Nos adentramos este año en una encrucijada estratégica. En las ciencias políticas convencionales, desde la antigua Grecia, había un concepto que relacionaba los objetivos, los medios y los sujetos: la estrategia.
Esa palabra -y todavía más su subordinada, la táctica- ahora suena a engaño y manipulación. Los fines aparecen en bellos discursos, como propaganda o publicidad, pero sin enlazar con las medidas concretas. La acción política y participativa -la democracia- tiene dificultades para su regulación y gestión, se desvincula de ambas y se convierte en el ejercicio y la legitimación del poder institucional. Es cada vez menos relevante respecto de los poderes fácticos económicos, burocráticos y de seguridad, arropados por la gran concentración mediática y los aparatos culturales.
La disociación se establece en los dos planos. Por una parte, hacia el idealismo como prevalencia de discursos, programas y proyectos, más o menos abstractos o ambiguos, pero sin incardinar en un proceso articulatorio de su implementación y ejecución. Esos significantes y su contenido también pierden credibilidad operativa y, por tanto, confianza popular. Por otra parte, está la cotidiana gestión política, absorbida por la legitimación político-cultural y material de su utilidad específica con intereses y medios comunicativos encontrados, opacada en su sentido global o trayectoria a medio plazo.
El problema no se resuelve solo con metáforas más o menos convenientes del tipo de establecer horizontes compartidos y un nuevo contrato social, al igual que estimular solo actitudes emocionales positivas como esperanzas e ilusiones de cambio. Tras una década larga de la ejecución de políticas regresivas por el poder establecido (europeo y mundial) con la anterior crisis socioeconómica, con el incumplimiento del contrato social democrático de la socialdemocracia española (y europea) que le ha costado más de una década remontar parcialmente, se ha configurado un espacio político electoral a su izquierda, es decir, con la exigencia de mayor justicia social y más democracia. Los poderes democráticos europeos han tomado nota sin atreverse (todavía) a una involución económica y política abierta como empujan las dinámicas reaccionarias de derecha extrema.
Así, más allá de conceptos ambiguos como transversalidad o centralidad lo sustantivo para afrontar la grave situación popular es la importancia de la credibilidad de una dinámica transformadora, social y democrática, que responda a las necesidades e intereses de la mayoría social, hoy todavía incrédula respecto del avance social y democrático que amenaza las derechas y su involución reaccionaria. Es, por tanto, necesaria la certeza del camino a recorrer, aunque se vean dificultades, así como la confianza del compromiso y la certidumbre de la apuesta transformadora. Es la forma de ganar credibilidad y volver a interrelacionar fines, medios y sujetos, o si se quiere, proyecto, políticas concretas y campos y actores sociopolíticos y electorales.
Y ello pasa, necesariamente, por una articulación unitaria del espacio del cambio o frente amplio, con una cooperación de sus principales actores, desde En Común Podem, Izquierda Unida y Más País/Compromís, hasta los principales protagonistas, Yolanda Díaz y su grupo Sumar con Podemos. Y ello, junto con la reafirmación de izquierdas de la dirección socialista y la convergencia de los socios necesarios, particularmente los nacionalistas catalanes y vascos, para una nueva investidura de un gobierno de coalición progresista. Es la tarea pendiente para generar confianza popular en un cambio real y sustantivo de carácter progresista y vencer la reacción derechista generando una dinámica reformadora efectiva.
La incógnita es si nuestras élites representativas principales, al menos en esos tres grandes ámbitos, la socialdemocracia, el espacio del cambio de progreso y los sectores nacionalistas de izquierda van a dar la suficiente talla para no defraudar a sus bases sociales y el progreso del país. Su éxito depende de la interrelación y la colaboración de las tres partes. No obstante, aun con una base social curtida desde hace más de una década, la parte más frágil y fragmentada es la representación política de ese campo de la izquierda transformadora o fuerzas del cambio. Superar el desafío de su colaboración para aportar al conjunto del devenir de esta apuesta es fundamental; se van a evidenciar sus potencialidades (e insuficiencias) políticas y orgánicas, con su capacidad unitaria y de respeto a la pluralidad, junto con su valía democrática, teórica y ética. Todo ello con el activismo social y la intelectualidad progresista.
Esas situaciones pueden condicionar el éxito del conjunto del bloque progresista, que también beneficiaría a la corriente socialista y su dirección actual, también como referencia europea y mundial. Pero, igualmente, su fracaso podría acarrear la consecuencia de su inviabilidad política como fuerza condicionante y complementaria de la socialdemocracia, sin poder coparticipar en la estructuración del país y la expectativa de consolidar un cambio de progreso en la próxima década, así como con pocos recursos e influencia social.
Conllevaría amplios efectos destructivos para el activismo sociopolítico, y cuestionaría la legitimidad de esa representación político-institucional cuyo prestigio decaería más. Sería un resultado contrario y frustrante en relación con el deseo vigente desde hace más de una década de conformar un espacio y una dinámica reformadora de progreso y superadora del bipartidismo continuista y estéril. Es una gran responsabilidad, cuyo acierto determinará la consolidación o no de una nueva elite dirigente y su recomposición interna, con autoridad y confianza popular suficiente para constituir un agente relevante de cambio en este país (de países).
En definitiva, desde hace más de una década se ha generado una dinámica transformadora de progreso con una significativa corriente social diferenciada de la trayectoria continuista y ambivalente de socialdemocracia, que fluctúa entre cuatro y siete millones de personas. Ha permanecido con diversos altibajos y parciales desplazamientos político-electorales, respecto del Partido socialista y las izquierdas nacionalistas, pero ha demostrado su persistencia con unas señas de identidad distintas como campo sociopolítico y cultural específico de fuerte contenido democrático, social-laborista, feminista y ecologista y con sensibilidad confederal. Ello, sin ser agoreros, permite mantener la confianza de conformar una élite representativa capaz de representarla, orientarla, consolidarla, renovarla y ampliarla.
Este año se comprobará la prueba de la realidad de la capacidad, el liderazgo y la altura de miras demostradas, aunque la experiencia no será indiferente en los dos planos: la conformación de una fuerza sociopolítica transformadora, democrática, plural y madura, y la consolidación del cambio político-institucional y económico-laboral de progreso para una década. Hay riesgo evidente de incapacidad articulatoria y retroceso social y político. La alternativa, con bases realistas, es de avance democrático. Las fuerzas progresistas y la sociedad española (europea y mundial) se lo merecen y su éxito abriría nuevos horizontes para el cambio igualitario y de progreso. En resumen, el reto es la articulación y coherencia de acción inmediata reformadora, proyecto, fuerza sociopolítica y estrategia, junto con valores democráticos e igualitario-emancipadores-solidarios.
Antonio Antón. Sociólogo y politólogo.
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