Traducido por Eva Calleja
El mundo se dirige hacia un calentamiento global de hasta 5 grados centígrados sobre los niveles preindustriales para el 2100, esto tendría consecuencias devastadoras para miles de millones de personas.
Los gobiernos y las empresas normalmente preparan planes de respuesta a emergencias para proteger de posibles desastres a sus economías, empleos, ciudades y a otros activos cruciales. Sin embargo, cuando se trata del cambio climático -la mayor y más urgente amenaza a la que se enfrenta el mundo- no hay plan de emergencia.
Los países llegan a muy pocos acuerdos sobre el tema más importante de nuestras vidas. El Informe sobre Riesgos Globales de 2019 del Foro Económico Mundial publicado el pasado 22 de enero encontró que las crecientes divisiones entre los principales poderes mundiales es el riesgo global más urgente al que nos enfrentamos, ya que obstaculizan una acción colectiva que es vital contra el cambio climático.
En lugar de acciones, vemos retrasos, negativas y evasivas, como bien nos recordó la cumbre sobre el clima de las Naciones Unidad en Katowice, Polonia. El evento, que reunió a líderes mundiales, científicos, activistas y al sector privado, estableció la mayoría de las normas necesarias para asegurar que los países cumplieran con las promesas climáticas hechas hasta la fecha. Lo que no hizo fue empujarles a aumentar sus objetivos para recortar las emisiones de gases de efecto invernadero -actualmente el único camino viable para prevenir el colapso climático. Oriente Medio, EE.UU. y Rusia se negaron incluso a aceptar las trascendentales predicciones científicas sobre el cambio climático, señalando su intención de continuar bloqueando el avance.
Entre todas estas disputas, el cambio climático sigue su curso. Ahora parece que va a ser virtualmente imposible limitar la subida de temperatura por debajo de los 2 grados centígrados -el umbral tras del cual los científicos dicen que el cambio climático traerá peligros irreversibles. Actualmente el mundo se dirige hacia un calentamiento global de hasta 5 grados centígrados sobre los niveles preindustriales para el 2100, esto tendría consecuencias devastadoras para miles de millones de personas.
La gran barrera a la que nos enfrentamos para solucionar este problema es la falta de reconocimiento de la gravedad del cambio climático por parte de la economía convencional. Sin ir más lejos, William Nordhaus, uno de los ganadores del Premio Nobel de Economía de 2018. Aunque Nordhaus está de acuerdo en que el cambio climático es un problema serio, sopesa los costes de mitigación de los daños previstos que sufriremos debido a que el planeta se calienta y concluye que nuestro objetivo debería ser limitar la subida de temperatura a 3,5ºC porque ser más ambiciosos sería demasiado caro.
Sin embargo una decisión basada en esta clase de cálculos es extremadamente cuestionable. ¿Cómo pones precio a la destrucción de arrecifes de coral? ¿O a los millones de personas desplazadas, o muertas por la subida del nivel del mar? Y ¿cómo contabilizas las consecuencias de los posibles «puntos de no retorno» -como por ejemplo el deshielo del permafrost?
Nuestra economía está basada en un concepto de crecimiento continuo. Y para los defensores de este principio cualquier cuestionamiento es simplemente un complot izquierdista para detener el crecimiento a cualquier precio.
Esa fue la critica que se rebatió en Los Límites del Crecimiento (The Limits to Growth), un informe encargado por el Club de Roma en 1972, en el que nosotros estuvimos activamente implicados. La esencia de este informe fue que la búsqueda de crecimiento ilimitado de la población, productos materiales y materia prima en un planeta finito finalmente nos llevaría al colapso económico, social y medioambiental. Ya ha empezado a suceder. Desde 1970, el mundo ha perdido una media del 60 por ciento de sus poblaciones de mamíferos, pájaros, peces, reptiles y anfibios.
Nuestro mensaje no es detener el desarrollo sino disminuir la huella humana. Para que eso suceda, las políticas de crecimiento y los indicadores de éxito económico deben ser revaluados. Necesitamos revisar nuestra economía y nuestra sociedad. Es asombroso que las empresas y los líderes políticos parezcan tan firmemente convencidos de que una solución tecnológica futura eliminará las amenazas climáticas, mientras pasan por alto el sencillo pragmatismo de planear para lo peor a corto plazo.
