la cual proviene de Albania) no llega al 12% del total, en enero de 2021 las personas extranjeras constituían casi el 60% de la población penitenciaria. Hay que precisar que esta cifra no incluye a los miles de personas migrantes confinadas y retenidas dentro de los diferentes campamentos o “estructuras cerradas controladas”.
En Suiza, donde la población residente extranjera oscila en torno al 25%, en 2019 el 72% de las personas reclusas eran extranjeras. Ahora bien, extranjeras hay de muchos tipos. Mientras la tasa de incarceración de las personas de nacionalidad alemana por año y por mil habitantes (0,4) estaba por debajo de la media de la de las suiza, la de las personas originarias del Norte de África era del 2,88 y la de las de África Occidental 4,67, más de diez veces superior.
Una parte de estas disparidades puede explicarse por diferencias socioeconómicas y demográficas. La población extranjera tiende a ser más pobre, más joven y con más hombres que mujeres, tres características asociadas con mayor tasa de criminalidad. Sin embargo, esto no lo explica todo y es razonable deducir que la variable étnica/racial también juega un papel bastante importante.
Miremos ahora el caso de Inglaterra y Gales. El porcentaje de la población reclusa de ciudadanía extranjera, el 11,8%, no es mucho mayor que el de la población extranjera en general, el 9%. Incluso es menor que el de la población nacida fuera del Reino Unido, el 14%, una parte de la cual ha adquirido la nacionalidad británica. Aun así, estas cifras esconden una realidad importante: el 27% de la población carcelaria proviene de alguna minoría étnica.
Algunas de las vías a través de las cuales la etnia puede repercutir en la tasa de encarcelamiento en estos dos países (tratados como una sola unidad estadística) se pueden captar en el hecho de que los hombres negros tienen un 26% más de posibilidades que los hombres blancos a entrar en prisión preventiva o que entre abril de 2019 y marzo de 2020, la policía hizo uso de sus competencias llamadas de stop and search (parar a una persona y registrarla bajo la sospecha de que lleva drogas, un arma u objetos robados) sobre 54 personas negras, en contraste con 6 blancas, por cada mil habitantes.
Saltando de continente, en las prisiones de Estados Unidos descubrimos una situación parecida, pero más extrema: la tasa de personas negras es cinco veces mayor que la de las personas blancas y 1 de cada 81 hombres adultos negros se encuentra en la cárcel.
Los factores étnicos y de género en el Estado español
Volviendo al Estado español, el Ministerio del Interior no proporciona datos sobre el origen étnico de las personas encarceladas (ni sobre otra variable tan importante como es la clase social). Sin embargo, dado que en muchos casos la racialización de las personas coincide con su nacionalidad, podemos utilizar las cifras sobre la procedencia geográfica de los reclusos como un indicador aproximado de este aspecto.
En 2019, el porcentaje de las personas residentes originarias de Colombia o de Rumania recluidas en prisión era mucho más elevado que su porcentaje de la población general, tal y como había sido en los años anteriores. Esta desproporción era aún más exagerada en el caso de las personas marroquíes y argelinas, con el desafortunado récord de sobrerrepresentación en posesión de las personas de nacionalidad nigeriana, aproximadamente una de cada cien de las cuales estaba en prisión.
Antes de seguir, veamos la posible influencia de algunos factores demográficos. Un estudio de 2007 en el Estado español mostró que si la proporción de hombres hubiera sido la misma entre las personas inmigradas que entre las autóctonas, el porcentaje de delincuentes inmigrados se habría reducido del 34,2% al 29,6%. Sin embargo, hay que notar que últimamente la proporción entre hombres y mujeres inmigrantes se ha ido equilibrando.
De modo parecido, si la distribución de edades entre las personas inmigradas fuera igual que la de las autóctonas, el número de personas encarceladas mermaría de forma considerable. Añadamos que más de un tercio de las personas extranjeras encarceladas en el Estado español no son residentes sino turistas o personas en tránsito.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística para 2019, un total de 14.112 personas menores fueron condenadas, de las cuales el 20% eran extranjeras. Ahora bien, el 60% de esas personas adolescentes extranjeras procedían del continente africano. En Cataluña, un tercio de las personas menores y jóvenes atendidas por el sistema de justicia juvenil ese año eran de nacionalidad extranjera.
