Que conste que el título de este artículo es tan solo eso: el título de un artículo. No es un llamamiento a bombardear con fiemo o boñiga la primera instalación militar que se tenga a mano, pues uno sabe del escaso sentido del humor que habita en los ámbitos castrenses.
La cosa va más bien de las cacareadas libertad de expresión y reunión, acosadas y cuarteadas hoy por leyes mordazas, rancias jurisprudencias y Delegados-Torquemada del Gobierno, master en palo y multas generosas.
Acabo de leer el excelente libro “Si te mandan una carta. La insumisión retratada por un fotero desobediente”, de Joxe Lacalle. En su interior, 200 páginas y unas 300 fotografías dan fe de los aires frescos, imaginativos y de la cabezonaría antimilitarista que acompañó al movimiento insumiso en Nafarroa. Imágenes hermanadas a su vez con breves y substanciosos textos de unos cuantos protagonistas de aquellos hechos. Fotografías testigo de los tiempos en los que nuestra tierra fue la capital mundial de la insumisión y, a la par, merecedora del guinnes de la represión carcelaria derivada de ello.
Página 21 del libro. Puerta principal del Gobierno Militar de Navarra: “Todo por la Patria”. A sus pies, un hermoso montón de estiércol (¿una tonelada, quizás?) depositado por unos manifestantes. Sobre él, dos pequeños carteles rezan así: “Si la mierda pudiera pensar, sería militar” y “Rancho militar”. No consta que ello trajera aparejada la apertura de diligencia penal o sancionadora alguna. El movimiento era ya para entonces lo suficientemente fuerte y respaldado socialmente, como para aumentar aún más el rosario de juicios que se sucedían en el Palacio de Justicia. Se tuvieron que tragar todo aquello.
En otras fotografías, Joxe Lacalle nos muestra imágenes que hoy se nos antojan imposibles: escalamiento y encadenamiento a los balcones de las sedes del Ayuntamiento de Iruñea, Gobierno de Navarra, Gobierno Militar, sede del PSN-PSOE; introducción de un pequeño rebaño de ovejas en el Palacio de Justicia; ocupación del Parlamento de Navarra; encadenamientos varios en las puertas del Ayuntamiento, Gobierno Militar y Palacio de Justicia; abordajes a los muros de la Cárcel y distintos monumentos, puentes, etc. Como en botica, hubo de todo.
En estos últimos años, los recortes habidos en el terreno de las libertades democráticas y el aumento correlativo de la represión (ley mordaza, código penal…), han sido notorios. Supongamos que hoy conseguimos meter una docena de ovejas en el Congreso, o encadenarnos a sus leones: ¿cuántos años de galeras y toneladas de multas caerían sobre nosotros?, ¿de qué intensidad en la escala Richter, la de los terremotos, sería el linchamiento mediático a padecer? Sigamos ejercitando la imaginación y pensemos que depositamos de nuevo una tonelada de estiércol a la puerta de un Gobierno militar, acompañando la acción con un escalamiento a sus balcones para despegar una pancarta antimilitarista. ¿Seguiríamos aún vivos?
Los derechos democráticos relativos a las libertades de expresión, reunión y asociación han sufrido importantes dentelladas en las últimas décadas. No me refiero tan solo a la Ley Mordaza y al endurecimiento del Código Penal con el pasado gobierno del PP. La cosa viene de bastante más atrás. En los años 90, bajo la excusa de la lucha contra el terrorismo y la aplaudida política de “todo es ETA”, se estrujaron estas libertades hasta límites insospechados: ilegalizaciones de partidos, colectivos juveniles y sociales, cierre de periódicos y radios, detenciones y condenas por cientos, criminalización de actividades y manifestaciones…. La resaca de todo aquello aún dura.
Algunos pensaron que esto no les afectaba. Craso error. Quienes aprobaron y ejecutaron las nuevas leyes pensaron que, una vez puestos, aquel arsenal podía servir para mucho más: luchas anti desahucios, actos de desobediencia civil, realización de referéndum democráticos, movilizaciones sindicales, demandas antimilitaristas, performances de denuncia… Los nuevos inquisidores -gobernantes o togados-, asociaciones ad-hoc monopolizadoras del mundo de las víctimas de la violencia, editorialistas y tertulianos de almuerzo diario en los pesebres del poder…, bendijeron todo aquello en nombre de la moral y la democracia, la ética y la libertad, la convivencia y la igualdad. Y desde entonces, las acciones más mínimas, molestas para el poder, han sido tachadas de violentas y asentadas en el odio, nuevos paradigmas de estos tiempos.
Como muestra, un botón mediático. En febrero de este año, un informe de la Generalitat habló de 212 actos de intolerancia realizados en los dos últimos años en sedes de partidos. La mayaría fueron pintadas (142 casos; 67%), habiendo también lanzamiento de objetos, colocación de adhesivos, ocupación de locales e incendios leves (2 casos). Afectaron a las sedes del PSC (60%) y también, por este orden, de ERC, CUP, C’s, Podem… Sin embargo, el diario El País, al recoger la noticia, cambió lo de “actos de intolerancia” por “actos vandálicos”. El diccionario de la Real Academia Española define a los vándalos como “gente salvaje y desalmada”, siendo lo vandálico sinónimo de “devastación” y algo animado de un “espíritu de destrucción que no respeta cosa alguna, sagrada ni profana”. Criminalización mediática se llama eso.
El delito de odio persigue hoy pintadas y canciones. Referéndum pacíficos son tachados de sedición. Orwel “1984” planea sobre Altsasu, Catalunya y los raperos contestatarios. Y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y estamos golpeados por la pandemia (los barrios populares mucho más que las zonas residenciales, ¡claro!), se pretende de paso domesticar a la sociedad, ensalzar al poder y sus Fuerzas Armadas e inculcar entre la gente el sentido de la obediencia acrítica. Algo parecido a lo que antes se hacía con el servicio militar obligatorio: crear rebaño. Habrá que seguir optando por ser ovejas negras: ¡más escuelas y hospitales y menos gastos militares!