El primer paso es evaluar los riesgos e identificar las emergencias potenciales. Aquí, el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático ya ha hecho el trabajo por nosotros. En su informe del año pasado sobre los efectos de una subida de temperatura de 1,5º y 2º C, los científicos dejaron claro que las emisiones globales deben reducirse a la mitad para 2030 y dejarse a cero para 2050 para evitar los peores efectos. Esta es una tarea sin precedentes -reducir las emisiones al menos en un 7 por ciento al año, cuando las reducciones anuales de la mayoría de los países han sido hasta ahora muchísimo más bajas.
Luego necesitamos un plan de emergencia climática exhaustivo para abordar los mayores retos para limitar el calentamiento global a 1,5º C. Para empezar, para 2020 deben terminar las nuevas inversiones en explotación y desarrollo de carbón, petróleo y gas, eliminando gradualmente la industria de combustibles fósiles existentes para mitades de siglo. Mientras tanto, las inversiones anuales en energía renovable y eficiencia energética se deben, por lo menos, triplicar. Se debería dar prioridad específica a países con bajos ingresos para apoyar su transición a las renovables y evitar una situación en la que estos países se queden con infraestructuras obsoletas que son mucho más caras de mantener.
Es vital reconocer que esta debe ser una trasformación socialmente justa. Un impuesto a las emisiones, por ejemplo, ayudaría a desvelar el verdadero coste del uso de combustibles fósiles y podría usarse para generar ingresos para la investigación, desarrollo e innovación de soluciones de bajo impacto de carbono. O podría ponerse en el bolsillo de la población en general.
Más allá de la trasformación de los sistemas de energía que todavía dependen de manera importante en los combustibles fósiles, necesitamos dejar de generar deshechos en exceso promoviendo la reutilización, el reciclado y el reacondicionamiento de productos y materiales, y avanzar en maneras de usar el suelo para absorber en lugar de emitir dióxido de carbono. Las inversiones anuales en reforestaciones a gran escala en países en desarrollo deberían triplicarse y se deberían de dar incentivos a agricultores de todo el mundo para que atrapen carbono en sus suelos.
Un plan de emergencia necesitará establecer acciones rápidas prioritarias y amplias colaboraciones entre sectores industriales, departamentos gubernamentales nacionales y locales, e inversores. Necesitamos también un cuerpo especial internacional que explore como promover tecnologías perturbadoras para los sectores en los que las emisiones son más difíciles de eliminar, como son los de la agricultura, la aviación, la navegación, el aluminio, el acero y el cemento.
Todo esto debe llegar acompañado de amplios cambios sociales y económicos. El progreso debería ser medido usando nuevas medidas de bienestar y felicidad, en lugar de crecimiento productivo, mientras que la educación y la sanidad deberían incentivar la salud reproductiva y los derechos de jóvenes y mujeres. Los trabajadores y las comunidades afectadas por este cambio hacia una energía limpia y de bajas emisiones -como por ejemplo regiones mineras -deberían recibir nueva formación y ayuda para que no queden atrás por esta transición.
Los mayores desastres todavía se pueden evitar pero solo si los líderes adoptan activamente nuevos planes de acción de emergencia. Solo unos pocos líderes valientes han empezado a dirigirse en esa dirección. En diciembre, el alcalde de Londres, Sadiq Khan, desveló su plan para proteger a la población de «inundaciones, incendios e inestabilidad política» causados por el cambio climático. Accedió a adelantar su objetivo de neutralidad de emisiones de 2050 a 2030 centrándose en un amplio programa de inversiones que ayudará a modernizar cientos de miles de viviendas y oficinas para hacerlas más eficientes energéticamente, descarbonizar la red nacional de energía eléctrica, y electrificar el transporte público y privado.
Planear para una emergencia climática de esta manera no es un escenario del juicio final. Es simplemente una respuesta pragmática a un riesgo conocido y el seguro de la humanidad para su supervivencia y un futuro positivo.
Sandrine Dixson-Declève es presidenta del Club de Roma y Anders Wijkman es presidente honorario.