Una investigación llevada a cabo entre 2001 y 2002 calculó que entre un 25% y un 30% de las presas eran gitanas, cifra que multiplicaba por más de 20 su representación en la sociedad. El 77% tenía penas de entre 3 a 15 años con una media de 6,7, por encima de la media para los mismos tipos de delitos, la mayoría relacionados con drogas ilegales. Una ponencia presentada en el congreso de la Gypsy Lore Society de 2015 describió una “espiral de exclusión, criminalización y encarcelamiento de un número desproporcionado de gitanas en el Estado español”, afirmando que “las autoridades españolas no reconocen que actúan con prejuicios racistas ante el colectivo gitano”. Un estudio de 2018, basado en entrevistas, confirmó la persistencia de la sobrerrepresentación de gitanas entre las reclusas.
La mayoría de las cifras citadas en este artículo (extraídas de estadísticas oficiales disponibles en Internet) no diferencian entre los datos en relación a los hombres y a las mujeres, sino que se refieren al total, o la media, de ambos. En la práctica, la diferencia entre las cifras agrupadas y las sólo para hombres suele ser bastante pequeña, puesto que entre la población penitenciaria éstos forman la inmensa mayoría. Concretamente, en el Estado español, la proporción de mujeres en prisión oscila en torno al 7,5%, sensiblemente por encima de la media de la Unión Europea, que se sitúa en torno al 4,5%.
En 2019, las 1.239 presas extranjeras constituían el 28% del total de reclusas, cerca de tres veces su participación en la población general. Teniendo en cuenta también la sobrerrepresentación de gitanas mencionada más arriba, parece acertada la caracterización de la cárcel, realizada por la Asociación pro Derechos Humanos de Andalucía, como “institución racializadora”.
Doble pena
Según el artículo 25.2 de la Constitución española, «Las penas privativas de libertad y las medidas de Seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social». A pesar de ello, el artículo 89 del Código Penal reformado de 2015 prescribe que “Las penas de prisión de más de un año impuestas a un ciudadano extranjero serán sustituidas por su expulsión del territorio español”, lo que impide el cumplimiento de ese objetivo. La persona extranjera condenada a una pena de cinco años o más debe cumplirla toda, o una parte sustancial de la misma, antes de ser expulsada (aunque la expulsión puede ser suspendida si la persona puede demostrar suficiente arraigo de acuerdo con el criterio de un juez).
En ambos casos, esta medida supone también la extinción de cualquier autorización de residencia, así como la prohibición de retorno durante cinco o 10 años. Así, la expulsión parece concordar con la definición de lo que se llama “doble pena”: cuando, además de la pena judicial, a la persona en cuestión se le impone una medida administrativa complementaria. Y como de costumbre, existen diferencias. Las normas que rigen la expulsión de personas ciudadanas de un país miembro de la Unión Europea son mucho más restrictivas que en el caso de otras nacionalidades.
Evolución de los datos en los últimos 50 años
A la hora de descifrar determinados datos, conviene tener cierta idea de cómo ha ido evolucionando la población penitenciaria y su componente extranjero en relación a la de la población general y al peso de las personas migrantes/extranjeras en ella. En 1977, año cero de la llamada transición a la democracia, había sólo 9.392 personas reclusas (casi la mitad preventiva), o sea 25,43 por cada cien mil habitantes. Sin embargo, las extranjeras constituían más del 14% del total en una época en la que su presencia entre la población general era todavía inferior al 1%.
A partir de aquí el número de personas presas se dispara, sobre todo al principio, con jóvenes de barrios marginales, es decir, marginadas, a menudo con poca formación, pocas perspectivas de conseguir un trabajo digno y no pocas veces con problemas relacionados con las drogas ilegales. Sin embargo, intervienen también, en distinto grado según el período, el endurecimiento de determinadas penas, el recorte de la redención de las penas, o la reducción de las libertades condicionales.
En 1990, la población penitenciaria ya había ascendido a 33.058 (85 por cada 100 mil habitantes), en 2000 había alcanzado 45.104 (111/100 mil) y en 2009 había llegado a su apogeo de 76.079 (163/10). Sin embargo, el fortísimo aumento de la población penitenciaria durante estas décadas no corresponde a un incremento proporcional de la criminalidad.
