La nueva Guerra Fría implica un cambio respecto al unilateralismo arrogante planteado pocas décadas atrás por Washington.
El último jueves concluyó en Pittsburgh la primera ronda del Consejo de Comercio y Tecnología (TTC por su sigla en inglés), en el que europeos y estadounidenses buscan superar los conflictos instaurados durante la gestión de Donald Trump. El TTC se inauguró –según los periodistas acreditados– con la presencia fantasmagórica de la República Popular China, que desde hace cuatro décadas inició su camino para trastocar el tablero global, transformándose en una de las máximas potencias económicas y tecnológicas.
Los debates iniciados en la primera ronda incluyeron diez comisiones de trabajo que abordaron, entre otras problemáticas: a) la regulación de los gigantes tecnológicos, nombrados con el acrónimo GAFAM, que corresponden a las iniciales de Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft; b) el futuro de la inteligencia artificial, su potencial rol con relación a la seguridad pública y los procesos electorales; c) la vigilancia sobre las inversiones extranjeras; d) las limitaciones a las exportaciones de bienes y servicios estratégicos; e) la colaboración pública destinada al desarrollo de semiconductores, los soportes básicos de la nueva industria ciberconectada.
En la totalidad de los debates abordados se hizo presente la imagen omnipresente de Beijing: gran parte de los intercambios se orientaron a debatir normativas restrictivas respecto al flujo de intercambios con el este de Europa y con el sudeste asiático, con el cometido indudable de limitar el desarrollo y el crecimiento de China y Rusia, cuya alianza estratégica continúa ampliándose a la producción conjunta de estructuras de ciberdefensa y de material bélico.
La paradoja epocal, consignada por variados analistas, muestra que la lógica neoliberal empieza a ser cuestionada por sus propios difusores y legitimadores, a partir del reto que suponen las potencias emergentes. La libre circulación de capital y mercancías empieza a estar limitada por su potencial beneficio para quienes optan por formas de gestión gubernamental alternativas a las exigidas por el Departamento de Estado.
El TTC pretende instaurar mayores niveles de intervención en la arquitectura financiera y comercial para impedir el continuo ascenso de China. Con ese objetivo, Washington le exigió a la Unión Europea (UE) –sobre todo a Alemania y a Francia– un mayor compromiso en la imposición de sanciones hacia Rusia y China. La UE, por su parte, reclamó mayores niveles de autonomía para su política exterior; cuestionó el perjuicio generado a Francia ante la cancelación de los contratos de producción y exportación de submarinos a Australia.
Volvió a plantear sus quejas por la continuidad de los aranceles impuestos en 2018, del 25% sobre el acero y del 10% sobre el aluminio. Los europeos, una vez terminada la primera ronda, acusaron a Washington y Londres de promover el Brexit con una felonía incalificable.
A pesar de los avances en el debate sobre las regulaciones de las GAFAM, no se llegó a acuerdos sobre la interrupción de flujos de inversión y de limitaciones a la comercialización con Beijing. Alemania lleva un lustro como primer socio comercial bilateral de China y sus empresas han invertido más que el resto de sus homólogas europeas. En sus 16 años como canciller, Merkel visitó 12 veces China.
Ese contacto podría continuarse e incluso profundizarse para el caso de conformarse una alianza tricolor entre socialdemócratas, verdes y liberales. Los resultados de las elecciones germanas, confesaron los funcionarios de la UE que visitaron Pittsburgh, no han sido recibidos en Washington como buenas noticias. Deducen que la autonomía mostrada por Merkel en relación con el gasoducto ruso Nord Stream II se verá potenciado en el futuro por parte de una cancillería administrada por la socialdemocracia.
El 10 de septiembre, Moscú anunció que el ducto del Mar Báltico, paralelo al Nord Stream I, fue completado, alcanzando la costa del norte germano. Esa tubería de 1.224 kilómetros, que implicó una inversión de 11.800 millones de dólares, evitará la utilización de los gasoductos que atraviesan Ucrania y permitirá duplicar la exportación en unos 55.000 millones de metros cúbicos de gas al año. La finalización del proyecto supuso una dura derrota para Washington, que intentó durante los dos últimos años del gobierno de Donald Trump impedir su construcción.
En mayo último, Joe Biden decidió dar de baja las sanciones previstas contra Berlín y Moscú, ante la evidencia de que Vladimir Putin concluiría el proyecto, incluso bajo las amenazas de sanciones anunciadas por el Departamento de Estado en 2018. El gasoducto supone una pérdida de ingresos para Ucrania, dado que Rusia dejará de contribuir con 1.500 millones de dólares anuales por el uso de las tuberías que atraviesan su territorio. A partir de Nord Stream I y II, Moscú aumenta sus exportaciones de energía y al mismo tiempo restringe los ingresos de Kiev, punta de lanza de la rusofobia impulsada por los Estados Unidos.
Según una encuesta del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR por sus siglas en ingles), la mayoría de los ciudadanos europeos cree que se ha instaurado una nueva Guerra Fría cuyos protagonistas son Washington, Beijing y Moscú. El relevamiento de la ECFR especifica, también, que dicha confrontación supone una oportunidad para plantear un esquema de seguridad independiente de la OTAN y una diplomacia autónoma de las demandas de Washington. París y Berlín se encuentran cada vez más alineados con esa postura, situación que se hizo evidente en las conversaciones del TTC.
