Se cumplen 39 años de la traición militar -alentada por Estados Unidos- que aplastó el proyecto de libertad e igualdad más hermoso que el pueblo chileno haya gestado en 200 años de vida republicana. El gobierno derrocado se proponía construir -en palabras del presidente Salvador Allende- «el socialismo en forma progresiva, a través de la […]
Se cumplen 39 años de la traición militar -alentada por Estados Unidos- que aplastó el proyecto de libertad e igualdad más hermoso que el pueblo chileno haya gestado en 200 años de vida republicana. El gobierno derrocado se proponía construir -en palabras del presidente Salvador Allende- «el socialismo en forma progresiva, a través de la lucha consciente y organizada en partidos y sindicatos libres. Nuestra vía, nuestro camino, es el de la libertad. Libertad para la expansión de las fuerzas productivas, rompiendo las cadenas que hasta ahora han sofocado nuestro desarrollo».(1) La vía chilena al socialismo planteaba la igualdad «para superar progresivamente la división entre chilenos que explotan y chilenos que son explotados». Ese reclamo de igualdad -«imprescindible (decía Allende) para reconocer a cada hombre la dignidad y el respeto que debe exigir»-, es el mismo que el pueblo exige hoy, sobre todo a través de las demandas y movilizaciones de los estudiantes. Allende cometió errores pero no era un iluso -un soñador sí, como todo revolucionario-. Conocía nuestra historia y sabía los riesgos de la tarea que proponía. Lo anticipó con lucidez: «Las pocas quiebras institucionales fueron siempre determinadas por las clases dominantes. Fueron siempre los poderosos quienes desencadenaron la violencia, los que vertieron la sangre de chilenos, interrumpiendo la normal evolución del país. Así como cuando Balmaceda, consciente de sus deberes y defensor de los intereses nacionales, actuó con la dignidad y el patriotismo que la posteridad ha reconocido».
Para Allende -el soñador- en Chile se cumplía el supuesto planteado por Federico Engels: «Puede concebirse la evolución pacífica de la vieja sociedad hacia la nueva, en los países donde la representación popular concentra en ella todo el poder, donde de acuerdo con la Constitución se puede hacer lo que se desee, desde el momento en que se tiene tras de sí a la mayoría de la nación». Y éste es nuestro Chile, agregaba el presidente, donde «la voluntad popular nos legitima en nuestra tarea». Sin embargo, los hechos demostraron -a costa de la vida del propio Allende y de la sangre derramada por miles de chilenos durante 17 años de terrorismo de Estado- que en ese punto su análisis era equivocado. Chile no reunía -ni de lejos- las condiciones para el tránsito pacífico al socialismo. El gobierno popular no concentraba todo el poder, ni la Constitución permitía las tareas de la transición ni se contaba con el apoyo de la mayoría.
Esta es la experiencia que debe recoger un nuevo proyecto revolucionario para Chile. Si el socialismo -democrático e igualitario que propuso Allende- era necesario para destrabar la crisis política y social de los años 70, hoy es asunto de vida o muerte para la democracia y para lograr el justo reparto de la riqueza y del bienestar. El capitalismo ha consolidado en Chile un modelo injusto que costará arduo trabajo remover. La derrota de 1973 quedó grabada a fuego en la memoria y es el principal factor que ha impedido levantar una alternativa de cambio. El temor, el desencanto y la desconfianza permitieron que la dictadura, obligada a retirarse, fuese reemplazada por los gobiernos hermafroditas de la Concertación. Sus políticas ambiguas condenaron al Estado a seguir sirviendo los mismos intereses nacionales y extranjeros que instrumentalizaron la dictadura militar. El estado de ánimo del pueblo -que oscilaba entre la perplejidad y el desprecio por la traición concertacionista- hizo crisis en las elecciones de 2009. Se quería un cambio -pero sin correr los peligros que supone un verdadero cambio- y así se entregó el gobierno a la derecha empresarial.
La administración de Piñera no ha sabido interpretar el reclamo ciudadano. Está en línea con los gobiernos de la Concertación. Le ha dado continuidad a sus políticas, sobre todo en el área social. En la práctica, el actual gobierno es uno más de la misma serie, quizás más avanzado en algunos aspectos. Ha tomado iniciativas políticas a las que no se atrevió la Concertación. Sus complejos la llevan aún hoy a negar el origen izquierdista de algunos de sus partidos formateados por el neoliberalismo. Sin embargo, Piñera no se atrevió a iniciar los cambios -que en su mayoría dicen relación con la igualdad- en los que podía avanzar sin herir intereses vitales del capitalismo. Comprobar que no se ha producido ningún cambio lleva el estado de ánimo de los chilenos a la confusión y contradicciones que reflejan las encuestas. La desilusión y la falta de una alternativa -más el espejismo del crédito que sostiene la economía- hacen posible que mientras el Informe sobre Desarrollo Humano del PNUD nos declara el país más «feliz» de América Latina, la encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP) confirme por enésima vez el rechazo a las instituciones políticas y a los partidos. Mientras el 50% dice que votará por Michelle Bachelet -que llevó a la derrota a su coalición- sólo el 17% apoya a la Concertación, cifra inferior a la que alcanza la Alianza derechista. Y entretanto, Piñera continúa recuperando puntos, rumbo al 40% tradicional de la derecha.
En medio de este guirigay -o despelote- de la opinión ciudadana, fruto de la codicia atornillada en el poder, el movimiento estudiantil crece torrencialmente. Cuando se le creía agotado, vuelve a la carga con más fuerza. Nadie logra explicarse cómo la protesta social rebrotó bajo el humus del horror y del silencio que la cubría. Fueron 17 años de dictadura y 20 de traición. Los estudiantes que hoy se toman las calles y las escuelas, están abriendo las grandes alamedas que anunció Allende minutos antes del fogonazo final. Los jóvenes -y adolescentes- se han hecho cargo de reiniciar la lucha por justicia e igualdad. Están despertando al pueblo y convocándolo a dignificar la política. Lo suyo no son los compadrazgos electorales para escamotear los cambios. El 45% de los jóvenes entre 18 y 29 años, según el Instituto Nacional de la Juventud, dice que no votará en las elecciones municipales, y un 17% responde que «quizás». Ese castigo a la politiquería rompe la lógica del temor, cuestiona el «sentido común» que agarrota la voluntad y hace frente a la indefinición y al doble discurso que imperan en la sociedad chilena.
La abstención activa en las elecciones municipales será el castigo que merecen los abusadores de la paciencia y buena fe del pueblo. Castigar a los partidos demagogos es lo menos que puede hacer el pueblo que intentó escalar las cumbres que proponía Allende y que libró una heroica lucha de resistencia contra el terrorismo de Estado. Los estudiantes merecen respeto y apoyo incondicional. Están abriendo «las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor». Su norte es la Asamblea Constituyente y la nueva Constitución. Pero, claro, no el pastiche que insinúan el ex presidente Lagos y el presidente de la DC. Convocar a una Constituyente no será instrumento de chantaje para lograr acuerdos con la derecha. Será la victoria del pueblo movilizado por el ejemplo estudiantil.
(1) Esta -y las citas que siguen- son del discurso del 5 de noviembre de 1970 en el Estadio Nacional.
Editorial de «Punto Final», edición Nº 765, 31 de agosto, 2012
[email protected]
www.puntofinal.cl