Desde entonces, comienza una lenta reducción, cayendo en 2017 a 58.814 (126/100 mil). Por el contrario, las estancias han tendido a ser más largas. En parte esta reducción se debe a la disminución de las infracciones penales, de 51,9/100 mil habitantes en 2008 a 43,2/100 mil habitantes en 2016. Otra parte de la fuerte subida hasta el descalabro económico, seguida de una lenta bajada posterior, podría tener que ver con los recursos policiales. En 2001, se incorporaron 3 mil agentes al Cuerpo de la Policía Nacional; de 2002 a 2004, más de 4 mil por año; entre 2005 y 2008, más de 5 mil por año; pero en 2009 menos de 2 mil; y entre 2010 y 2014 sólo mil en total. En cualquier caso, cabe señalar que la tendencia hacia la disminución de la criminalidad es un fenómeno (conocido como international crime drop) común a muchos países, aunque con diferentes ritmos e intensidades.
En 2000, cuando el Estado español tenía unos 40,5 millones de habitantes, con aproximadamente un millón de inmigrantes, casi un quinta de la población reclusa, el 19,93%, era extranjera. Durante la siguiente década la población creció hasta alcanzar los 46 millones en 2009, en gran medida debido a un aflujo de inmigrantes atraídos por el boom económico, situando a la población extranjera en 5.648.671, o sea, el 12,1 % del total. Mientras tanto, su participación en la población penitenciaria aumentó hasta el 35,31%, tres veces más que su presencia entre la población general.
A raíz de la crisis económica, el número de habitantes se queda prácticamente estancado (46,5 millones en 2017) y la cantidad de personas extranjeras disminuye de casi un millón. La proporción de personas reclusas extranjeras también cae, hasta el 28,14%, pero continúa siendo más de dos veces superior al porcentaje de personas extranjeras en la población general. Entre otros aspectos, el tratamiento diferencial se evidencia en que las personas extranjeras representan el 45% de los reclusos preventivos y se benefician con menor frecuencia de las medidas penales alternativas que las personas de nacionalidad española.
Persecución selectiva
Así vemos que, a pesar de las grandes variaciones a lo largo de las décadas, las personas extranjeras encerradas en las prisiones del Estado español (incluyendo, desde su transferencia, las de Cataluña), siempre han sido sobrerrepresentadas en relación con su presencia entre la población general, más aún atendiendo a la “disminución a lo largo de los años del porcentaje de delitos y/o faltas cometidos por extranjeros, en relación al total de la criminalidad”.
Una investigación exhaustiva del tema en 2018[1] concluye que “el asunto de los extranjeros en España, es un problema de criminalización de este colectivo social y, fundamentalmente, de criminalización secundaria [la acción punitiva –del sistema penal– ejercida sobre personas determinadas], sobre todo, al poder observarse en las datos una relevante ‘selectividad’ de las agencias del sistema penal –especialmente, agentes policiales e instituciones penitenciarias como consecuencia de sentencias condenatorias– hacia los extranjeros residentes en España, persiguiendo y castigando en mayor medida los delitos de los foráneos que los crímenes cometidos de la población autóctona”.
Un ejemplo de este funcionamiento es el hecho de que “los agentes del sistema penal se centran más en la persecución de las conductas delictivas cometidas por los foráneos que en la investigación de la criminalidad de los nacionales”. Además, “cuando se encuentran con una persecución formal en su contra, resulta demostrado que los órganos jurisdiccionales internan aún en mayor proporción a los extranjeros que a los españoles –bien como condenados, bien como preventivos”.
Hay indicios de que esta persecución opera incluso en ausencia de sospecha fundada alguna de la comisión de ningún delito. Un estudio de la Asociación pro Derechos Humanos de Andalucía realizado en 2015 en Granada encontró que “las minorías con la piel negra, rasgos gitanos, magrebíes y latinoamericanas, sufren, por este orden, un control policial más frecuente que la población blanca sin rasgos étnicos definidos”. Aunque no existen cifras oficiales sobre las identificaciones por perfil étnico (tanto la policía como el ministerio niegan que se hagan), varios movimientos sociales han documentado múltiples casos de esta práctica que puede acabar con una orden de expulsión y la entrada en un Centro de Internamiento de Extranjeros, no por un hecho penal, sino por una falta administrativa.
Brian Anglo es activista antirracista y militante de Anticapitalistes.
Artículo publicado originalmente en catalán.
Nota:
[1]Manuel L. Ruiz-Morales (2018). La evolución de la población reclusa española en los últimos treinta años: una explicación integral. En Anuario de derecho penal y ciencias penales, ISSN 0210-3001, Tomo 71, Fasc/Mes 1, 2018, pp 403-490. Disponible a https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6930657
Fuente: https://vientosur.info/estado-espanol-migrantes-y-prisiones/