La madre de las batallas: ciencia y tecnología
Mientras el Departamento de Estado intenta reducir los niveles de conflicto con Europa, despliega una ambiciosa agenda en el sudeste asiático en conjunto con el Reino Unido. Australia y el resto de los países ubicados en las cercanías de China se muestran temerosos y ambiguos frente a la ofensiva de Washington: además de reconocer el creciente poder bélico de la Nación del Medio, se resisten a desaprovechar el dinamismo que otorga el intercambio económico con su vecino.
El ex primer ministro de Singapur, Lee Kuan Yew, advirtió que cualquier obstrucción de los mercados chinos debilitaría las estructuras económicas de quienes han crecido en las últimas décadas gracias a la sinergia bilateral.
El incremento de la conflictividad motorizada por Washington se evidencia, básicamente, a partir del intento por limitarle a China el acceso a las materias primas, resquebrajar las diferentes cadenas de valor ligadas a las industrias estratégicas, reducir los flujos de inversión hacia sus emprendimientos e interrumpir sus intercambios científico-tecnológicos. Beijing, por su parte, se encuentra abocado –para evadir una desaceleración– a incrementar sus márgenes de autonomía en los sectores productivos priorizados por el master plan conocido como Made in China 2025, intentando sortear el programa de sanciones dispuesto por el Departamento de Estado.
La Estrategia de Seguridad Nacional vigente en Estados Unidos advierte que “perder nuestra ventaja tecnológica y de innovación tendría implicaciones negativas de largo alcance para la prosperidad y el poder de Estados Unidos”. Esa es la razón por la que se insiste en un desacoplamiento de las tecnologías en las que Beijing ha tomado la delantera, sobre todo las ligadas a la denominada internet de la cosas, mediada por las redes 5G.
Al quebrar los lazos, se busca evitar el intercambio de información y la interdependencia que requiere una conexión homogénea y global. Los think tanks han demostrado que China crece sobre todo en los espacios de mayor valor estratégico: la ciencia, la tecnología y la innovación.
En la actualidad, hay 350.000 estudiantes chinos siguiendo cursos universitarios en Estados Unidos, y se gradúan –cada año– quince veces más estudiantes STEM en China (sigla que contiene formaciones de grado y posgrado en carreras de Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas) que en Estados Unidos. El gasto chino en investigación y desarrollo alcanzó en 2015 los 409.000 millones de dólares, mientras que el norteamericano se calcula en 497.000 millones.
La tendencia lineal indica que en un lustro el gasto del país asiático superará al de su máximo competidor. En 2018 China superó a los Estados Unidos en publicaciones y desde ese mismo año registra la mayor cantidad de patentes a nivel global. Unas décadas atrás, Beijing englobaba el 1% de las transacciones de comercio electrónico globales. Para fines del año 2020, el porcentaje ascendió al 42%.
La ofensiva de Washington para impedir el desarrollo chino se da en un contexto de variadas conflictividades domésticas. Analistas internacionales han advertido el incremento de la polarización política en aquellos países que de una u otra manera aceptan la dimensión dominante de la financiarización por sobre la lógica de la productividad y el control estatal. Y Estados Unidos es uno de ellos.
Según la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, el capitalismo “no ha servido a nuestra economía tan bien como debería (…) No se puede tener un sistema en el que el éxito de algunos emana de la explotación de los trabajadores y brota de la explotación del medioambiente (…) el cambio económico de las últimas décadas ha favorecido al capitalismo de accionistas (…) tenemos que corregirlo”.
En China se evalúan esos conflictos internos como una evidencia de la debilidad del programa impulsado a nivel global –desde hace medio siglo– por el Departamento de Estado. En las últimas semanas, Joe Biden tuvo que firmar de apuro la normativa aprobada por ambas cámaras legislativas, que suspende el cierre de los pagos de deudas hasta diciembre. La administración demócrata se encuentra estancada en la aprobación de los dos proyectos más promocionados de su gestión: el de infraestructura y el de inversión social.
La oposición republicana se resiste a la aprobación de un Programa de Seguridad Social (de 3 billones de dólares), mientras que los demócratas liberales, de cuño progresista, anunciaron su negativa a votar el de infraestructura (de 1,5 billones de dólares) si no se garantiza la sanción del primero, orientado al cuidado de la niñez, la educación de la primera infancia, las licencias familiares, la medicina comunitaria y la promoción del cambio climático.
La nueva Guerra Fría implica un cambio respecto al unilateralismo arrogante planteado pocas décadas atrás por Washington. Sus ventajas estratégicas han empezado a desdibujarse ante las evidencias de que la superioridad militar no alcanza para imponer un modelo de acumulación global funcional a su prosperidad. Sus funcionarios han advertido que las guerras –incluso las de larga duración como las de Irak o la de Afganistán– no alcanzan para subyugar identidades colectivas.
En ese marco, América Latina y el Caribe encuentran un claro intersticio para profundizar esquemas de integración regional y ampliar sus vínculos multilaterales. Sun Tzu, el autor del tratado conocido como El Arte de la Guerra, escribió hace 2500 años que “las oportunidades se multiplican a medida que se toman”. Cuando no se toman las decisiones en el momento oportuno, las posibilidades de prosperidad tienden a reducirse.
*Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)